ORILLAS
Por Daniel Cristancho*
El caso, que tiene tanto de macabro como de esperanzador, hace parte de la suma de historias relatadas por la antioqueña Patricia Nieto en el volumen Los escogidos (Sílaba Editores, 2012), una de las novedades periodísticas más impactantes de la pasada Feria del Libro de Bogotá. Francisco Luis Mesa, un modesto sepulturero del municipio de Puerto Berrío, Antioquia, lleva casi treinta años sacando los cuerpos que día a día bajan por el río Magdalena. La revelación le vino una mañana, cuando descubrió un grupo de personas formando un semicírculo en la acera de un pueblo cercano. Movido por su espíritu de hombre de acción, se acercó sin pensarlo: tres cadáveres se exponían, viscosos y putrefactos, ante la mirada horrorizada de los transeúntes. Y en uno de ellos —o en lo que quedaba de él—, Francisco reconoció a uno de sus grandes amigos. Desde entonces, dice, ha recogido cerca de 780.
No es el único. O por lo menos, no el único de una cadena empática que se ha ido tejiendo con los años en la región. También están las mujeres, que secundan los cortejos funerarios, cantan, elevan oraciones, llevan flores a las sepulturas y hasta le ponen un nombre a cada cuerpo, según los detalles o el día del hallazgo: Moisés, María, Juan, Domingo… Además, claro, del círculo de vecinos que le echa una mano con los amortajamientos y le mantiene informado de los nuevos casos. Y hasta el cura del pueblo, que oficia ceremonias para que cada una de esas almas, antes vagabundas en la turbulencia de las aguas del río, emprendan el camino hacia una muerte digna. La muerte de los que tienen un nombre. Y con el nombre, digamos, una historia.
Nadie sabe quiénes fueron, ni cuál fue su último gesto antes de que la mano asesina los echara a rodar por la corriente. Sólo saben que los arrojan desde alguna orilla. La otra orilla.
—¿Es el mismo país? —me pregunta una colega española a la que cuento la historia.
—¿Cuál? —le digo.
—El del relato —responde ella—. Parece como si el río fuera una frontera que separa dos países distintos.
—Es el mismo —le aclaro—. Las dos orillas pertenecen al mismo pueblo. Y al mismo país. El que mata, degolla y descuartiza, es el mismo que acoge, eleva plegarias y da sepultura.
Ella no acaba de entenderlo, pues se resiste a creer que alguien pueda ser víctima y victimario a la vez: el círculo ciego de Colombia en los últimos sesenta años, tan arraigado, tan íntimo, casi un sentimiento. Como el dragón de la mitología medieval que se devora a sí mismo y cuya sangre puede ser tan ponzoñosa como purificadora. Un dragón en el que combaten apasionadamente la culpa y la indulgencia. El dolor y el perdón. Que es tanto esperanza como devastación y muerte. Otro antioqueño, el poeta Juan Manuel Roca, alguna vez nombró de inmejorable manera ese mismo dilema en uno de sus textos: «Una mano dibuja un caballo / La otra, un puma que lo espanta».
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El presidente Juan Manuel Santos sancionó, hace exactamente un año, la que hasta el momento es una de sus apuestas más importantes al frente del Gobierno: se trata de la llamada Ley de Víctimas (o Ley 1448 de 2011), que reconoce el derecho a la restitución de tierras y de recursos de miles de colombianos que, desde 1985, han sido víctimas del conflicto armado. En el caso de los desplazados, que según organizaciones sociales y ONG’s ya ronda los 5.445.406 durante el último cuarto de siglo, el derecho a una nueva morada sólo será para los que fueron despojados de ella desde 1991.
No es el primer intento por reordenar los efectos del conflicto armado. Acercamientos con los distintos grupos armados ilegales se acumulan desde los años ochentas, cuando organizaciones como la Unión Patriótica (UP) o el Movimiento 19 de Abril abandonaron la lucha armada y se reinsertaron a la vida civil y política. La memoria colectiva del país quizá tenga un recuerdo más vívido —y frustrante al mismo tiempo— de la mesa de negociaciones en San Vicente del Caguán entre las FARC y el gobierno de Andrés Pastrana, en 1998, y de su posterior desmantelamiento. O también, del proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), uno de los proyectos bandera de la administración de Álvaro Uribe y del que aún hoy, casi ocho años después, se sigue poniendo en duda su eficacia y veracidad. Según advierten varios organismos de seguridad internacional y organizaciones de Derechos Humanos, muchos de los antiguos combatientes han vuelto a tomar las armas bajo otras denominaciones. Con todo y eso, es el antecedente más reciente dentro de una larga cadena de negociaciones y procesos, casi siempre fallidos.
Pero el enfoque esta vez es diferente. La Ley de Santos apunta a una zona que desde el inicio del conflicto armado ha pasado casi inadvertida: la población civil. La iniciativa busca, antes que nada, el reconocimiento de cada uno de los afectados con el estatus de «víctima», una denominación necesaria dentro de cualquier proceso de justicia y reparación. Es, por decirlo de alguna manera, empezar por el principio. Los victimarios —guerrillas, paramilitares, fuerzas de seguridad del Estado— pasan a un segundo plano. El cara a cara es ahora con el campesino, el ganadero, el agricultor, el indígena, el negro, el menos favorecido; en últimas, con el colombiano que un día, atrapado en tierra de nadie, lo perdió todo por salvar su vida y la de su familia. O que murió en el intento.
La Unidad de Restitución de Tierras, creada especialmente para el estudio de los casos, calcula que serán entre 400 mil y 500 mil las solicitudes de restitución que recibirán en los próximos años. La idea es realizar un examen exhaustivo de las pruebas y emitir un diagnóstico lo más cercano posible a la realidad. Los primeros títulos de propiedad ya han sido entregados por el presidente Santos. La comunidad internacional se ha manifestado a favor de la medida. De hecho, algunos organismos han decidido acompañar el proceso y ayudar a encauzar los numerosos obstáculos que supone una Ley de tal envergadura, sobre todo si se tiene en cuenta que el conflicto no ha dicho su última palabra. Las armas siguen en alto. La sangre sigue corriendo. Y los muertos, como en Puerto Berrío, siguen bajando por los ríos.
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Más allá de las dificultades que el proceso de restitución implica (confrontación de pruebas, recolección de datos, análisis de testimonios, etc.), el principal enemigo de la Ley parece venir de las fuerzas secretas que esperan desde la otra orilla. Es decir, de los victimarios. «La mano negra», ha dicho el presidente Santos. Una mano que son varias manos. En el último año, más de cuarenta líderes campesinos, sindicales e indígenas que apoyaron abiertamente el proceso han sido asesinados. El más sonoro, quizá, sea el de Ana Fabricia Córdoba, abanderada de los desplazados en Antioquia y víctima como ningún otro colombiano de la tiranía de las armas: la guerra le arrebató la finca que había heredado de sus padres y sus abuelos en la región del Urabá, y cegó la vida de sus dos maridos y de dos de sus hijos. Hace exactamente un año —el 7 de junio de 2011—, tras varias amenazas contra su vida, fue asesinada en un bus de transporte público en el centro de Medellín.
La estrategia, denunciada por varios defensores de Derechos Humanos, consiste además en la compra de testigos y la obtención de pruebas falsas para no devolver las tierras. Los autores del sabotaje provienen tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda. La voluntad del más fuerte sigue intacta. Carmen Palencia, integrante del Movimiento Nacional de Víctimas, MOVICE, lo tiene claro: «Hemos documentado y denunciado que hay grupos que están tratando de hacer cualquier cosa para que la ley fracase», afirma.
Pero otros, sin necesidad de recurrir a las armas o de blandir amenazas, también han empezado a sabotear la iniciativa. Aferrados a la vía armada como única salida al conflicto, se han posicionado sin más en la otra orilla. Sus voces se alzan ruidosas, desafiantes, revestidas de una falsa sabiduría y un mesianismo retrógrado. Se trata, sobre todo, de aquellos sectores políticos que heredaron el respaldo del ex presidente Álvaro Uribe. Y el propio Uribe parece encabezar la lista. De hecho, tras criticar al gobierno de Santos por plantear salidas negociadas o eventuales diálogos con las FARC, se ha convertido en el principal opositor del que fuera su mano derecha. En el mismo tono han surgido voces como la de José Obdulio Gaviria, de la Fundación Primero Colombia, quien ha llegado al extremo de justificar su no adhesión a la Ley por considerarla una medida que se preocupa «demasiado por el pasado».
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Francisco Luis Mesa no selecciona los muertos que entierra. Para él, basta con que la corriente los expulse una mañana cualquiera. Todos tienen el mismo destino: el cementerio del pueblo. No ignora, sin embargo, el origen de unos cuantos. Por ejemplo, el de los 24 paramilitares y los 5 jefes de las Convivir que alguna vez pasaron por sus manos. O el de cientos de guerrilleros y soldados caídos en combate. Las distinciones pertenecen a la otra orilla. Aquí, en la suya y en la de los vecinos de Puerto Berrío, todos los muertos son iguales. Muertos.
—¿Hay alguna manera de unir las dos orillas? —pregunta, otra vez, mi colega española.
—No lo sé —respondo—. La corriente es cada vez más turbulenta y el río cada vez más ancho. Tanto, que es imposible divisar una orilla desde la otra. Se han ido separando con el tiempo. Y con los muertos.
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* Daniel Cristancho (Bogotá, 1984). Estudió Comunicación Social y Periodismo. En 2005 asistió a los talleres de Creación Literaria de la poetisa y novelista Piedad Bonnett en la Universidad de los Andes de Bogotá. Un año más tarde, su relato ‘La muerte del endriago’ ganó el primer premio del concurso nacional de cuento del Taller de Escritores de la Universidad Central (TEUC). Está radicado en Madrid desde 2008. Ha obtenido, además, el título de Máster en Creación Literaria de la Escuela Contemporánea de Humanidades, institución a la cual sigue vinculado. Actualmente se desempeña como reportero de la revista Toumaï de España y como lector editorial para el sello Alfaguara.