SORTEAR LA REALIDAD

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sortear la realidad

Por Manuel Gómez Angulo*

Surgió un silencio blanco

I

No hay manera. En mis intentos por esquivarla, la realidad se muestra más lista que yo, se hace corpórea, saca un brazo de nadie sabe dónde y me atrapa fuertemente con la mano. Una vez conmigo entre sus dedos vigorosos, paraliza mi imaginación y la aplasta con un golpe enérgico contra lo que podríamos llamar el lastimoso y triste suelo de lo cotidiano.

Para esa realidad de la que hablo y para la que, en modo alguno, cabe la posibilidad de una cierta visión fantasiosa o desenfocada de la vida que me permita respirar, huir de su perímetro acostumbrado, todo ha de moverse invariablemente sobre la superficie de una natural e implacable lógica.

¿Qué serían para ella esas extrañas figuras que se desplazan gelatinosas y que yo acierto a distinguir, a veces, con forma de paramecios o de borlas de cortina movientes, por el techo de mi habitación de insomne? Nada. No existen.

Tampoco existen los gnomos de color violeta brillante que, parapetados tras las puertas de mi armario de caoba, se burlan con su inagotable y desvergonzado ajetreo de mi pasmo nocturno.

Y, ¿qué decir de esos cinco enanos invisibles, viejos amigos, culpables de nuestros infortunios, quienes, según mi abuela, anduvieron desde siempre al acecho, con su sadismo indisimulado, dando brincos alrededor de la familia y jugándonos malas pasadas, durante toda la vida? Únicamente alucinaciones, extravagancias disparatadas de solitario desquiciado.

Esa realidad, en definitiva, no sólo es capaz de sumirme en la mayor de las confusiones (cuando no en el más fastidioso aburrimiento), aportándome una sensación de profunda postración que me abruma el cuerpo y me amarga el espíritu, sino que se muestra de una tenacidad a prueba de bombas y me impide como es natural determinadas fantasías, dedicarme a mi oficio.

—La realidad en la que te obstinas puede que no sea sino tu locura. La locura en la que se empeñan los demás es posible que no sea sino tu verdad —ignoro quién me largaría esas frases y como no tengo ni idea, me las quedaré, pues, como propias.

II

Lo que refiero es fácilmente comprobable. No hay más que ver que, en el momento en que a mi imaginación le da por florecer y decide emprender su vuelo desde mi interior hacia el exterior camino de una pantalla de ordenador o de un papel, aparece siempre, ya se verá, una ristra de enredos inmediatos, contra la que se tropieza o engancha sin remedio. Y puedo asegurar que ninguno aparece como casual.

De esa forma, conchabadas, pertinaces, llamando mi atención tal como lo haría un niño antojadizo y desconsiderado, concebidas por el entorno más desesperante, una tras otra, cada día, menudencias intrascendentes me traban lo bastante como para distraerme por completo de mi labor, paralizarme el pensamiento y mantenerme en el denominado sendero objetivo y verosímil de la creación.

Muy de mañana, es ese sol perturbador que penetra por la claraboya del techo, el que me despabila. Por ahí, sin ir más lejos, me llega una tormenta súbita de nubes negras, cuyos granizos, fucilazos y truenos golpean y atraviesan la más mínima rendija de las persianas y me sumen en el aplazamiento y el espanto. El incesante sonido de la campanilla de entrada delata la travesura de un cartero que para fastidiarme parece no querer moverse jamás de la puerta. De pronto, son las pitadas inmisericordes de la furgoneta del panadero a domicilio. En mi propia vivienda, oigo un televisor ajeno que se enciende, sin previo aviso, y traspasa con sus necedades intermitentes el tabique medianero que me separa de ambos vecinos. A mediodía, el recipiente en el que pongo cualquier cosa a calentar al fuego se pasa de tiempo, se evapora, se achicharra y se va al garete, en una alarmante humareda de asfixia. Hacia la tarde, un estornino se posa de repente en el descansillo de mi ventana de la primera planta y me mira engreído y vivaracho y me distrae con su burla y su brillante envoltura de fiesta. No sé, a horas intempestivas, hay voces airadas de gente desconocida al fondo de la calle arbolada de acacias sedientas, también un auto con una monstruosa y machacona música a todo volumen o una moto a la que un descerebrado acelera con ronco motor cuesta abajo, una confusa discusión familiar por alguna parte. Por las honduras del sótano, la bolsa del reciclaje de cartón amenaza con llegar poco a poco hasta el techo del garaje para luego venirse abajo en sonoro derribo. Y poco antes de dormir, los gritos de los basureros y su camión que se pierde a lo lejos o, por qué no, el grifo mal ajustado del patio, que deja escapar una gota de martillo durante toda la noche.

—Para eso se supone que está la pretendida realidad, precisamente, para impedir que te hundas en el abismo y recordarte a cada momento que no andas flotando por ámbitos peregrinos e inexistentes, que perteneces a un mundo concreto.

Eso no es ninguna máxima que parezca querer alcanzar la gloria literaria de los siglos, sino el comentario de un amigo pintor, al que hace unas semanas que no veo y al que invito a veces a casa para que se relaje por estas alturas, que en principio deberían rozar lo idílico.

Ante un almuerzo ligero y un vino menos ligero siempre es él el que habla. Se lleva siempre algo de casa, pero me temo que lo único que se haya llevado consigo hoy a su partida hayan sido los gemidos de los que hablaré más abajo.

—Nosotros, los pintores, somos en principio creadores de mundos que, ya previa y abiertamente, se nos mostraron o no visibles —mi amigo es dado a observaciones rotundas, certeras, categóricas, y no siempre sale en mi defensa—. O bien andamos huyendo todo el tiempo de esa misma realidad sin conseguirlo, claro; o lo que es peor, intentando acercarnos lo máximo posible a ella, con la frustración que eso comporta al final, pues siempre hay algo que se nos escurre entre las cerdas del pincel. Y es justamente ese pincel lo que procura por todos los medios amarrarnos a lo indiscutible. Nosotros nos dejamos llevar.

Le da un sorbo a su copa, la posa con cuidado, agarra un pepinillo del plato de cristal del aperitivo, lo hace brillar a la luz indirecta de la lámpara del salón, le da un mordisco y prosigue:

—Hace mucho que vengo por aquí. ¿Cuánto, diez, doce años? Y creo que los conozco lo suficiente como para hacerme una idea de cada uno de ellos. Míralos —y señala con el otro medio pepinillo la ventana que da al patio común—. Ahí los tienes, a tus vecinos. En principio, no cambian de vida ni de sitio. Han encontrado de qué ganarse el pan y ahí permanecen sin moverse de sus casas, agarrados a sus invariables ocupaciones. Observa a la de la esquina, esa jovencita ya crecida que baila sin parar delante del móvil mientras se graba para la pasarela de las redes sociales. O al hombre alto de la casa de al lado, con su hijo de otro matrimonio, seguramente harto de que le paguen mal por servir raciones y cervezas en terrazas sucias y atestadas de clientes maleducados. El calvo de la número 15, obsesionado por la fiesta, que vive de los subsidios y tiene algo estúpido que decir en las reuniones de comunidad. O el de la 23, que se ha construido ese garaje ilegal remozando su fachada como si fuera el mausoleo de Halicarnaso o una pintura de Arcimboldo. No hablemos de los recién llegados con su perro canela o de los de pared con pared con sus heridas, perfusiones, llagas, humores, excrementos, pañales y trasiego de vendas en el hospital —y apurando su copa, me compadece—. Créeme si te digo que te comprendo. Uno tras otro pueden resultar incluso ridículos en sus entretenimientos u obligaciones de nunca acabar, tan molestos, en algún caso.

Observo su vientre redondeado de dignatario complacido, su cara ancha y barbuda, expresión bonachona y nariz romana, cejas tupidas, un poderoso conjunto al que se agarran con nervio las luces y las sombras, justamente el abrupto rostro soñado por un pintor, un escultor, un fotógrafo o un director de cine. Si no fuera por lo que pinta en sus cuadros, mi amigo representaría a la perfección esa imagen de búdico artista satisfecho. Y presiento que va a soltar la conclusión sin descomponer siquiera los labios en una vibración.

—Nunca te he preguntado qué haces por estas faldas de la sierra. No quiero saberlo, tampoco. Entiendo que no te llegue para establecerte en otro sitio. Pero podrías intentar vender la casa y tonificar un poco la cabeza con un cambio de ambientes.

Él instaló su estudio en lo que fuera una antigua fábrica de ladrillos hace ya unos cuantos años, pero por la llanura, por una zona que linda entre las antiguas huertas, un agresivo polígono industrial y esas nuevas urbanizaciones sin personalidad construidas en las últimas décadas, una especie de monumento rojizo con una altísima chimenea lateral, que resiste en pie desde hace un siglo.

—Aunque bien mirado, no se está demasiado mal por aquí. Residir por las afueras y en las alturas tiene la ventaja del aire puro en sus elevaciones, cierta frescura nocturna y esa fácil recurrencia a la paz del entorno, justo a unos metros.

Es maravillosa esa luminosidad que penetra a diario, haga buen o mal tiempo, por el enorme tragaluz del techo del edificio medio abandonado en el que se desenvuelve en sus horas creativas y que hace flamear sus no siempre abigarradas pinturas, algunas de las cuales cuelgan de las paredes de mi salón.

—De buena gana, si viviera por aquí, agarraría caballete y arreos y me iría todos los días a manchar telas a la luz del sol. Si bien sabes que lo mío no es lo figurativo, algún destello de inspiración lograría robar con los óleos y el pincel para mis lienzos.

Me mira sin indulgencia y entonces sí que concluye con toda la razón, después de un nuevo y pausado sorbo de vino:

—Tú tienes cuaderno y bolígrafo o tu portátil, ¿por qué no te pierdes por el barranco, hacia el merendero, y pruebas de una vez por todas a escribir por ahí arriba? Si crees en la inspiración, ésta probablemente la encuentres por ahí, antes que pegado al patio.

III

Vivo solo. Soy, lo habrán adivinado, escritor a tiempo completo, en esas pausas que me deja mi condición de parado de larga duración, y acaso pueda saber medianamente de qué hablo.

Si alzo el bolígrafo —sí, el bolígrafo, porque se me ha estropeado este mediodía el ordenador y no pienso arreglarlo, por ahora— para escribir, la condenada realidad se me agarra a la mano y al papel como las ventosas de un pulpo pertinaz, y me insinúa con la severidad de un juez inhumano y la advertencia de su mazo suspendido en el aire, previa a una sentencia condenatoria, de que no debo, por mi propio bien de persona sensata, por mi propia salud mental, apartarme de sus fronteras.

Desde ayer, sin ir más lejos, la realidad le ha impuesto, como penitencia, como gruesa bola de hierro y su cadena con grilletes al vuelo imaginativo de mi fantasía, un perro. Ha sido en un día sin pájaros, de cielo plomizo en el que en horas de trabajo no había tampoco ruidos de motores, herramientas eléctricas o conversaciones, ni en las zonas comunes de dentro ni por la calle opuesta.

Se trata de la irrupción en escena del perro de la vecina. Aúlla. Ahora que lo pienso, confieso que lleva aullando desde hace un año, aunque parezca que lo acabo de descubrir en esa tarea cruel que las circunstancias le han impuesto.

Es un perro de esos de ojos claros, pelaje canela y vientre blanco, cola enroscada, exactamente igual a como yo los imagino en las novelas, películas e historias del Gran Norte, al enganche de las correas de un trineo, recostado sobre un espeso manto congelado, medio sepultado por él, mientras intenta calentar, en los fríos más fenomenales, a sus amos y exploradores extraviados y ciegos en la niebla de mármol.

La vecina lo tiene de huésped en el patio trasero de las zonas comunes de esta urbanización, a las que se accede por un portón metálico trasero, una especie de cajón que reverbera con cualquier retumbo, ya sea de fregado, arreglo o pintado, al que esas formas hundidas repelen, transforman y agrandan como si imitara el funcionamiento de una auténtica caja de resonancia.

Por él vaga el perro a su antojo, se refugia aburrido en el hueco de la escalera, rodea una escudilla de plástico amarillo llena de pienso seco color granate, se tiende pegado al muro que, entre dos ventanucos, da al sótano garaje y se pone a aullar. Durante sus largas jornadas de abandono y aislamiento, es su pasatiempo favorito. Y mi martirio.

Creo, por las conversaciones amplificadas que oigo a través del marco de la ventana que da a la calle, cuando charla a voces y sin recato, con la otra vecina de trenzas pelirrojas y despeinadas y mirada descreída que vive en frente, que se lo trajo de la casa familiar. Le he oído decir, asomada de codos en el alféizar, con sus hombros levantados y grasos, su pecho excesivo, que es en este momento preciso de su vida cuando el perro se encuentra feliz de verdad y no con su madre y que ella, con él, ha hallado el equilibrio de cuerpo y de mente que buscaba.

A saber qué o quién obligaría a esta pareja de recién casados, tranquila como vivía desde que compró la casa colindante, a buscar nada. Con qué objeto la joven tuvo en su día la bendita idea de arrancarlo de la compañía de su mamá y decidió traerse al animal.

Empiezo a sospechar que no arrancó nada de nada a nadie, sino que su madre, quizás atormentada y próxima al delirio por tanta queja ininterrumpida en un piso de cincuenta metros cuadrados, asió al perro del pescuezo y se lo arrojó encima como un insulto, como un pañuelo sucio de mocos —«ahora, te lo llevas»— del que, sin avenencia, deseaba deshacerse cuanto antes.

Y ahí está la criatura de cuatro patas, exiliada, en su soledad y canto continuos, para mi desesperación, cuando ella se ausenta, que suele ser todos los días, sin falta, desde las siete y media de la mañana a las ocho y media de la noche.

Ni que decir tiene, dicho sea de paso, que el perro no está bien criado. El caso es que cuando ella sale a comprar o a trabajar o a divertirse sola o con su marido y lo arrincona, el perro empieza con su imparable melopea.

Y cuando aúlla y espero una ayuda comprensiva, respaldo solidario de la comunidad de la que formo parte, los convecinos entornan los ojos, hunden sus cabezas entre los hombros, como al hilo de un fuerte aguacero, y lo cierran todo, puertas, cristaleras y ventanas, para intentar no escuchar al perro y evitarme a mí y mis encaros de recriminación. A mis preguntas de asombro, aseguran, además, con toda la insinceridad mojigata del mundo, que no lo oyen. Y eso que algunos de ellos trabajan de noche —sin ir más lejos estos otros de al lado, por largos pasillos de hospital, al cuidado y limpieza de enfermos desahuciados— y pretenden descansar de día. Ignoro, si lo logran, cómo lo conseguirán.

Y entonces yo, como un idiota, suelto el boli, empujo el sillón de ruedecitas hacia atrás con cierta irritación, asomo la cabeza y medio cuerpo por la ventana, echo un vistazo al cajón del patio de veinte metros cuadrados color rojo óxido, miro al perro fijamente y le chisto con fuerza para que se calle. El perro levanta la cabeza y me mira a su vez con esos ojos sin fondo, se tiende en el suelo de terrazo, aplasta la cara contra las losetas, pestañea hasta que aparenta dormirse y me obedece por un momento.

Pero nada más vuelvo al cuarto del ordenador, que no funciona, tomo papel y boli e intento escribir, el perro, cómplice de la realidad, vuelve a lo suyo, a esos lamentos lobunos, sin solución de continuidad, dilatados en el tiempo en unas dos notas, no más, e incrementados en potencia (me repito) por el cóncavo cubo rectangular del patio.

En cuanto da comienzo a su letanía, a sus tristezas de mascota desatendida, el perro me parece convocar a esas almas muertas recién confinadas en el purgatorio, cuyas agitaciones no encuentran su vía de escape, hacia abajo hacia el infierno o hacia arriba hacia el cielo y que a mí, como poco, me exasperan. Creo sin duda que las ve, a esas ánimas flotantes, y que no deja de verlas hasta que no regresa su dueña de donde sea para rescatarlo del patio. Igual está asustado.

Lo peor es que no puedo nada contra él. Este perro no es un perro cualquiera, un mil leches, un chucho bastardo o uno de esos cabezones y peligrosos perros de presa de boca ancha. Si así fuera, ganas me entrarían de bajar, al abrigo de miradas y cámaras de vigilancia, y agarrarlo del pescuezo para estrangularlo o echarle bolitas de carne con veneno hasta que desapareciera o, en última instancia, agarrarlo y arrojarlo por encima de la tapia para que eligiera un lugar apartado y, libremente, pudiera persistir en sus aullidos, cuanto más lejos, mejor.

Por desgracia, es un perro de raza, de un hermoso canela claro. Sus ojos son de un azul transparente y profundo a través del cual si uno fijara la mirada un rato en sus pupilas, en sus iris, vería el faldón coloreado de celeste cielo de un glaciar, el sol de medianoche o las mismísimas ventiscas frías que azotan la tundra.

«Pero, ¡qué digo!». Me paro en seco. Nada de cielos, nada de paisajes remotos, nada de nada. La realidad en forma de perro me ha pillado el punto débil y acaba de echarme de nuevo el guante hasta detenerme con uno de esos enérgicos aullidos subterráneos e inmovilizarme la mano.

Soy su prisionero, un prisionero al que nada se le deja porfiar en su favor, al que se le prohíben las metáforas más simples o las historias más penetrantes.

No sé si estoy empezando a venirme definitivamente abajo, pero no acierto a odiar como debería a ese animal, mucho menos a hacerle daño.

IV

Con ese concierto irracional, de la mañana al ocaso, que quizás esconda un lenguaje para mí indescifrable, evidentemente mi escritura no principia y cuando lo hace se bambolea, se tuerce y se retuerce, las palabras amenazan con salirse del folio y mis intentos por escapar al entorno son tan inútiles como intentar entender el hecho simple de la respiración o la indiscutible, continua y mecánica bajada de las pestañas para lubricar los ojos. Mi folio es, evidentemente, nieve perpetua por la que sin duda esas lastimeras llamadas caninas se deslizan a gusto y sin cesar. Mi cabeza de cabellos entrecanos se ha transformado en el cojín blando al que mis manos estrujan con fuerza sin que encuentren por ello alivio para su migraña.

Hoy en concreto, los aullidos han seguido de tal manera taladrando mis oídos que no he tenido otra opción que la de huir a la calle, con objeto de dejar pasar las horas por un sitio más calmoso y aguardar, desde lejos, la caída de la noche. Efímero subterfugio.

Así, con un libro bajo el brazo, a salvo ya de esa zancadilla impuesta ahí por la realidad, al menos por unas horas, he avanzado por el descampado poblado de almendros y, al calor casi primaveral de la sobremesa, a través de una profunda ladera plantada de cerezos ya con sus flores, he tomado un anchuroso desvío para dar un largo y relajante paseo junto al arroyo cercano. Me he sentado sobre uno de los escasos bancos de madera que lo escoltan, afortunadamente, sin gente y, en un silencio sólo importunado por los pajarillos y el fluir del agua entre las piedras, me he puesto a leer.

En cuanto ha oscurecido y la vecina ha regresado a su casa, ha cesado automáticamente el llanto maleducado del perro color canela claro, el de los ojos celestes o translúcidos. Y ahí estoy yo, libro cerrado bajo el brazo, llaves en la mano, a la puerta de mi casa adosada, con la puntualidad de un reloj suizo.

Nada más entrar, gano el pasillo, subo las escaleras, me meto en el cuarto, me siento en el sillón, agarro el boli y me pongo a la tarea de inventar, de poner en hilera una palabra detrás de otra. Pero entonces una nueva sequía creadora se presenta y, acto seguido, un terrible sopor me atenaza y, en mi mesa de enaguas vellosas, inicio una irreprimible tanda de cabezadas, casi me duermo.

Tras ese recurso pasajero e inútil del paseo, me doy, pues, por vencido, como cada día, y agacho la cabeza sin pensar siquiera en largarme a la habitación grande, donde ocupa gran espacio una cama de matrimonio, demasiado vasta para mí y para mi vida de divorciado y donde, de costado, intento dejarme llevar por el sueño, tras una cena frugal, y apagar la luz de la mesilla. No es que en ella no se oiga nada. Si cambio de habitación durante el día, amortiguaré el llanto del perro. Pero de noche, tendré que soportar a la familia de al lado, matrimonio de mediana edad y tres críos, su arrastre de muebles, sus airadas discusiones, sus habituales luchas contra la rutina y contra la impuntualidad y la desgana de sus hijos para ir al colegio o tomarse la sopa, sus jeremiadas sobre el trabajo en la clínica o la residencia de ancianos. Y eso tampoco me seduce.

V

Me muevo en la oscuridad. Tener las luces apagadas me relaja. En este instante, no oigo absolutamente nada. Todo el mundo parece reposar, al fin.

Si no he dormido, creo al menos que he descansado un poco y me he desvelado en la oscuridad relativa de la habitación pequeña donde el sueño me habría, en teoría, vencido. Pero siento en un momento dado que mis párpados, incluso estando cerrados, son transparentes —maldita imaginación— y presiento que, pese a todo, no estoy solo. Esa sensación, cada vez más acusada, se incrementa con el paso sosegado de los minutos.

Me parece como si en ese testero de en frente, que da a la casa adosada de la vecina grasienta, dueña del animal de mis tormentos y donde un día decidí no poner el armario de caoba por detrás del cual tienden a ocultarse esos gnomos desvergonzados y fosforescentes que se pitorrean de mi persona, se hubiese abierto de repente una imponente grieta. Vaya falsedad, vaya farsa tramposa en la que acabo de caer, por sequía creativa, por irritación, por agotamiento.

Alejando como bien puedo esas visiones, producto sin duda alguna de la impotencia, de la desesperación o de la necesidad, decido levantarme, pero no me muevo. Me veo agarrando el boli con el que me he quedado dormido, pero nada permite que me acerque a un papel, que rescate una mínima frase a la madrugada. En cambio, intuyo algo, como una presencia. Quizás sea eso lo que no me deja moverme, dormir o escribir, lo que me haya desvelado.

Es en un esfuerzo supremo cuando al fin me resuelvo y decido alargar tímidamente la mano. Noto, entonces, un aliento cálido y de familiar hediondez y, en el avance de esa mano, tropiezo con ese algo, que es como una especie de hongo húmedo.

Alcanzo y atrapo con rapidez y torpeza el interruptor y logro encender la lámpara de la mesita y allí, junto a la pared, lo veo, a mis pies, al perro de la vecina, con sus ojos azulinos. Eso húmedo contra lo que acabo de chocar era su trufa y él me mira fijamente y, con su mirada, me envía de inmediato el viento helado de la tundra o el del desierto antártico, de sus bloques de hielo flotante sobre un mar embravecido que ondea profundamente por el limpio cristal de sus iris.

Después de advertir todo eso, he creído que la miserable realidad iba a venir a irrumpir en este mundo, quebrar la ilusión, jugarme la mala pasada de la costumbre, un despertar súbito del sueño, una repentina e insistente granizada, el timbre que suena a la puerta a horas intempestivas, golpes en la ventana o el perro que se esfumaría sin más. Pero me he equivocado de raíz, nada de eso ha ocurrido.

Al instante, cuando he comprobado que no se ha movido de su sitio, se me ha hecho un nudo en el estómago al pensar que, como mínimo, el perro podría ponerse a aullar. Con la flaqueza de los tabiques baratos y siendo la hora que es, no hay que ser un lince para deducir que alarmaría a toda la comunidad, despertaría a unos y a otros, de dentro y de fuera, colocándome pues en una embarazosa situación, como poco disparatada y difícilmente explicable.

Sin un gesto, como digo, el perro ha permanecido inmóvil, casi estatua, en la misma postura con la que lo he sorprendido al encender la luz, respirando con la boca abierta, su fila de dientes aserrados al aire y, por encima, su lengua ladeada, que pende rosácea y mojada hacia afuera, atento a mi reacción sorprendida. Es como si me sonriera, por lo que poco a poco, he ido espantando la sorpresa y el miedo.

Así que me incorporo y dejo el asiento. El perro levanta las orejas, esconde la lengua en la boca, la cierra, traga saliva y apoya por último la mandíbula inferior en la mesa, sobre las enaguas aterciopeladas, con ánimo conciliador, de compaña seductora.

Con cierto cuidado y aprensión, me aproximo lentamente y le acaricio la parte superior de la cabeza. El perro se deja. Cierra soñador los ojos y, al abrirlos de nuevo, se ilumina, si es que los perros se iluminan.

A continuación, dejo la silla y me alejo de la mesa para despabilarme, para asentar los pies en el suelo, sentir que estoy vivo y no prendido a los alfileres de un mal sueño. Me dispongo a salir de la habitación. Y en cuanto lo hago, el perro se pone también en movimiento.

Cuando llego a la puerta, él anda a mis talones con algo más que mansedumbre o sumisión, algo que yo interpreto como afecto, agradecimiento, acomodo.

Al volverme instintivamente hacia la pared, si no me engañan los ojos, sigo advirtiendo como si una gran rendija se hubiera formado en ella y, sin disimulos, se fuera cerrando poco a poco hasta quedar en una mera cicatriz de yeso, que muy pronto acaba por desvanecerse.

VI

No es tan tarde como imaginaba. Apenas la una de la madrugada. No sé qué hacer.

Ni qué decir tiene que ya nada es lo mismo. El escenario ha cambiado por completo. No me encuentro solo, eso está claro, pero nada de eso me permite ponerme en serio al trabajo. Mi despertar, por el contrario, me pide movimiento, diligencia.

Tras una corta y firme reflexión, saltando sobre mis dudas, me decido a atrapar al perro de la correa que ya trae puesta y, en plena madrugada, tomar la tajante decisión de sacarlo a la calle. Es de entender que tengo que respirar, llenarme los pulmones de aire, aclararme las ideas, sentir la frescura de la noche en mi piel, saberme finalmente dueño de la situación, al fin y al cabo ni él se tiene que vestir ni yo tampoco.

Sin ruidos de llaves ni de puertas ni de pasos, subrepticiamente, bajamos la escalerita que da a la acera para luego cruzar la calle y perdernos ambos por una ladera de ginestas y olivos medio secos.

Un suelo agrietado nos llama desde su telón invisible, teñido ahora de negro, bajo un desparrame cenital de estrellas apretujadas que se libraron hoy de la luna y titilan por ahí arriba por el cielo, llamando la atención todas a la vez. Esa es la única ventaja de vivir por aquí arriba, la de huir en un segundo de las zonas habitadas y acabar de repente en plena naturaleza con el cielo nocturno por montera.

Sin que un solo vecino repare en nuestra presencia, recorremos unos cientos de metros, nos hundimos poco a poco en la noche y, en ese instante, surge la extrañeza que yo, como ser humano, experimento ante esos desiertos helados, la pincelada de bruma pegada al suelo gélido, las siluetas achicharradas por el frío de los árboles cuyas ramas parecerían raíces y sus torturadas raíces, ramas yertas, y se acentúan cuando estrecho entre mis manos ese cuello de cálidas pieles nórdicas y mis ojos se extravían en una caída hacia dentro, hacia regiones sin arboledas que vagan espaciadas por encima de la curva de la tierra, con esas montañas bajas limadas por los elementos, donde las crudas ventoleras raspan sus mesetas ingratas, en las cuales cualquier precipitación es rara, donde la nieve cubre su superficie durante todo el año y apenas se pueden vislumbrar manojos de hierbas perseverantes en un verano igual de seco, éste algo menos traicionero con puntuales brotes de apagadas flores silvestres, almohadillas que crecen en sus depresiones rocosas donde se protegen de la aspereza del medio, con apenas un punto más de calor.   Por esos lugares, todo está puesto a prueba. Es resistencia de flora y de animales perdidos, individuos aislados como las cabras de pelaje recio, las marmotas y ciertos pájaros insectívoros, ya en zonas más bajas.

Siento un frío paralizador pero sigo caminando para encontrarme rodeado de espacios helados entre los cinco y los cuarenta grados bajo cero. Mi cara a la que protege el vello cerrado de una espesa barba, que se resquebraja en capas de carámbanos acerados, anda casi oculta por una capucha de forros pardos a las que se agarra tenazmente la escarcha. He visto pasar, como figuras fantasmales, desconfiados zorros albinos con el rabo entre las patas, grisáceos lobos parientes cercanos de este perro al que tengo abrazado por el cuello, una hilera de caribúes abandonados a su suerte, ruidosos gansos de las nieves que vuelan en lucha perdida contra la ventisca y unos bueyes que parecen mesas camilla deshilachadas y a los que llaman almizcleros, algún punto negro que flota y se convierte con su aleteo inconstante, mareado por el viento, en un cuervo.

El verano se me ha pasado con enorme lentitud bajo un sol de veinticuatro horas que no dejará de anunciar con su pesadez desfallecida la noche entera del gran invierno, en esa tundra en la que todo se aferra a la vida con bravura, soslayando las duras condiciones de subsistencia. Ahí hay una elevación, un glaciar, río de hielo encajonado que va camino de un lago entumecido en el que intenta verter sin éxito sus poliedros celestiales y algo más abajo, veo abetos raquíticos agarrados al permafrost y pidiendo ayuda a ese sol que se vuelve amoratado en su caída por los embates de los ventarrones, tímidamente anclado por el horizonte, sin decidirse aún a una huida completa.

Yo soy quien se mueve por esa solidez de lo eterno. Ahora estoy descendiendo. Y aunque el escenario parezca cambiar, nada lo hace de verdad. Busco y encuentro por esos parajes una tregua en la taiga y observo cuadrículas de coníferas, escaques de esos árboles que son los que mejor soportan por estas latitudes las condiciones atmosféricas de su hábitat. Su suelo, que por partes no está helado y es de podsol, ocupa una franja enorme que recorre todo el hemisferio y no entiende de fronteras, de lenguas o de razas. Noto la humedad y su frío cada vez más intensos, el clima extremo, lo riguroso de sus temperaturas, los suelos de turba por los que al andar unos pasos me hundo con mis botas gruesas, hasta la mitad de las pantorrillas, en su mullido colchón pantanoso.

Tampoco llueve mucho por aquí, que digamos. Más abajo aún, algo más hacia el sur, encuentro árboles caducifolios. Y mientras el bosque se hace mixto, tropiezo con abedules, olmos, sauces, charcos infestados de nubes de mosquitos voraces, extensos marjales que sombrean sus asientos con un líquido medio cuajado del color del plomo. Qué vida tan dura para esos animales que huyen ante mi presencia como el oso, el reno, el ciervo, el alce, esas aves migratorias que cambian de plumaje para fundirse en su blancor durante el invierno, como los búhos.

No me he soltado del perro en ningún momento, temiendo caer en el vacío níveo y terrible que me rodea. Un montón de provisiones, raquetas, calzado, guantes, espesos ropajes nos acompañan, y no he dejado de oír todo el rato el roce acuchillado de los patines arqueados de un trineo a través del crujiente lamento de esos hielos perpetuos que, bajo el sonrojo verde claro de una aurora boreal, resplandecen inmutables.

VII

No sé qué me pasa. He vagado con el perro por este sequío de retamas ralas y ondulaciones propias de un pizarral inhóspito hasta que se nos ha ido la noche y nos hemos encajado en la madrugada. En mi nuca, una especie de estremecimiento.

No he visto pasar el tiempo. La propia noche se me ha esfumado a ojos vista. No puedo explicar a dónde ha ido a parar. Tampoco quiero pensar en lo que me haya podido ocurrir. Ha de ser por fuerza un espejismo más de los tantos prohibidos por esa dictadura de lo acostumbrado a la que mi seso alucinado ha escapado como por milagro. Luego me sentaré para reflexionar con calma sobre todo lo sucedido, mientras, a salvo de miradas, se me permitirá acariciar al perro, apoyado sobre mi antebrazo, en el cuarto pequeño.

Casi ha amanecido. De regreso a la fila de casas, ya muy cerca, tengo la impresión de que hay un cierto alboroto por la urbanización.

La policía acaba de llegar y ha aparcado pegada a la cancelita de entrada de la vivienda de la vecina, sobre la acera, para no impedir el paso de la gente que en sus vehículos baja la cuesta hacia el centro de la ciudad en horas de trabajo. Como un horno que todavía guarda el calor de lo recién cocinado, su auto tiene puestas esas luces de atracción de feria que tanto le gusta lucir para hacer ver que algo anormal ocurre, que acuden a cumplir seriamente con su trabajo e intentan civilizadamente volver a encajar ciertos hechos que se dislocaron en su sitio.

Desde donde estoy, oigo las voces acaloradas, de irritación incontenida, de la joven vecina, grasienta, sudorosa, metomentodo. Está en bata, de un estampado tan llamativo como horroroso. Les grita angustiada a los agentes que se le ha desaparecido el perro de ese cajón de resonancias que es su patio. Que no sabe cómo ha podido ocurrir. Está segura de que se lo han robado o de que, solloza, le ha ocurrido algo aún peor.

Los agentes le dicen que se calme, que modere el tono de voz y que lo refiera todo desde el principio, que ellos se encargarán de redactar el informe de denuncia y de practicar las pesquisas necesarias. Ante todo, tranquilidad.

Y los tres se pierden luego por el interior de la casa.

Un racimo de otros vecinos los acompaña un poco desde la distancia, algunos apostados en las ventanas inferiores enrejadas de color verde carro, unos cuantos más asomados a los dormitorios de la primera planta. Esas cosas despiertan la curiosidad de la gente acostumbrada a ver escándalos solamente en la pantalla de un televisor. Algo tendrán que contar en sus lugares de trabajo durante la jornada.

Yo pienso en multitud de cosas. Una me da pánico. El perro puede empezar a aullar en cuanto oiga las voces familiares de su dueña y me sea así imposible explicar qué hago yo con un animal que no me pertenece, de la correa y a mi lado. Y me sorprendo en un gesto instintivo: me corro un poco por detrás de una espesa retama para disimularme y disimularlo.

Otra me dan más miedo todavía: esa aparición súbita e inesperada del perro en la oscuridad, su atrevimiento al presentarse en mi cuarto, la cuestión de qué hace conmigo, por qué lo está y, en especial, esa desconfianza mía en las paredes de papel que dividen las casas.

Y, finalmente, en la noche cerrada, la razón por la que he visto cosas que jamás vi en mi vida —¿qué tendrá que ver en todo esto el brillo glacial que fluctúa por sus ojos?—, aunque la realidad sonora del suceso vecinal siga ahí para, ya bien despejado, impedirme pensar y aclarar esos, llamémoslos, prodigios.

Como quiera que sea, no tengo ni explicaciones ni respuestas y el perro de iris azules y color canela claro, de cola fuerte y enroscada, continúa junto a mí, con las orejas tiesas y la vista fija desde la distancia en su dueña, en la policía, en los vecinos de la comunidad y de las viviendas de la parte de arriba que han acudido al bullicio o en el auto de las luces rojo azuladas que giran sin cesar y que son la rúbrica que señala que la autoridad acude a los atropellos y a las fechorías y cumple con su labor de servicio y protección.

Pero el perro no ladra, no aúlla, no esboza ademán alguno. Este perro es poco expresivo (tampoco le hace falta) como todos los de su raza, porque es precisamente de buena raza, costosa, de tiro, serio, siempre concentrado en sus tareas, y no de por aquí, sino de uno de esos lugares a los que la realidad de la mañana no me consiente que nombre.

Además y volviendo a ese otro asunto importante, por mucho que lo intento no soy capaz de recordar, ahora mismo en que regreso con el animal hacia la casa y me frena lo que presencio, a dónde ha ido a parar la noche, qué fue de esta noche recién concluida, con sus sombras y sus rumores acrecentados, el frotar de los élitros de los insectos, los cantos aflautados o algodonosos de las aves nocturnas, los olores primaverales a la flor del cerezo, la calidez del terreno reseco y sus hinojos y árgomas, los acebuches, algún pino de acículas ralas, la del cielo limpio y gaseoso claveteado de estrellas y planetas, lucecitas coloradas de aviones de paso. Qué ha sido de esta noche en la que me encontré cara a cara con el animal que parece haberme rescatado de mi torpeza creadora, distraído de la hambruna intelectual en la que me encontraba. ¿A dónde habrá ido a parar?

Es temprano, por supuesto, y la vecina no cesa de pie por el salón en su conversación airada con la policía, que anota y deja girar libremente las luces rojas y azules de su auto tatuado de enseñas oficiales y letreros, aparcado sobre la acera. Cuando reaparecen los tres a la puerta, la oigo terminar una frase a una pregunta que le hicieron en el salón:

—No estoy muy segura —afirma— de si en ese momento andaba por el cuarto pequeño de arriba o había salido al patio. Estaba distraída con la cena.

Y a otra pregunta suelta de los uniformados:

—Sí, instalaron cámaras de vigilancia, hará poco más de un año, en las zonas comunes de la urbanización.
—Siendo así, no se preocupe. Tendremos acceso a ellas para ver qué ocurrió desde anoche con su perro. Si alguien penetró en su propiedad, lo sabremos. Si alguien lo secuestró o le gastó una broma y lo soltó por las calles, no le quepa duda de que le echaremos el guante y recuperaremos al animal. Todo tiene solución.

Entonces, la vecina se serena un poco y calla momentáneamente con lágrimas en sus ojos enrojecidos, con su horrenda bata, mientras la gente, perdido el interés inicial que despertaron los gritos y las luces giratorias, empieza a perderse por las ventanas, a dispersarse por la acera y por la calle.

Y cuando todos se han largado y desaparecido de nuestra vista, cerrado sus puertas, partido el coche patrulla, el sol asoma en más de una mitad de su arco incandescente por las colinas cansadas, alumbra enteramente los tejados y nos baña en pura calidez, al perro y a mí.

En ese momento preciso, he recogido la correa, he aupado al perro a mis brazos y, muy aprisa, a la carrera, con su bocaza abierta y su colgante lengua en un balanceo, y me he aproximado a mi casa. He abierto la cancela, he bajado la rampa, he accionado el portón automático, me he metido por el garaje y me he refugiado en su interior, sin un ruido, sin que me viera nadie.

VIII

Hace unas semanas que he mandado reparar el ordenador —un chico vino a recogerlo a primera hora de la mañana de un jueves y me lo devolvió en perfecto estado al día siguiente, tras el almuerzo— y he olvidado obviamente el boli y encajonado el paquete de folios en una gaveta del escritorio. Ahora tecleo aprisa y con inspiración y sin descanso.

En el disco duro, se amontonan las historias. Son escritos que refieren relatos de las más apartadas lejanías, de los polos, de exploradores sin suerte y de balleneros que cabecean hasta casi zozobrar ante la inclemencia de los elementos, de rompehielos varados durante años en bloques enormes y sólidos de hielo, enfebrecidos buscadores de oro, aventureros perdidos en la nevisca, gigantescos témpanos flotantes al vaivén de las borrascas, osos blancos y morsas asustadas de cuyos colmillos combados se sirven como muletas al escapar de sus garras, inmensos ríos helados y navíos encallados en desérticos casquetes blancuzcos fustigados por el vendaval, quizás también de nuevos prometeos perdidos por sus planicies congeladas.

Como es natural, he adoptado definitivamente al perro o, si se prefiere, él me ha adoptado a mí. Ya no pertenece a mi vecina ni mira para su casa ni creo que la recuerde o se le ocurra volver con ella.

No pienso desprenderme de él. Tiene su comida, de muy buena calidad. Nunca lo dejo en la estacada ni lo saco al patio, que es su purgatorio. Y parece feliz. Han cesado sus aullidos, como si en verdad hubiera venido a buscar mi compañía por deseo expreso, a rescatarme conscientemente de la realidad y a hacer que la olvide en el cajón con los folios. Así que cuando me da por sortearla y descansar la mente, nada me distrae. Intento y logro penetrar en esos otros mundos que él parece proponerme y creo que para ello sé bien lo que tengo que hacer.

De lo que no cabe duda alguna es de que me habla, sin parar, el perro. Me habla sin soltar un gruñido, una palabra, un aullido, a través de sus ojos maleables de cristal licuado, y yo escucho con atención sus relatos de ríos de gente a la búsqueda del adictivo oro, de manadas de lobos hambrientos que recorren la taiga en sus cacerías, de hombres y mujeres que se abandonan, se roban o se matan unos a otros por esas soledades o se extravían por el horizonte y mueren intentando encender una hoguera bajo un árbol nevado con la última de sus cerillas, de la pesca de las focas y del hambre de las orcas gigantes que las persiguen, de pesadísimos arpones, de toboganes gélidos por los que se deslizan las aves marinas, de copos como puños, de frío cósmico, espacial…

Sin embargo, ahora, al mismo tiempo, ha dado comienzo lo que podría haberse convertido en otra pesadilla. A quien oigo aullar desgarradoramente a través de las paredes de papel y durante horas, en la habitación de al lado, cuando regresa en la noche de su trabajo, o a través del patio, mientras alterna sin parar cigarrillos y copas, sin el consuelo de su marido presente o ausente, es a su dueña.

Lleva semanas en esa actitud, justo desde que la policía se vio incapaz de desentrañar el misterio de la desaparición del perro. Pero esos lamentos, humanos, esta vez, de hecho, me importan poco. He aprendido a obviarlos. En nada me distraen de la pantalla del ordenador, de los ojos del perro que se perdió hasta mi casa y no me atrevo a decir que a través de la inconsistencia del flaco tabique medianero, porque podría hacerme acreedor a uno de esos rotundos calificativos mentales que nunca han sido de mi agrado.

Precisamente, cuando ella sale al patio para sentarse sobre los escalones que bajan a esa caja de resonancia color rojo tenis, en esas horas profundas de oscuridad insondable, con su bata de espanto y sus quejidos, es cuando por la puerta opuesta, me pierdo como un furtivo, con sumo cuidado, con mi perro (sepan comprender el matiz de ese posesivo). Es como si sonara la hora del paseo cotidiano, el momento de escapar de todo aquello que nos rodea, prosaico y sórdido, patios, vecinos, vehículos, ruidos inopinados de platos y de cubiertos, pitidos de móviles, voces, gritos de niños, rutina diaria, siempre a la búsqueda de mil estímulos distintos, llamémoslos boreales.

Desde que se presentó en casa el animal y me ofreció otros mundos, ya no me duele la cabeza. No les temo, no les presto atención, se podría decir, ni a las figuras enmarañadas que se pasean por el techo ni a los recalcitrantes gnomos de la cómoda ni a los enanos invisibles.

Como medida preventiva, para cubrirlo —nunca se sabe qué pudiera ocurrir en un futuro inmediato—, he tenido que colocar de nuevo el armario de caoba parapetado contra el testero grande de la habitación, ese mismo por el que un día pareció abrirse una grieta y de la que no sé qué pensar, si realmente se ha hecho posible todo esto. De cualquier modo, hay cosas que forman parte de un pasado, muy reciente, pero pasado a fin de cuentas y lo mejor que se puede hacer es enterrarlo cuanto antes.

Estoy deseando la visita de rigor para hablar de arte, tomarnos un vino y cenar en casa, con su rostro bonachón y vientre satisfecho, de mi amigo el pintor. No me creerá cuando le cuente este aleatorio y repentino episodio que ha posibilitado, como por milagro, mi redención como persona y como escritor, hasta que no compruebe que al fin tengo compañía y observe, con sus propios ojos, aquí en mi propia casa, a este perro color canela de cola enroscada, ondulante silueta y líquida mirada.

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*Manuel González Angulo, nacido en España. Es licenciado en Filología francesa por la Universidad de Sevilla y de Hispánicas por la de Granada. En esa misma ciudad inició estudios de Traducción. En la Universidad de Lyon (1983-1984) cursó el último año de Licence ès Lettres, en cuya Escuela Superior de Ingenieros, asentada en Saint-Étienne, ejerció como lector de español. Profesor emérito del IES Padre Suárez de Granada, se dedica a la escritura y a la traducción desde hace años. Colabora con las revistas en línea El coloquio de los perros, Caocultura y el Boletín de las Buenas Letras de Granada, con crónicas y artículos de viaje, ficción y reseñas de escritores francófonos. Con 23 años, fue premio Alcotán de relatos (revista de efímera existencia). Publicó en 2003 un libro memorialístico De memoria (Tréveris) y dos traducciones del periodista, espía y aristócrata francés Xavier de Hauteclocque, también en Tréveris: la primera parte A la sombra de la cruz gamada (2019) y la trilogía completa (2023). Su libro El arte de la fuga de Christian Bobin se encuentra en proceso de publicación por parte de la editorial Gallo de oro.

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