MUROS, RESISTENCIA Y RESILIENCIA EN LA CAPILLA BARRAGÁN
Por Bruno Cruz Petit*
El 3 de junio de 1980 el arquitecto mexicano Luís Barragán leyó su discurso de aceptación del Premio Pritzker en Dumbarton Oaks, Washington. «La vida privada de belleza no merece llamarse humana», señaló en un momento dado, para concluir luego: «hemos trabajando y seguiremos trabajando (…) con la esperanza de que nuestra labor, dentro de sus muy modestos límites, coopere en la gran tarea de dignificar la vida humana por los senderos de la belleza y contribuya a levantar un dique contra el oleaje de deshumanización y vulgaridad».
La claridad, veracidad y contundencia de estas palabras perduran en el tiempo, como la robusta y limpia arquitectura de Barragán que se disfruta en la Capilla de las Capuchinas, obra que el maestro jalisciense donó a la comunidad de religiosas a cambio de tener total libertad creativa. Escondido tras una discreta fachada de una calle de Tlalpan (Ciudad de México), apartado del tráfico de las vías rápidas que devoran la ciudad, el convento invita a ser recorrido sin prisas. La visita es un corte respecto al tempo acelerado del exterior, donde, cuanta más prisa tenemos, más deprisa se van los minutos. Aquí, en este interior tenuemente iluminado, cada segundo dura una eternidad, cada pausa para observar un detalle transforma el espacio volumétrico en un lugar cargado de significación y el momento en una experiencia memorable.
En el recibidor se destacan varios elementos de diseño que delatan la autoría del edificio y que nos van a acompañar durante el recorrido por el convento: la madera de pino, barnizada y yuxtapuesta al blanco de paredes de una cierta textura que las distingue de las paredes blancas comunes pero que denota una austeridad necesaria para conseguir la sorpresa al llegar al color. Color amarillo como el de la primera celosía cuadriculada que se encuentra el visitante al ingresar en el patio, en el que se alza una fuente contemporánea de piedra oscura, muda para ahorrar agua pero cubierta de hermosas flores de color vainilla. El patio es un espacio de altos muros, con vegetación colgante, buganvilias y piso de cantera volcánica.
En un costado se ubica una sala de recepción y por una puerta de poca altura, que obliga a una conventual inclinación para franquearla, nos dirigimos hacia a una antesala que ya está en la penumbra, en el silencio y el misterio. El mismo misterio es el que se sugiere con dos mamparas de madera que no alcanzan al techo y sólo dejan adivinar la continuación del techo hacia el espacio del refectorio, del que se aprecia un toque de amarillo y una escalera que debe conducir a las habitaciones de las monjas de clausura.
De repente, desde el otro lado, la hermana que nos guía nos abre las puertas que comunican el reducido espacio de la antesala con la capilla. Y la famosa capilla se ofrece al visitante en un paso cargado de sorpresa, pues el contraste de alturas es total y la inmensa sala vibra cargada de luz y color. Esta debe ser la única capilla del mundo de color naranja, esto la hace única. Pero es un atrevimiento que cabe perfectamente en la atmósfera mística del convento, es más, la refuerza. Un retablo dorado, minimalista, con forma de biombo tripartito, recoge la luz dorada que atraviesa el espacio desde un coro separado de la nave central por una celosía que recorta geométricamente el resplandor matutino previamente filtrado por vitrales amarillos. La luz y el espacio son los protagonistas de esta asombrosa experiencia arquitectónica.
Al hablar la hermana clarisa, vestida con un hábito negro y blanco que se destaca sobre el fondo naranja, nos damos cuenta que también el sonido es muy particular en este lugar. Su voz encuentra una reverberación muy intensa, distinta al eco de las catedrales. Es un eco rodeado de silencio y dado por una arquitectura geométricamente muy diáfana, un eco geométrico.
Al cabo de un rato, otro sentido se despierta, el olfato, que se deleita en el denso perfume de las flores acapuculqueñas, similares a los alcatraces que le gustaban al Arquitecto (así se refiere la hermana a Barragán, nunca con su nombre) y que colocó en un único florero, de factura monolítica y estratégicamente ubicado. Las monjas, en un acto simultáneo de distanciamiento y homenaje al maestro, han añadido otro florero diseñado con igual esmero.
La capilla aún nos reserva otra sorpresa. A un lado de la cruz, se abre un corredor, que no es una nave lateral, sino una esquina y pasillo de planta cónica pensada para dejar pasar un poderoso haz de luz amarilla hacia al muro y la cruz, ambos coloreados por un bermellón terroso que en ciertas horas del día se enciende pero que a nosotros nos ha tocado ver con su color más opaco, más austero.
La Capilla es un manifiesto a favor de la arquitectura como transformación del espacio y el tiempo en algo humano: lugar y experiencia estética, la que proporciona una emoción serena, que no es entretenimiento o placer compulsivo porque se vive en varios planos. El edificio nos envuelve en su peculiar atmósfera que inmediatamente llega a nuestros sentidos. Pero hay detalles ocultos, proporciones, matices, símbolos, que se dejan aprehender sólo tras un lapso de tiempo, caminando con lentitud y guiando la mirada suavemente, como si fuera una cámara que buscara captar en una sola toma la escena completa.
Añadió Barragán en su discurso: «Serenidad. Es el gran y verdadero antídoto contra la angustia y el temor y hoy, más que nunca, la habitación del hombre debe propiciarla». Las casas y las ciudades donde reina el miedo se debilitan y, en épocas de crisis (pestes, guerras, etc.), las urbes pueden llegar a colapsarse y a vaciarse. La serenidad aleja el miedo, fortaleciendo el cuerpo y el espíritu de las personas y de las ciudades.
Gracias a espacios como el que he descrito, la vida urbana se hace más sostenible y los ciudadanos más resistentes y resilientes al estrés ambiental y psicológico. Si resistencia es detener el impacto de lo exterior, resiliencia es la capacidad de regeneración de lo propio tras ese impacto, dada por la fortaleza interna de algo, por el grado de complejidad de una estructura interna al mismo tiempo sólida y flexible. Un muro da protección visual, acústica, ambiental, permite que el cuerpo repose y se renueve; un muro bello vigoriza el ánimo. Después del recorrido (y de la ingestión de las ricas galletas del convento) siento que el cuerpo es más resistente y resiliente, más capaz de enfrentar las vicisitudes del exterior.
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* Bruno Cruz Petit es licenciado en Ciencias Políticas y Sociales por la Universidad Autónoma de Barcelona, maestro y doctor por la Universidad Nacional Autónoma de México, ha sido docente en varias universidades impartiendo clases de urbanismo, teoría sociológica clásica, sociología del diseño, sociología urbana e historia de la casa. Ha sido colaborador en varias revistas mexicanas de diseño, arquitectura y moda y es autor de los libros: Breve historia social del interior doméstico (UMP) y Transformación en el interior doméstico contemporáneo (EAE). Hoy pertenece al Centro de Investigaciones Motolínia de la Universidad Motolinía del Pedregal (UMP), donde se ha desarrollado como investigador y ha escrito varias publicaciones sobre espacio, sociedad y ecología. En el 2005 ganó el segundo puesto en el Concurso FIMPES de investigación, en el 2006 el mismo lugar en el Concurso FIMPES en la categoría de ensayo y en el 2011 el tercer lugar en dicha categoría.