Sociedad Cronopio

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Botero

FERNANDO BOTERO: LOS GENITALES DE ADÁN Y EVA

Por Luis Alberto García*

Las esculturas de Adán y Eva están en el edificio de la Times Warner, y uno llega allí, nada más atravesar la magnífica rotonda de Columbus Circle. A un costado se alza el Central Park, y al otro, virando hacia la izquierda, el hotel Park Lane donde en un tiempo vivió la multimillonaria Leona Hemsley, esa misma que dejó al morir una considerable herencia a Trouble, su perro, una fortuna tasada en varios millones de dólares. Un amigo que trabajó de mucamo en el hotel me dijo, alicaído y a cuenta de que no se lo revelara a nadie, pues no podía soportar la idea de que un perro —en el sentido estricto, y casi animal de la palabra— fuera su jefe, que Trouble tenía los más obstinados caprichos de un aristócrata de sangre azul. Bebía el champán en escudilla de plata, tenía una manicura personal que le esmaltaba sus uñas perrunas, y andaba todo el tiempo —como Hugh Hefner— en una bata de dormir, una bata de color rojo que para más señas tenía su monograma personal grabado en hilos de oro sobre el lomo.

Podía ladrar a quien quisiera en el hotel sin que nadie se atreviera a callarlo, aunque todo el mundo esperaba secretamente una mordida de la mascota para demandar a su dueña. Pero Trouble, como todos los chuchos ricos, sabía a quién ladrar y a quién morder. No es de asombrar: en Nueva York los perros asisten a escuelas privadas y compiten en educación con los humanos, llevándoles muchas veces la ventaja. Perros sumamente inteligentes con las finanzas de sus dueños, viudas que prefieren dejar a sus mascotas abultadas cuentas bancarias. En más de una ocasión he visto, a un viejo multimillonario, bolsa en mano, agacharse y recoger la caquita de su caniche. Son perros felices sin duda, estos perros neoyorquinos, pero a veces pienso que no son perros libres como los canes sin pedigrí de mi tierra. Esos que copulan al aire libre, a plena luz del día, con cualquier podenquita de barrio; y a cualquier hora se trenzan, de pura bravuconería perruna, en una sonora pelea con sus pares. A veces son también perros solitarios, con el rabo metido entre las piernas, no por cobardía sino por asombro, como si supieran de memoria aquella frase de Juan José Saer: «Toda vida es un pozo de soledad que va ahondándose con los años».

No soy un connoisseur en materia de pintura, pero creo que a Botero, como a los pintores del Renacimiento, le interesa expresar el volumen y no la luz, patrimonio exclusivo de los impresionistas. Quizá la marca señaladora del origen primigenio no sea la materia, como muchos físicos creen, sino el volumen, la dimensión que el grosor de la masa ocupa en el espacio y en el tiempo. Si es así, a lo que dio inicio el elusivo boson de Higgs, no fue propiamente a la sustancia constituyente de lo que hoy día ocupa el universo, sino todo lo contrario: dio origen al volumen. A ritmo exponencial, el universo mismo comenzó con una gran inflación: puro y poético volumen, magnitud en estado puro. Expansión incontrolable.

Si uno piensa en las esculturas de Giacometti y de Botero, piensa en la diferencia. Para mí, las inflacionarias figuras de Botero en contraste con las famélicas efigies andantes de Giacometti son iguales. Más allá de la locura onírica que propuso el Surrealismo con toda su fantasía de automatismo caligráfico, o de las discontinuidades del espacio giacomettiano, lo que subyace en el fondo, entre ambos artistas, como punto de enlace, es la presencia o la ausencia de volumen. Lo vinculante en sus obras, dejando de lado la sutil divergencia estética, es precisamente el magnetismo que ejerce en ellos ese concepto. Las figuras acuchilladas, extremadamente escuálidas de Giacometti, a tenor con las figuras voluminosas, casi aerostáticas de Botero, forman parte de ese universo primigenio que surge a partir de la poética del volumen. Lo que nos asombra en uno y otro es precisamente lo mismo: el manejo, por adición o sustracción, de la corporeidad de la figura humana.

Decía que Adán y Eva reposan en el vestíbulo del edificio de la Times Warner. Mientras observaba las voluminosas esculturas, entre turistas y niños correteando, me fijé en un detalle que me resultó, en verdad, perturbador. ¿Por qué la mayoría de la gente, sin importar la edad sexo o condición social, le soliviantaba el falo a Adán y no solo eso, se lo sobaba —como esas viejecitas religiosas le soban la cabeza a un santo— no de manera impúdica sino natural? ¿Había en esa acción, por lo demás desinteresada, y hasta se podría decir habitual, algún oscuro mecanismo que despertaba, en nuestro inconsciente sumergido, alguna lejana idolatría, un delirio animal de la especie humana con ese magno fetiche?

Ahora eran turistas los que allí se postraban ante ese erguido talismán, pero bien hubieran podido ser tribus de otra época reverenciando a su ídolo, atacadas de una adoración mística. Pero lo más perturbador no fue eso, ni siquiera la bella teenager que vi acercarse a la escultura, mientras acariciaba y frotaba con sus delicados dedos, haciendo ademanes masturbatorios, el miembro adánico; sino el hecho, ya de por sí inexplicable, de que nadie, absolutamente nadie reparaba en el pubis de Eva. Un pubis delicado, he de decir, tan delicado como los dedos largos y prensiles de la chica. Un pubis, en suma, estrecho, pese a la protuberancia y el volumen de la gorda figura forjada por el maestro. Se podría decir, incluso, que era un pubis virginal, como si el miembro de Adán nunca hubiera osado posarse allí, entrado allí, o en resumidas cuentas —lo que parecía ser cierto— perdido la batalla en el paraíso terrenal.

La humanidad está equivocada, pensé. Desde tiempos inmemoriales, la humanidad siempre ha estado equivocada. Hemos venido adorando a un falso ídolo, a un ídolo de trapo. Hemos alienado nuestros pensamientos y nuestro eje civilizador y depositado todas nuestras esperanzas en ese muñeco indeciso, que pasa la mayor parte del tiempo cabizbajo y dormido. Obstinados en el yerro, ciegos por decir lo menos, hemos olvidado el vientre cálido de la madre, cuya puerta —única y principal— es sin duda el pubis. Y lo siguiente que hice, casi temeroso y con la convicción histórica de estar contraviniendo un mandato que venía de la noche oscura de los tiempos, de estar cometiendo casi una traición a los viejos patriarcas de la tribu y a mis congéneres hombres, fue ir y hundir mi dedo en la vertical de Eva, con absoluta devoción, como si estuviera reparando un olvido mayúsculo de la historia. Madre Eva, murmuré. Pubis Eva.

Seguí allí un rato más, pero a nadie parecía importarle. La anfractuosidad de la mujer, esa oquedad nostálgica y excitante, esa línea en la que todo cabía —hasta el falo de seis pulgadas de Adán— era invisible a los ojos de los turistas, obnubilados con el metal saliente y obtuso del primer hombre. Madre Eva, repetí, casi en una plegaria. Pubis Eva. Eva Pubis.

Dejé las esculturas de Botero en su eterna inmovilidad de bronce, salí y me senté en la rotonda de Columbus Circle, bajo la sombra del obelisco. La ciudad bullía. La tarde, por lo demás, era espléndida.
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* Luis A García es instructor de Español de la Universidad del Estado de Nueva York en Stony Brook. Correo-e: quijote.garcia@gmail.com

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