TAL VEZ SE FUE DURANTE LA NOCHE
Por Israel Nicasio Álvarez*
Siempre me he preguntado qué sentirán los animales considerados en peligro de extinción. ¿Tendrán miedo? ¿El último espécimen sentirá esa soledad tan aterradora como para desear morir? ¿Extrañarán a los otros? Cuando pienso en todas esas posibilidades, me doy cuenta de cuán difícil debe ser soportar la soledad y lo aparentemente sencillo de tomar decisiones como la de desaparecer. Negarse al mundo. Dar un paso y ya no estar. Me pregunto también por la ola de sentimientos que me consumirían si fuera yo el último ser humano sobre la tierra de un momento a otro, si me encontrara solo en plena oscuridad. ¿Qué haría si no tuviera la certeza de ser buscado, al menos pensado por alguien que me recordara?
El ruido habitual del edificio en que vivo es menor cada vez; eso eleva los niveles de ansiedad, pues uno se acostumbra a vivir entre el caos; a veces llego a exigirlo para poder sentirme seguro. Es como si necesitara mantener la inestabilidad y la angustia para poder lograr la calma.
Los inquilinos del departamento de enfrente se han ido. En realidad los echaron; les pidieron dejar el lugar en menos de una semana. Esa familia resultaba escandalosa hasta generar dolor. Se les podía escuchar desgañitándose por horas. Tenían cuatro niños a su cargo. Todos se comunicaban a gritos, pero en especial uno, el más pequeño, con no más de cinco años, parecía querer volver locos a todos los vecinos. Gritaba por cualquier razón y uno podría pensar, de la manera más perversa, que lo hacía con el único afán de fastidiar.
He visitado el departamento vacío en varias ocasiones esperando encontrarme algo interesante, pero solo hay manchas de humedad en la pared; huesos de algún animal que probablemente los gatos han llevado para comer, pues han empezado a usar como refugio ese lugar que desnudaron hasta dejarlo sin puertas. Solo hay una recámara cerrada, pero como mi curiosidad se alimenta por momentos breves, no intento abrirla. Días antes de su partida, los vecinos dejaron de gritar; el niño también dejó de hacerlo. Lo hicieron de noche. No se despidieron.
«¿Quieres huevos con jamón o en omelette?» Me dice Alfredo con un tono desinteresado. Su voz es grave, rasposa; así habla por las mañanas, después se suaviza, como su carácter y su mirada. Sabe que le he escuchado, pero no pienso responderle.
En el refrigerador hay cucarachas; el terror que me propinaban ha disminuido debido a la costumbre de verlas a diario desde hace meses. Abro la puerta y veo si el jamón estaba dentro de algún recipiente. Como no hay envase que contenga las rebanadas restantes, decido escribirle una nota: El omelette. No soporto la idea de ingerir algo que no haya sido protegido por el plástico, pues las cucarachas andan por todos lados. He matado a más de cinco; una por día.
Lo miro; no hablamos. Pone la comida sobre la mesa. Lleno unos vasos con jugo. Empieza a comer sin esperarme. Mira por la ventana. Como en un ejercicio de atención, fija su mirada en no sé qué cosa. Piensa en nada. «Tenemos que pagar la luz, ya llegó el recibo. ¿Miras televisión todo el día? No entiendo por qué debemos tanto». Dice Alfredo sin mirarme.
Tomo una pieza de pan y la corto en trozos pequeños. Me los llevo a la boca uno por uno. Alfredo habla. No presto atención. Recuerdo la vez que me invitó a conocer el pueblo junto con todos sus perros. Uno de ellos se perdió a mitad del trayecto. Alfredo vivía con su madre, a las faldas del cerro. Ese día despertamos muy temprano, por mi culpa (padecía una crisis en el ciclo del sueño, misma que se acentuaba en ciertos momentos). Intentamos hacer ejercicio; regresé a casa después de quince minutos, porque nunca me ha gustado correr. Cuando él volvió me miró fijamente y dijo que uno de sus acompañantes, el Rojo ya no estaba. Fue a buscarlo junto con la jauría. Después de tres horas de esperarle en casa, volvió con menos perros y dijo que otros dos se habían perdido. Ellos volvieron tarde. Ladraron y rascaron la puerta principal. Esa ocasión hablamos sobre vivir juntos en la ciudad.
«¿Puedes limpiar la casa? Ordena algo. Lava tu ropa. ¿Piensas estar encerrado todo el tiempo?» Lo escucho sin inmutarme. Veo algo que se mueve sobre la superficie de la mesa, me levanto con sigilo y lo aplasto, procuro hacerlo con una servilleta, pues me da asco agarrarlo a mano limpia. Es una cucaracha. El miedo que llegué a sentir, se ha vuelto satisfacción al verles morir entre mis dedos, aun así no dejan de provocarme cierta repulsión.
Cada mañana encuentro en el refrigerador una visitante. Me he empeñado en limpiar, hasta el cansancio, ese oasis electrónico. Sin embargo, no entiendo de dónde salen. Parece como si la máquina se estuviera pudriendo. Hay ocasiones en las que intento imaginarme el recorrido que pueden hacer; pienso las dificultades para andar en ese universo. También he empezado a tratar de contar el tiempo que se tardan en visitar todo el lugar, como si fuese una competencia. Las imagino avanzando, explorando, mirando los grandes accidentes geológicos dentro de una cueva, donde los alimentos se vuelven estalagmitas con un aroma particular. Subiendo y bajando; mirando al horizonte. El único lugar que no visitan es el congelador, no sé si ellas imaginan que podrían quedar encerradas.
Alfredo sigue hablando: «Deberías hacer lo que nos dijeron los médicos. Me molesta verte así». Encojo los hombros y mastico sin detenerme. «¿Por qué no lo intentas? Hazlo unos días, sal a la calle. Habla conmigo. Tal pareciera que perdiste el habla y te sientes orgulloso de ello». Asiento con la cabeza.
El día que vi la primera cucaracha en la casa, dejé de hablar; no entendía bien qué sucedía. Di un grito como el último que ofreció el pequeño que habitaba frente a nosotros antes de irse; uno largo y seco, después nada; así supimos que ya se habían ido, porque no había más torturas auditivas. Ni el psicólogo, ni el médico me pudieron dar razón del problema; según ellos se trataba de estrés o alguna especie de trauma que no pude comunicar. No le di mucha importancia, pues mi situación no era tan distinta antes. Ahora hay una razón real para no responder o no entrar en contacto con la gente; antes tenía que actuar. Aparentaba no escuchar lo que se me decía o simplemente ignoraba a las personas cuando no quería tener alguna conversación aburrida.
«¿No te has puesto a pensar que así como la gente te aburre, tú también les aburres?» Me dice como queriendo provocar alguna emoción. Muestro una sonrisa de complicidad.
Me quedo quieto por un instante y pongo el insecto envuelto a un lado de su plato. Le robo el vaso con jugo y doy un trago. Regreso todo a su posición original. Alfredo observa. Un olor extraño entra por la ventana, es cada vez más insoportable. Pareciera que nadie ha hecho la limpieza por semanas o que en algún momento un animal se murió y se quedó escondido, perfumando el lugar. Me pregunto si es momento de decirle al conserje, aunque asumo que se dio cuenta desde días atrás. Peor aún, no puedo decirle porque no puedo hablar; tal vez le escriba una nota.
Alfredo se ducha. A pesar de no hablar con él, debo reconocer que las proporciones de su cuerpo son capaces de agradar el día de cualquiera. Sabe que lo veo, pero juega a no darse cuenta. Mientras se enjabona, si nuestras miradas chocan, me mira fijamente sin hablar. Al dejar la ducha, pasa frente a mí; sonríe con un gesto retador y espera que lo abrace para quedar empapado con el agua que escurre de su cuerpo. Pienso en lo difícil que debe ser vivir conmigo y en lo afortunado que soy al recibir diario un beso suyo. El arco formado desde su cintura hasta el inicio de las nalgas me parece la zona mejor esculpida de su cuerpo.
Siempre deja oliendo el baño a perfumes raros que combinan perfectamente con su ropa. Lo desesperante es el ritual posterior: Puede pasar horas mirándose al espejo, viendo los dobleces, las arrugas; mirando el color de los zapatos. Todo tiene que encajar perfectamente para salir de casa. Es una práctica casi obsesiva; tiende a incomodarme después del tercer cambio de ropa. Espero se fastidie con rapidez y termine, como siempre, optando por usar el primer atuendo seleccionado. Mientras él continúa, ordeno el desastre de la recámara; acomodo nuestros zapatos y observo un último par, junto con unas piezas de ropa en el piso, deben ser de aquel visitante cuya desnudez nos alegró la noche.
Por fin acaba. Lo acompaño a la salida. Abre la puerta y me da un beso en la frente acompañado de un te amo. Con la mirada le hago saber que lo amo también. Lo veo fijamente, él mira por la ventana principal; busca algo. «Dile a nuestro amigo que se vista y se vaya pronto. Prometió levantarse muy temprano y ducharse, ¿lo hizo? Roncaba como un león». Comenta al dejar el lugar. Apago la luz. Me dirijo a la recámara. No veo al amante nocturno; solo recuerdo que antes de dormir, Alfredo dijo: «El paso entre el buró y el baño está prohibido; las cosas se pierden ahí». Es necesario bordear la cama para usar el sanitario. Los zapatos del visitante están a la vista, pero él ya no. Tal vez se fue durante la noche. Tal vez salió a la calle desnudo. Tal vez todavía camina en plena obscuridad.
En menos de un minuto hay golpes nerviosos en la puerta. Camino sin velocidad hacia ella. Por fin abro; es Alfredo. «Encontraron algo en el departamento vacío». Dice con insistencia. Lo miro fijamente; sigue hablando. «¿Recuerdas a la familia que vivía frente a nosotros?» Una cucaracha avanza casi a la altura de la mirilla de la puerta. Con toda velocidad intento aplastarla y no lo logro, solo golpeo fuertemente. Alfredo enmudece. Pienso que algo en el departamento de enfrente no va a resolver el problema que tenemos acá. Debo localizar a nuestro visitante, pues no quiero pasar días buscándole. También hay que llamar al exterminador.
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* Israel Nicasio Álvarez es Licenciado en Filosofía por la ULSA (México). Candidato a Maestría en Historia por la UNAM. Actualmente se desempeña como profesor a nivel básico y universitario en las áreas de Humanidades y Ciencias Sociales. Ha publicado el libro «Robles Olivia y Nicasio Israel (Coordinadores), Reflexiones y Estudios en Lenguas, Universidad Autónoma de Tlaxcala, Tlaxcala, 2017, pp. 135». También ha publicado artículos académicos sobre filosofía y literatura en la Revista de Filosofía de la Universidad de Costa Rica y en la Revista Universitaria.