LOS DERECHOS DEL NIÑO Y LAS NACIONES UNIDAS
Por Isabel E. Lázaro González*
La Convención sobre los Derechos del Niño es el primer instrumento internacional jurídicamente vinculante que incorpora toda la gama de derechos humanos: civiles, culturales, económicos, políticos y sociales. Mucho puede y debe decirse sobre los derechos contemplados y su contenido, pero en las páginas que siguen únicamente voy a referirme a dos aspectos de la Convención, no sólo por su relevancia objetiva, sino por la admiración que me provocan en cada acercamiento a este instrumento.
Por una parte, me parece relevante el giro que supone este texto internacional en la consideración social de los niños, niñas y adolescentes, al tratarlos como sujetos y no como objetos de protección. Ciertamente debemos a la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989, el reconocimiento jurídico de los niños como sujetos activos de derechos, merecedores de una protección diferenciada de la que, para esos mismos derechos, reciben los adultos a fin de asegurar que el interés de los niños sea atendido como superior a cualquier otro interés legítimo. Por otra parte, junto a su ratificación casi universal también me asombra el movimiento transformador que ha generado en los sistemas jurídicos estatales.
CONSOLIDACIÓN DE UNA NUEVA POSICIÓN SOCIAL Y JURÍDICA PARA LOS MENORES
La Convención constituye el hito más relevante de un largo proceso hacia el reconocimiento de los derechos a los niños, niñas y adolescentes.
Los cambios sustanciales en la consideración social de la infancia desfavorecida se vinculan a las consecuencias de la industrialización en los finales del siglo XVIII. Los niños habían sido vendidos, encarcelados, torturados, utilizados en trabajos penosos en las minas o en las fábricas y las necesidades familiares eran tales que se explotaba a los niños desde edades muy tempranas porque constituían una mano de obra muy barata. Las niñas atendían las necesidades de la casa y a los hermanos más pequeños y los chicos colaboraban en las tareas del campo y cuidaban de los animales domésticos cuando no eran empleados en la industria. Los altos porcentajes de mortalidad infantil, la falta de higiene, la mala alimentación y la ausencia de asistencia sanitaria se van haciendo más visibles y, por eso, resultan más intolerables socialmente.
La situación que recordamos se traduce en un movimiento social de preocupación por la protección de la infancia, movimiento que da lugar a reformas en el mundo de las leyes. Se convocan los primeros encuentros nacionales e internacionales en relación con la situación de los niños–como el Congreso Internacional sobre Protección de la Infancia celebrado en Bruselas en 1913- y nacen de algunas organizaciones de protección –como la Asociación Internacional para la Protección del Niño, creada en 1921 e incorporada a la Sociedad de Naciones en 1924 o Save the Children, fundada en 1919 por Eglantyne Jebb y su hermana Dorothy Buxton en Londres-.
Algunos países comienzan ya en los últimos años del siglo XIX a reformar sus leyes para prolongar la escolarización y retrasar la entrada de los niños en el mundo laboral. En España, por ejemplo, se aprobó una Ley de Protección a la Infancia en 1904, inspirada en una francesa de 1874.
En cuanto a la aparición de instrumentos internacionales de protección resulta obligado mencionar el primer eslabón en la cadena de reconocimiento normativo de derechos a los niños: la Declaración de los Derechos del Niño, que partiendo de un proyecto de Eglantyne Jebb, fue adoptada por la Asamblea General de la Sociedad de Naciones por unanimidad en septiembre de 1924. Treinta y cinco años más tarde, el 20 de noviembre de 1959, la Asamblea General de las Naciones Unidas adoptaría también por unanimidad una nueva Declaración de los Derechos del Niño. Sin embargo, tuvieron que transcurrir treinta años más para pasar de una Declaración –cuyo valor moral es innegable- a una Convención cuyo articulado posee valor normativo: la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 20 de noviembre de 1989 es el instrumento internacional por el que los Estados parte (ciento noventa y dos, todos menos los Estados Unidos de América y Somalia) se comprometen a respetar los derechos enunciados y a dar a conocer sus disposiciones por medios eficaces y apropiados.
Debemos a la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño de 1989, el reconocimiento jurídico de los niños como sujetos activos de derechos, merecedores de una protección diferenciada de la que, para esos mismos derechos, reciben los adultos a fin de asegurar que el interés de los niños sea atendido como superior a cualquier otro interés legítimo. Para Reis Monteiro, utilizando una expresión excesiva pero expresiva, la Convención es la “toma de la Bastilla” para la liberación del último gran grupo de oprimidos de Derecho y de hecho, los niños, a los que considera paradigmas históricos de la opresión (La revolución de los derechos del niño, Editorial Popular).
Se reconoce así que los niños tienen plena capacidad para ser titulares de los derechos humanos. Además, en cuanto al ejercicio de esos derechos se quiebra la consideración tradicional de ejercerlos necesariamente a través de un representante hasta que el menor alcanzaba la edad de la mayoría. La idea enraizada en el Derecho venía siendo la siguiente: Reconocida la titularidad de los derechos a los niños sobre la base de la dignidad que comparten con los adultos, como no siempre tienen capacidad plena para ejercer por sí mismos estos derechos, tenían que hacerlos efectivos a través de la intervención de un tercero. En resumen, los niños tenían el derecho pero sus padres lo ejercían por ellos.
Desde el nacimiento hasta que se alcanzaba la mayoría de edad (o hasta la emancipación en su caso) el niño necesitaba de un representante legal para el ejercicio de sus derechos. Lo que el niño quería, lo que pensaba, lo que hacía, para el Derecho era lo que quería, lo que pensaba o lo que hacía otro por él y para él. Dicen José Antonio Marina y María de la Válgoma (La lucha por la dignidad. Teoría de la felicidad política. Anagrama) que las luchas reivindicativas tienen que enfrentarse a mitos legitimadores con los que el poderoso pretende adecentarse. “El poder siente pudor de apelar sólo a la ley del más fuerte-dicen estos autores-.
El mito legitimador de la esclavitud era la diferencia natural entre libres y esclavos, unos nacidos para mandar y otros para obedecer. Éste fue también el mito legitimador de las aristocracias, las castas y los racismos. El mito legitimador del absolutismo político fue el origen divino de la autoridad. El mito legitimador de las coacciones religiosas, procurar la salvación y obedecer un mandato divino. En la discriminación de la mujer, funcionaron dos mitos legitimadores. Primero: La mujer es peligrosa. Segundo: La mujer es mentalmente inferior. Ambos recomendaban el mismo remedio: controlarlas, tutelarlas, atarlas en corto”. En el caso de los menores de edad, el mito es su falta de capacidad natural para querer lo que realmente favorece su interés; los niños quieren lo que no deben, por eso otros deben querer por ellos. Adopta así el ordenamiento jurídico una actitud paternalista que permite decidir sobre otra persona, por ella, sin ella (sin tomarla en consideración); su autonomía o libertad de decisión queda limitada con la finalidad de evitarle un daño o proporcionarle un bien.
La consideración del menor de edad como persona plena ha obligado a someter a revisión esta limitación profunda en el ejercicio de los derechos y este cambio en el paradigma se consolida en la Convención de los Derechos del Niño. Existe una clara vinculación entre la dignidad de la persona y su autogobierno en la medida en que su capacidad natural lo permite. Todos los seres humanos tienen dignidad y, consecuentemente, son titulares de los derechos humanos, sin que la falta de autonomía del sujeto le prive de su dignidad. Sin embargo, la dignidad del sujeto exige que se autogobierne en la medida en que tenga capacidad natural.
Por eso, en la distinción entre titularidad de los derechos y capacidad de obrar, en virtud de la nueva posición que ocupa el niño en el Derecho, se reconoce a los menores una capacidad progresiva para el ejercicio de los derechos atendiendo a su condición de personas en desarrollo. Conscientes de que las condiciones de madurez del menor no son uniformes a lo largo de toda la minoría de edad, no podemos tratar de igual manera a un bebé de ocho meses o a un chico de catorce años. Es preciso determinar cuáles son las posibilidades reales de actuación del menor atendiendo al grado de madurez alcanzado y el este terreno el Derecho necesita auxiliarse de la aportación de otras ciencias. A partir de esas bases será posible fijar edades relevantes para el Derecho y, en consecuencia, determinar cuándo el menor puede decidir por sí mismo, cuándo necesita ayuda de otros y cuándo deben decidir otros por él.
Este giro en la posición del niño en el sistema queda vinculado en la Convención a un principio medular en el texto convencional: el principio del interés superior del niño. En todas las medidas concernientes a los niños que tomen las instituciones públicas o privadas de bienestar social, los tribunales, las autoridades administrativas o los órganos legislativos, una consideración primordial a que se atenderá será el interés superior del niño. Este es el artículo 3 de la Convención de 1989. Así pues, debemos a la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño no sólo el reconocimiento de los niños como sujetos activos de derechos, merecedores de una protección diferenciada de la que, para esos mismos derechos, reciben los adultos, sino el establecimiento como eje de cualquier actuación el interés del niño. El texto del artículo 3 de la Convención fue debatido por las delegaciones estatales. De las enmiendas presentadas, dos me parecen destacables. En la primera se discutía si el interés del menor debía ser una consideración primordial en las decisiones que adoptaran los padres, tutores o instituciones sociales, además de serlo en las medidas de carácter oficial. Se discutió también si el interés del niño debía ser considerado como superior a los demás intereses o si en caso de colisión de derechos debería estarse a las circunstancias del caso concreto.
Cambia sustancialmente el enfoque: frente al interés del niño como “sujeto receptor de las esperanzas e ideales que los adultos proyectan sobre él” o como “receptor de un interés más inmediato, como sujeto del que se pueden esperar beneficios directos para los padres o para la colectividad”, el niño se presenta ahora como persona con intereses propios (I. Campoy Cervera, “La necesidad de superar los mitos sobre la infancia”).
LA CONVENCIÓN COMO IMPULSO TRANSFORMADOR DE LOS SISTEMAS JURÍDICOS ESTATALES
A través de este instrumento internacional, los Estados parte (ciento noventa y dos, todos salvo Estados Unidos de América y Somalia) se comprometen a respetar los derechos enunciados y a dar a conocer ampliamente sus principios y disposiciones por medios eficaces y apropiados.
En ese momento, 1989, la comunidad internacional siente la necesidad de trasladar a categorías jurídicas dotadas de obligatoriedad y ejecutividad los derechos que quiere imponerse. Se cumple con la Convención lo que Goyard-Fabre afirma en general del proceso de positivización de los derechos humanos: “Frente al punto de vista ético de los que pretenden inscribir los derechos humanos de forma exclusiva sobre un horizonte de idealismo y de universalismo, es necesario reconocer que los derechos humanos tienen la ambivalencia de todo derecho: su idealidad necesita ser positivizada mediante un cuerpo de reglas” (“Los derechos del hombre: orígenes y prospectiva”, en J. M. Sauca, (ed.) Problemas actuales de los derechos fundamentales).
En este sentido estoy muy de acuerdo con Marina y Válgoma (La lucha por la dignidad) en la valoración que hacen del papel del Derecho en este terreno: “No caigamos nunca en la tentación de creer que la legislación y los decretos sólo juegan un papel menor en la solución de estos problemas. La moralidad no puede dibujarse en forma de ley, pero la conducta puede ser regulada. Los decretos jurídicos no pueden cambiar los corazones, pero pueden moderar a los sin corazón. La ley no puede hacer que un patrono ame a su subordinado, pero puede impedir que no me quiera contratar por el color de mi piel. Los hábitos de la gente, ya que no sus corazones, han cambiado y siguen haciéndolo a diario por actos legislativos, decisiones judiciales y medidas administrativas. No nos dejemos engañar por los que mantienen que la fuerza de la ley no puede poner fin a la segregación”.
Sin embargo, la importancia de la Convención no radica únicamente en la fuerza vinculante de la que gozan sus preceptos sino en el impulso que ha dado a los Derechos estatales para su modernización en el reconocimiento de los derechos a los menores. Efectivamente, la Convención ha ejercido sobre los sistemas estatales una fuerza expansiva cuya onda, desde la entrada en vigor del convenio, no ha cesado de transmitirse en la revisión y renovación de la normativa aplicable. Posiblemente sea apropiado afirmar que ninguna otra norma internacional ha actuado sobre los Derechos estatales como motor de cambio con la misma potencia y la misma constancia.
La Convención sobre los Derechos del Niño ha puesto en marcha un movimiento en todos los países del mundo de renovación de los sistemas jurídicos para la promoción y protección de los derechos de la infancia. Convertirse en motor de cambio en la positivización estatal de los derechos del niño ha sido el gran éxito de la Convención. Para darse cuenta del alcance de este impulso, basta con asomarse a la base de datos que preparó el Instituto de la Familia de la Universidad Pontificia Comillas para UNICEF-Comité Español (https://www.upcomillas.com/unicef/web_corporativa/default.asp).
Desde su aprobación, se han producido avances considerables en el cumplimiento de los derechos de la infancia a la supervivencia, la salud y la educación, a través de la prestación de bienes y servicios esenciales; así como un reconocimiento cada vez mayor de la necesidad de establecer un entorno protector que defienda a los niños y niñas de la explotación, los malos tratos y la violencia. Con motivo del vigésimo aniversario de la Convención, Marta Santos Pais, Representante Especial del Secretario General de las Naciones Unidas para la Violencia contra los Niños, hacía esta valoración: “Durante mis años como miembro y Rapporteur del Comité sobre los Derechos del Niño, la influencia de los principios y disposiciones de la Convención ha sido progresivamente reconocida como el espíritu de la Convención y una referencia para las reformas legales, institucionales y políticas.
La política de diálogo del Comité con las delegaciones de alto nivel de los Estados Partes, la cooperación institucional con organismos de las Naciones Unidas, los responsables políticos, asociaciones profesionales y organizaciones de la sociedad civil, así como sus visitas a los países y los debates temáticos eran cruciales para aumentar la comprensión de los derechos de los niños y promover un proceso de presentación de informes nacionales, el control público y la transparencia de la evaluación de los progresos en la realización de los derechos del niño. Los desarrollos importantes se introdujeron en la legislación nacional, las políticas e instituciones, y una nueva percepción de la infancia comenzó a surgir, considerando al niño no simplemente como ser humano vulnerable y dependiente, sino como ciudadano y agente de cambio”. Efectivamente la labor del Comité ha resultado esencial en este terreno. El Comité de los Derechos del Niño es el órgano de expertos independientes que supervisa la aplicación de la Convención y de sus protocolos facultativos. Todos los Estados parte deben presentar al Comité informes periódicos sobre la manera en que se ejercitan los derechos y el Comité examina cada informe y expresa sus preocupaciones y recomendaciones al Estado parte en lo que se denominan “observaciones finales”. También publica el Comité su interpretación del contenido de las disposiciones sobre derechos humanos en forma de “observaciones generales”.
Como ha ocurrido en otros países, el Derecho español de los Menores se ha transformado por completo, tanto en el sistema de protección como en el sistema de reforma para los menores en conflicto con la ley. Aunque en estos veinte años se hayan dictado cientos de normas (leyes, decretos, órdenes) estatales, autonómicas y locales para configurar un complejo Derecho de Menores en España, todavía queda pendiente una ingente tarea.
En el ámbito europeo, también se han hecho un espacio los derechos de los niños, hasta el punto de que Jacques Barrot, Comisario Europeo de Justicia, Libertad y Seguridad, ha declarado que promover y proteger los derechos de los niños dentro de las fronteras de la Unión Europea y en el mundo es una prioridad en su trabajo como comisario europeo.
Sin embargo, todavía queda mucho por hacer para crear un mundo apropiado para la infancia. Los progresos han sido desiguales, y algunos países se encuentran más avanzados que otros en la obligación de dar a los derechos de la infancia la importancia que merecen.
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