Por Carlos Alberto Velásquez Córdoba*
Digan lo que digan los sociólogos, no se puede negar que el término «desechable» sí se aplica a algunos indigentes. Si no, mire mi caso. Déjeme le cuento mi historia y al final entenderá mi punto.
Jamás se imaginaría cómo llegué a las calles. Si me hubiera conocido usted, hace veinte años, me habría tomado por el gerente de una compañía. Bueno, eso era lo que yo quería llegar a ser.
Comencé como un ejecutivo joven que se esforzaba en trepar peldaños en una empresa de inversiones. No era difícil hacer que mis jefes notaran que yo era el que sobresalía del grupo. No sólo era apariencia, también fue un arduo trabajo para lograr escalar puestos. Había comenzado como encargado del archivo y lentamente fui avanzando en la empresa. A pesar de que mi sueldo inicial no era muy alto, siempre trataba de verme como un hombre exitoso; trajes elegantes y corbatas de seda, zapatos bien lustrados y relojes finos. Así fue como conquisté a mi esposa. Ella también trabajaba en la misma compañía. Decía que lo que le gustaba de mí era que yo era un hombre que sabía muy bien a dónde quería llegar. Me casé con ella cuando fui ascendido al cargo de analista de cuenta.
Cuando me nombraron coordinador de área, sabía que lograría mi objetivo de obtener al menos una subgerencia de una sucursal. Con el nuevo salario mi esposa dejó de trabajar y se dedicó al hogar.
Me instalaron en una oficina individual, con una gran ventana al patio central. Tenía una secretaria a la entrada, que se encargaba de enviar mis cartas y recibir la correspondencia. No era una oficina lujosa, no. Tan sólo era un espacio de unos pocos metros cuadrados con un escritorio y sendas sillas de madera. Completaban el mobiliario dos archivadores, que se podían ver desde afuera a través de sus paredes de vidrio. Quedaba al frente de los cubículos de los analistas por lo que si quería privacidad, debía bajar las persianas. Soñaba con que algún día tendría mi oficina en el último piso, con paredes de concreto, enchapadas en madera, un escritorio más lujoso, sillas de cuero, y sobre todo, un ventanal grande con vista hacia el parque.
Mientras lo lograba, disfrutaba mi empleo y trataba a toda costa de cumplir todas mis tareas. Todos los días llevaba trabajo a mi casa con la esperanza de que los jefes vieran en mí a un hombre confiable y ambicioso. Llegaba más temprano que todos en la empresa y era de los últimos en irme. Durante la jornada sólo sacaba un tiempo para comer algo o ir al baño.
Recuerdo muy bien un día que estaba en el lavamanos cuando me percaté de que una de las celosías del baño estaba quebrada y miré a través de ella. Vi mi oficina al otro lado del edificio, en el séptimo piso sobre el patio central. Nunca se me había ocurrido mirar por la ventana del baño y no había visto cómo se veía mi puesto de trabajo desde allí. Entonces, vi una sombra que se movía en mi oficina. Casi nunca subía completamente la persiana al patio y ese día la había dejado arriba. La sombra iba de un lado para otro. A pesar de la distancia que me separaba de la oficina, pude distinguir muy bien que se trataba de la empleada del aseo que había entrado a organizar un poco el lugar como solía hacer todos los días. Me hice un memorándum mental de no volver a dejar arriba la persiana mientras estuviera en la oficina o correría el riesgo de que cualquier persona pudiera espiarme desde cualquier sitio que tuviera acceso al patio central.
A partir de entonces, cada que entraba al baño miraba furtivamente mi lugar de trabajo. Empecé a dejar conscientemente la persiana elevada cuando salía de la oficina, para verla desde otra perspectiva. A veces veía a la secretaria dejarme algún papel sobre el escritorio, otras veces al personal del aseo recoger la papelera llena de borradores de cartas y otros documentos destruidos. Si alguien husmeaba en mis cajones, fácilmente yo le vería desde la ventana del baño.
Poco a poco, en cada ida al baño me quedaba unos minutos más de lo necesario mirando por esa ventana. Incluso comencé a ir con más frecuencia. Allí solía imaginarme a mí mismo sentado al escritorio leyendo los reportes, revisando las cuentas o escribiendo los informes. Me gustaba visualizarme desde allí y soñaba con tener un doble que hiciera mi trabajo en tanto que yo me demoraba largos minutos haciendo pompas de jabón mientras me lavaba las manos.
Imaginaba lo gratificante que sería si al salir de la oficina, entrara un «alter ego» y se pusiera a hacer mi trabajo mientras que yo me tomaba un descanso o me iba a mi casa a tomar una siesta. Soñaba con que al regresar ese «yo» me entregara todos los informes listos. Por supuesto, soñar es un gusto que cualquier persona y de cualquier condición puede y debe permitirse.
Un día pasó algo que me asustó. Estaba frente al orinal cuando a través de la celosía me pareció ver en la oficina un hombre de traje que se sentaba al escritorio y comenzaba a digitar algo. Sólo cuando pude acercarme a la ventana pude constatar que había sido una ilusión óptica. No había nadie en ella.
Dos o tres días después volví a verlo. Esta vez me estaba secando las manos, por lo que pude acercarme a la ventana. Abrí un poco más la celosía y casi caigo al suelo. Era la imagen de un hombre exactamente igual a mí. Tenía incluso el mismo pantalón gris que tenía puesto y la misma camisa blanca con las mangas dobladas en los antebrazos. Salí rápidamente del baño y corrí hasta mi oficina. Al llegar, todos los analistas levantaron sus cabezas intrigados al ver mi apuro —es que creí escuchar mi teléfono— me disculpé. A través de los ventanales era evidente que no había nadie adentro. Nada faltaba en la oficina. Estaba tal y como la había dejado.
A partir de entonces, cada que salía dejaba la persiana al patio central abierta con la esperanza de volver a ver aquel intruso. Unas semanas después, en un momento particularmente difícil porque era cierre de mes y debía entregar un informe gerencial, salí unos minutos de la oficina a comer algo. Al regresar vi que el informe en el cual ya estaba formulando mis conclusiones había sido terminado y reposaba impreso al lado del teclado. Supuse que lo había terminado mi secretaria. Revisé las conclusiones. Mejor no había podido hacerlo yo. Cuando la secretaria entró a archivar unos documentos, le agradecí.
Ella me miró extrañada, y me dijo que no había sido ella quien lo había terminado. Era algo muy sospechoso. Quien hubiera sido, había redactado el texto como yo solía hacerlo. Tenía las ideas que me habían surgido mientras elaboraba el informe. De algún modo había leído mi mente. Incluso había planteado unas ideas adicionales que ni siquiera las había contemplado.
Inquieto, no me levanté del escritorio en el resto de la mañana.
Al medio día antes de ir a almorzar pasé por el baño y ahí fue cuando vi por segunda vez a mi doble en la oficina. Tenía la misma ropa que yo. Desde la ventana pude ver cómo sacaba unos documentos de un cajón, los ponía sobre el escritorio y se sentaba a digitar algo en el computador.
Nuevamente corrí a la oficina atropellando varias personas en el pasillo. Al llegar, ya todos habían salido. Los empleados estaban en su hora de almuerzo por lo que no había nadie a quien le pareciera sospechoso mi proceder. Entré a la oficina. Miré bajo el escritorio por si acaso se había ocultado allí.
Yo era la única persona en el lugar. Sobre el escritorio estaba el reporte de ingresos y egresos del mes. En la pantalla del computador vi que habían diligenciado las casillas correspondientes a los meses que necesitaba entregar. Sólo faltaban unos cuantos datos. Alguien estaba haciendo mi trabajo. Y el condenado sabía cómo hacerlo.
No fui a almorzar. Preferí quedarme terminando el cuadro de ingresos y egresos que debía entregar y cuando llegó la secretaria le pedí que me ordenara un sánduche en el sitio de la esquina, bajo el pretexto de que tenía mucho trabajo y había decidido no salir.
También le pedí que llamara a un cerrajero. De un momento a otro me había parecido peligroso tener los cajones del escritorio sin ningún tipo de seguridad.
Esa tarde alrededor de las cuatro, no aguanté más. Debía salir a vaciar mi vejiga. Dejé convenientemente todas las persianas arriba y me dirigí al baño.
Mientras estaba desocupando mi vejiga, volví a verlo por entre las celosías. Tan pronto pude tomé mi teléfono y llamé a la secretaria.
—Rita, ¿quién está en mi oficina?
—Pues usted, don Jorge.
—No. Allá hay alguien más.
—No señor. Está usted solo, desde aquí lo veo por el ventanal, a propósito, ¿por qué me está llamando desde el celular?
Sentí una cosa muy extraña. Efectivamente mi doble estaba sentado en mi escritorio, con una mano cerca a la oreja. Aparentemente estaba usando su teléfono celular.
—¿Don Jorge…?, ¿don Jorge…?
Quedé mudo. El personaje de mi oficina se había levantado y me miraba desafiante desde mi propia ventana. Creí ver a lo lejos una sonrisa a la vez que con su mano me hacía un gesto de saludo.
—¿Don Jorge… se encuentra bien?
Fue lo último que escuché en el celular antes de que la llamada se colgara. A través de la ventana vi que mi secretaria había entrado a la oficina y aparentemente conversaba con mi doble.
Intenté llamarla para advertirle, marqué al número privado de la oficina con la esperanza de que fuera Rita quien contestara, pero un problema de señal no dejó que la llamada saliera.
Nuevamente corrí a la oficina. Al llegar Rita ya estaba en su escritorio. Me miraba de forma extraña.
—Don Jorge, ¿seguro que no quiere que le llame un médico?
—No. Claro que no. Con quién estaba conversando usted hace unos minutos en la oficina.
—Pues con usted, don Jorge… Me está haciendo asustar…
—No. No era yo.
—Claro que sí. Usted me llamó desde su celular a este teléfono y me preguntó que quién había adentro. Por eso entré a hablar con usted… Me pareció raro.
—¿Y, yo qué le dije…? Cuando usted entró a hablar «conmigo», ¿yo que le dije?
—Que simplemente, era una broma. Hoy está usted muy raro…
—¿Cierto que sí? Estoy pensando que mejor debo ir a que me revisen. No me siento nada bien.
Y era verdad. Me sentía mareado. ¿Sería que me estaba enloqueciendo? Esa noche llegué a la casa mucho más temprano de lo que acostumbro. Le conté a mi esposa lo sucedido y me dijo que a lo mejor era cansancio. Estrés. No le dio mayor importancia al asunto.
Dormí mal y al día siguiente me reporté enfermo. Le dije a Rita que consultaría al médico y que no iría en la mañana.
Fui a trabajar a las dos de la tarde.
—Rita, ¿hubo algo importante esta mañana?
—No señor, ya envié los informes que usted me entregó antes de irse a almorzar.
—¿En la mañana?
—Sí, claro. Me alegro de que finalmente hubiera venido a trabajar. Que tal que usted no hubiera estado aquí, cuando vino el doctor Urdiola.
—¿Urdiola estuvo acá?
—Jefe, ¿de verdad se siente bien?
—Es que yo esta mañana no vine
—Claro que vino, usted me llamó y me dijo que iba a ir al médico y al rato se apareció diciendo que ya estaba bien. ¿Acaso lo olvidó?
—Y Urdiola, ¿qué dijo?
—A mí, nada, pero parece que iba muy contento con lo que ustedes hablaron.
Cuando entré a la oficina, quedé más preocupado aún. A pesar de haber cambiado las cerraduras de mi escritorio, mi doble parecía tener copia de las llaves. Tenía acceso a todos mis cajones. Sobre el escritorio había unos documentos que guardaba en la gaveta inferior. El cerro de cuentas por revisar que había estado posponiendo, estaba en el lugar de «revisados» y tenían mi firma como visto bueno. Y ERA MI FIRMA.
Quien estuviera suplantándome, lo hacía muy bien.
Al finalizar la tarde, recibí una llamada de la secretaria del doctor Urdiola. El presidente de la compañía quería hablar conmigo.
—Doctor Urdiola, ¿cómo le va?
—Muy bien, Martínez, muy bien… Oiga, me quedó sonando eso de sacar un nuevo producto para los universitarios. Como lo llamó usted, ¿plan Universia?
Esa fue la tapa. El plan Universia era una idea que había tenido yo hacía varios años y consistía en comprar unos locales pequeños tipo taberna o discoteca, muy discretos. El negocio consistía en buscar socios universitarios que compraran un paquete de acciones a un bajo precio, digamos un millón de pesos. Con doscientos universitarios se tendría 200 millones de pesos, capital suficiente para dotar y mejorar el sitio. La parte interesante era que, si un universitario era «socio» de una discoteca, todas las reuniones de universitarios las harían en «sus negocios».
Era una propuesta que no tenía pérdida. Se contaba con socios que no tenían que poner mucho capital. Y eran socios que generarían un flujo constante de clientes. Yo quería desde hacía mucho tiempo proponer esa idea, pero no se habían dado las condiciones. Además, quería cierta participación por la idea ya que no contaba con mucho capital para invertir.
—Vea Martínez. Prográmese este domingo y vamos a jugar golf. Me quedó gustando eso de que nuestra empresa tenga al menos el treinta por ciento de la participación en el negocio. Por supuesto, tenemos que hablar sobre el porcentaje con el que usted entraría. Eso del veinte por ciento por dar la idea es un poco alto, pero me gustaría escuchar esas otras ideas que usted tiene.
Le respondí que sí. Que nos veríamos el domingo a las ocho de la mañana en el Club. Colgué y comencé a temblar. No le había dicho a nadie del proyecto. Lo venía incubando por bastante tiempo. El nombre de «Universia» se me había ocurrido hacia poco y nadie lo conocía, excepto yo.
No me quedaba la menor duda, era un clon perfecto el que me estaba suplantando. ¿Y si había sido el poder de mi mente el que había creado un ser de la nada capaz de suplantarme y hacer más productiva mi vida?
Eso sonaba de locos, pero la evidencia era contundente. Estaba sucediendo.
Al domingo siguiente fui a jugar golf con el presidente de la empresa. Me sentía extraño. Era la primera vez que jugaba Golf y se lo hice saber al doctor Urdiola y a sus socios. Rieron conmigo y me aceptaron como uno de ellos. Hablaban de caballos, de yates, de viajes, de los gastos exorbitantes de sus esposas y sus amantes y yo pensaba que sería bueno irme acostumbrando a ese tipo de vida. Esa había sido mi meta todo el tiempo.
Entre hoyo y hoyo fui explicando mi idea y Urdiola y sus socios escuchaban y hacían preguntas sobre cómo funcionaría el proyecto. Al final Urdiola, a solas, me confesó que había pensado en mí para el cargo de gerente de cuenta.
De regreso a mi casa, me sentía agradecido con mi doble por haberme dado la oportunidad que tanto había esperado.
¿Qué le puedo decir? Cada vez mi doble aparecía más por la oficina hasta el punto de que yo a veces me ausentaba por horas sin que nadie se percatara de ello. Bastaba con dejar una nota en el escritorio, o dejar un informe empezado, y al volver a la oficina el trabajo estaba hecho.
El ascenso fue efectivo en pocas semanas. Me trasladaron dos pisos más arriba, y me dieron una oficina más espaciosa. Pedí que me dejaran llevar a Rita conmigo. Aparentemente se entendía muy bien con mi doble hasta el punto de no sospechar que éramos dos personas distintas.
Mi rutina por mucho tiempo fue llegar a la oficina, planear el trabajo, y luego salir a dar una vuelta por el parque o irme a un café a leer el diario, mientras mi otro yo hacía el trabajo aburridor.
Al principio me daba temor encontrarme con alguien conocido y que se descubriera el fraude. Pero las pocas veces que me encontraba con alguien, asumían que mi trabajo permitía algunas escapadas de la oficina. Casi siempre volvía a tiempo para las reuniones importantes. Y siempre al llegar, mi doble había salido de la oficina con alguna excusa por lo que nadie notaba que realmente éramos dos personas turnándonos el trabajo con una perfecta sincronización. Nunca llegamos a encontrarnos en el mismo sitio a la misma hora.
Algunas veces no alcanzaba a llegar a alguna junta, pero mi doble se apañaba para hacerme quedar como un rey. Al fin y al cabo, conocía mi forma de pensar y teníamos las mismas metas y proyectos.
Me fui relajando hasta el punto de que a veces no iba a trabajar y me quedaba en la casa con mi esposa. El sexo no podía ser mejor. Tenía toda la energía del mundo y todo el tiempo del que yo quisiera disponer. En esos cinco primeros años tuvimos nuestros dos hijos.
A mi esposa nunca le pareció extraño que yo pasara tanto tiempo en casa. Desde antes de casarnos le había prometido que yo sería gerente y ella nunca se molestó en cuestionar la vida que llevábamos.
El nuevo apartamento, los autos lujosos, los ascensos, no hubieran sido posibles sin el trabajo de mi alter ego. Y nunca tuve la oportunidad de agradecérselo personalmente.
Era extraño que nunca pudiéramos vernos cara a cara. Quizás al crearlo en mi mente, implícitamente había alguna ley cósmica que impidiera llegar a tocarnos. Nunca lo vi a corta distancia, a pesar de que al principio lo intenté varias veces.
Mis cuentas bancarias fueron creciendo en la medida de que mi productividad se había incrementado. Entré a participar con un cinco por ciento del plan Universia, con la posibilidad de manejar la cuenta personalmente. Todo iba a las mil maravillas. O bueno, casi todo.
A veces me sobraba más tiempo del que quería. Mi esposa después de unos años, comenzó a reprocharme el estar en casa tanto tiempo. Entonces tomaba el carro y me iba para cine o algún café a pasar el rato. Comencé a comprar apartamentos en la ciudad y algunas propiedades en las afueras. En ocasiones llevaba allí a mis conquistas confiando en que mi doble hiciera mi trabajo de la oficina y mi esposa creyera que yo estaba allí.
Una noche en que no pude ligar a una muchacha en un bar, llegué a la casa con ganas de sexo. Los niños dormían. Había quedado «empezado» y comencé a acariciar a mi esposa tratando de excitarla. Casi me desmayo cuando ella, bastante molesta, me dijo que ya no quería más sexo, que si no había tenido ya suficiente en la tarde mientras los hijos estaban en el colegio.
Fue como caer al abismo. Mi doble había pasado el día en mi casa, teniendo sexo con mi mujer mientras que yo andaba por ahí buscando aventuras.
Me levanté y me fui al estudio. Allí pasé la noche pensando cosas horribles.
A primera hora, en el trabajo, llamé a Rita. Quería asegurarme si mi doble había ido a la oficina y le pregunté por el trabajo del día anterior.
—No entiendo, don Jorge.
—Por favor, recuérdeme ¿a qué horas fue que me reuní con los del Banco?
—Pues don Jorge, usted estuvo con ellos hasta las doce y luego salió para la junta hasta las dos ¿acaso lo olvidó?
—Pero las entrevistas de por la tarde… ¿finalmente no se hicieron, verdad?
—Claro que se hicieron. Usted entrevistó a todos los candidatos y me dijo que contratara a la doctora Fernández. ¿No fue así?
—Sí… sí, claro. Yo le dije que contratara a esa doctora… sí, fui yo… Ehhh… a propósito, ¿me puede traer su hoja de vida para volverla a revisar? Hay algo que quiero volver a mirar.
La conversación con mi secretaria me había dado la certeza de que mi doble había estado todo el día en la oficina. Entonces, ¿quién sería el que había estado con mi esposa?
Cuando Rita me trajo la hoja de vida de la nueva empleada, tuve una visión fugaz de lo que estaba pasando. Así como yo había creado un doble para que hiciera mi trabajo, ¿no sería posible que mi doble hubiera imaginado otro más para que hiciera el trabajo y así poder tener tiempo libre?
Aunque parecía una locura, era completamente factible. Si yo, con mi imaginación había creado otro «yo» que hiciera mi trabajo, ¿qué le impedía a mi «otro yo», imaginar «otro él» que hiciera el suyo?
Al principio intenté retomar el control de mi trabajo. Decidí empezar a ir a mi oficina desde temprano, como solía hacerlo en mis inicios, trabajar toda la jornada y de allí salir para mi casa. Mi nueva oficina tenía baño, por lo que ni siquiera salía. En esos días mi doble no apareció.
Después de unas semanas creí que todo estaba solucionado y que mi doble no volvería a aparecer, hasta que una noche mi esposa me dijo que necesitaba hablar conmigo. Ya no me amaba y sentía que sólo estaba con ella por sexo. Le prometí que intentaría cambiar, pero dudaba si podría mantener mi promesa. Me había dado cuenta de que él aparecía en casa cuando yo iba al trabajo y no sabía con certeza si el cumpliría también mi promesa.
Por si fuera poco, los porteros de los edificios donde tenía mis apartamentos me dieron a entender que alguno de mis dobles seguía llevando mujeres hermosas en plan de conquista.
Ahora yo era el que estaba trabajando mientras mis «gemelos» disfrutaban de la vida.
Tomé la decisión de no volver al trabajo. No sería yo el que me partiera la espalda en la oficina mientras uno de mis dobles se revolcaba con mi mujer y otro de ellos conquistaba modelos y actrices y disfrutaba de mis otras propiedades.
Fui a la policía. No me tomaron en serio. ¿Acaso alguien lo haría? Pensaron que estaba loco.
Intenté contarle toda la historia a mi esposa, pero no me creyó. Lo atribuyó a una supuesta crisis de la edad madura. Mis hijos no habían notado nada raro en mí. Mi esposa lo único que quería era seguir el nivel de vida a la que la había acostumbrado. La sentía fría y distante. Muy tarde me di cuenta de que entre los dos no había amor, sólo costumbre.
Decidí dejarla. No tenía nada que hacer en esa casa. Yo ya me había acostumbrado a vivir sin trabajar; a tener todo el tiempo libre del mundo y no estaba dispuesto a trabajar como una mula en una oficina para que otros se beneficiaran de mi trabajo. Tomé la determinación de cambiar de vida.
Hablé con Rita. No había notado nada, aunque descubrí que aún seguía un poco preocupada por mi salud mental. Le di las gracias por todo y le pedí perdón por cualquier cosa que le hubiera molestado de mí. Me despedí con un fuerte abrazo. Sospecho que pensó que me iba a suicidar. Nunca jamás volví a la oficina, aunque creo que ella no lo ha notado aún.
Conseguí unos documentos falsos y cambié de identidad. En esos años, mi doble me había permitido acumular una suma considerable de dinero. Tomé cuanto pude y lo transferí a otra cuenta bajo mi nuevo nombre. No me fue posible hacer lo mismo con las propiedades: mis dobles habían sospechado lo que pensaba hacer y transfirieron los títulos de las propiedades a otras personas para evitar que yo reclamara lo que era mío.
Por un tiempo traté de llevar el ritmo de vida al que me había acostumbrado. Compré un penthouse, conseguí un carro lujoso y seguí saliendo con mujeres hermosas. Pero al cabo de un tiempo, vi que no sería fácil mantenerme así. El dinero se me fue acabando poco a poco. Vendí el penthouse y conseguí un pequeño apartamento en un barrio marginal. Traté de ganar dinero haciendo unas inversiones que terminaron en fracaso. Los acreedores se quedaron con el apartamento y el carro.
Luego de pasar tantos años casi sin trabajar, había perdido mi «toque». Descubrí que mis habilidades financieras se habían quedado con mis dobles. Con mi nueva identidad, era un total desconocido en el medio. No encontré ninguna persona dispuesta a contratar a un hombre maduro sin antecedentes laborales y que nadie conocía. Me gasté hasta el último peso.
Visité amigos y familiares y todos habían sido advertidos por mi otro yo, de que alguien físicamente parecido intentaba suplantarlo. En una ocasión la policía me retuvo cuando intenté entrar a mi antigua casa para hablar con mi esposa. Les aseguré que yo era el original. Me llevaron esposado a la estación, me tomaron huellas dactilares y me dijeron que ellas no correspondían con Jorge Martínez, el «doctor» exitoso que yo decía ser. Por alguna razón que todavía no entiendo los documentos falsos terminaron siendo reales. Mi nueva identidad era genuina según ellos. Di los datos de quien me había hecho los documentos falsos, pero ignoraron mi delación. Pedí que me hicieran la prueba del ADN para demostrar que yo era quien decía. Se rieron de mí. Finalmente, luego de retenerme unos días, me dejaron libre. No había cometido ningún crimen ni había razón para mantenerme encerrado. Me aconsejaron que dejara de acosar «al doctor Martínez», a sus familiares o amigos. Me impusieron una orden de restricción. Si me acercaba a menos de cien metros de alguno de ellos, me meterían treinta días a la cárcel.
A pesar de todo volví a intentar recuperar mi vida. Mi esposa y mis amigos amenazaron con llamar a la policía.
Traté de hablar con Rita, mi secretaria. Ni siquiera me dejaron entrar al edificio. Fue horrible. Llegó la policía y me encerraron dos meses en el manicomio. El siquiatra quiso convencerme de que tenía una esquizofrenia y creía ser un ejecutivo importante. Tuve que seguirle la corriente para poder salir de ahí.
Finalmente terminé aquí, viviendo en este parque, con todo el tiempo libre del mundo. Sin preocuparme por horarios de oficina ni fechas de vencimiento de nada. De vez en cuando veo a mi doble. Ahora es el gerente general de una prestigiosa empresa de seguros. Tiene una oficina en una zona exclusiva de la ciudad. Ocasionalmente pasa por aquí camino a aquel edificio de la esquina, donde una vez lo imaginé a él en el piso séptimo. Tal vez viene a hacer algún negocio o a saludar a alguien. Ni siquiera nota mi presencia. Ahora es importante y sale con frecuencia en las noticias nacionales. Es una persona exitosa, pero se le ve cansado, muy cansado.
La otra noche mientras pedía limosna en un semáforo lo vi en un lujoso auto. Iba con una mujer joven que no era mi esposa. Me dio una moneda y pareció no reconocerme.
¿Quién sabe?, a lo mejor era otro doble acompañado por su «conquista», mientras que yo me he convertido en un «desechable».
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* Carlos Alberto Velásquez C. nació en Medellín en 1966. Es Médico y Cirujano de la Universidad Pontificia Bolivariana. Especialista en Epidemiología. Ha alternado su profesión médica con las letras. Distribuye su tiempo entre la práctica clínica, la docencia, las actividades administrativas en instituciones de alta complejidad, y la literatura. Ha sido participante en los talleres de literatura con los escritores Luis Fernando Macías (Cooperativa Médica de Antioquia COMEDAL) y Memo Ánjel (Universidad Pontificia Bolivariana). Es autor de un blog dedicado al conocimiento, el arte y el humor: «El blog de los lagartijos». Tiene en su haber siete libros de cuentos, una novela, y un ensayo sobre la relación entre la historia clínica y la literatura. Varios de sus cuentos y textos han sido publicados en antologías y revistas nacionales e internacionales, tanto en formato físico, como virtual. Ha recibido varios premios y mensiones en concursos literarios en Colombia y España.
La gente que se parece arma historias así. Hace unos días, después de visitar a un amigo escritor en su clínica —pues también es médico—, me encontré en la calle con alguien muy parecido. Me llamó por mi nombre. «Esa voz», pensé. Al voltear, lo vi. Extendió su brazo y me regaló una vara de incienso; me sonrió. Agradecí, y él se marchó. Detrás de su túnica naranja Krishna dejó una estela de letras y recuerdos de mi amigo.
Es realmente fascinante la forma en que te involucra y te lleva a vivir e imaginarte el estar dentro del personaje. Lastimosamente a diario nos encontramos con personas que viven, o pretenden vivir una vida que no es la de ellos. Gracias por compartir