Entre líneas Cronopio

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tras las huellas de everardo

TRAS LAS HUELLAS DE EVERARDO

Por Gustavo Arango*

Tengo la edad que tenía Everardo Ramírez Toro cuando lo conocí, y me ha tomado un cuarto de siglo aprender a apreciar a cabalidad el privilegio de su amistad. Entonces yo vivía en Cartagena, era el editor del suplemento dominical de El Universal y —ahora lo sé— tenía una arrogancia juvenil que no me dejaba verlo del todo.

Everardo era un colaborador frecuente del suplemento. Cada uno o dos meses me hacía llegar un artículo impecable sobre arte o literatura, perfectamente mecanografiado, redactado con limpieza de estilo y precisión de pensamiento. Era un gusto y un honor publicarlo y, a pesar de mi ceguera, sentía que sus colaboraciones elevaban el nivel del suplemento, justo cuando los suplementos literarios empezaban a ser especies en vías de extinción.

Con el tiempo nos hicimos amigos. De vez en cuando almorzábamos cerca del Parque del Centenario y hablábamos sobre lo divino y lo humano. Así supe que Everardo había sido sacerdote, que había dejado los hábitos, que era profesor del INEM y que tenía inquietudes literarias. En aquel tiempo, mi inexperiencia me llevó a cometer el error frecuente de pensar que los sacerdotes eran personas ingenuas, alejadas del mundo y con muy poca experiencia. Todavía no había recibido la lección que luego me daría Chesterton con su padre Brown: «Si alguien sabe de las cosas de este mundo es un sacerdote; además de lo vivido, todo lo imaginable —lo más sublime y lo más perverso— se ha discutido en su confesionario». De manera que fui incapaz de apreciar la verdadera magnitud del hombre con quien compartía aquellos ratos, y mi curiosidad no me alcanzó para intentar saber más de su vida. En mi defensa tengo para decir que, cuando nuestra amistad se consolidaba, yo ya estaba con un pie en el avión, decidido a irme del país de los colombios y no mirar atrás.

Dos recuerdos especiales me quedan de aquellos tiempos. El primero fue un honor que ahora siento inmerecido. Everardo estaba a punto de publicar una novela y me pidió que le escribiera un prólogo. La novela era, como todo lo suyo, impecable. El tema, ahora lo pienso, estaba por encima de mi entendimiento en aquel tiempo. Nunca he sido amigo de los prólogos, me parecen comercios de favores y defensas que es más lo que menoscaban que lo que ayudan a un libro. Pero me sentí incapaz de decirle que no a Everardo. Al final escribí un prólogo lo más decoroso posible, con la condición de que no apareciera al principio sino al final del libro. No he sabido si Everardo cumplió con ese requisito, pues la mayoría de sus libros son muy difíciles de conseguir.

El otro recuerdo no deja de inquietarme. En alguna ocasión, hablando de sus tiempos de sacerdote, Everardo me contó la confesión más extraña que alguien le había hecho. Se la hizo una mujer que describió como madura y bella. Aquello, para mí, resulta inconfesable. Sigo sin saber si lo que Everardo me contó era cierto o simplemente estaba jugando conmigo. Después de aquella conversación no he dejado de preguntarme qué pasa con el secreto de la confesión cuando un sacerdote cuelga los hábitos.

Hace unos tres años, revisando mis cuadernos cartageneros para una novela sobre la ciudad de los crepúsculos, volví a encontrarme con el recuerdo de Everardo y empecé a verlo con nuevos ojos. Por medio de las redes sociales traté de conseguir sus libros con mis amigos cartageneros. Así empecé a hacerme consciente de la magnitud de su legado y del protagonismo que llegó a tener antes de que nos conociéramos. El momento de leerlo, sin embargo, tardaría un poco más. Me tuvieron ocupado otros asuntos: una novela, una traducción, un libro de ensayos. Ahora, por fin, he vuelto a encontrarme con mi amigo y estoy fascinado.

Esta semana leí en dos sentadas la novela Rosa, patas de mosco: Pasión del atardecer, que me hizo llegar el bibliotecario Waldir Pérez. La novela fue publicada en 1993 y tiene una apariencia poco promisoria. El autor quiso decir un montón de cosas con el título. El diseño y la impresión son precarios. La tipografía es poco amigable con los ojos. El estilo mismo de Everardo tiene, además, un exceso de corrección que —ahora lo entiendo— le viene de su formación académica. Pero la historia es maravillosa.

Rosa, patas de mosco es una historia de amor entre un hombre cincuentón, casado y organizado, con una muchacha que trabaja en su misma empresa, también casada, pero de vida desorganizada. Everardo no le teme a navegar la cursilería del enamoramiento, a retratar el amoroso tormento de este hombre cuya vida vuelve a llenarse de colores, a pesar de la sospecha ocasional de que Rosa, su amada, está con él por conveniencia.

La historia tiene una moral ambigua pero refrescante, su final es agridulce y, como literatura, parece poco notable. La gracia del libro está en las reflexiones, en las observaciones sobre la naturaleza humana.

Siempre he pensado que la astucia es una de las formas más bajas de la inteligencia. A veces, incluso, puede confundirse con la inteligencia, lo que no deja de ser un grave error. El alumno inteligente resuelve el problema propuesto por el profesor y el astuto, incapaz de resolverlo, lo copia del inteligente. La astucia es buena en ciertas cosas, pero puede coexistir con una ceguera total acerca de los problemas esenciales (23).

Everardo tenía interés en la novela como medio para ilustrar ideas, para ponerlas en escena. Si uno busca en sus libros un estilo literario novedoso, quedará decepcionado. Pero, si se entiende que quien escribe es en esencia un filósofo, las novelas pueden ser un buen lugar para emprender el recorrido por su obra.

He llegado a saber que Everardo nació en Jericó (Antioquia), el 28 de septiembre de 1938, que se ordenó sacerdote con los Padres Claretianos, que hizo estudios de teología en la Universidad de Santo Tomás en Roma y que llegó a ser figura destacada y muy polémica de la Teología de la Liberación. A pesar de la escasa información que hay en la red sobre su vida (ni siquiera he podido precisar cuando murió), he descubierto que recaló en Cartagena en 1968, que su militancia política lo condujo a la cárcel y que es probable que el abandono de los hábitos haya sido más bien un despojo. La exploración inicial me ha permitido comprender que su obra incluye, además de sus novelas (Liberación, 1978; Rosa, patas de mosco, 1993; Cartas a Eunice o libro de los éxtasis: liber priórum eroticórum ontologicórum, 2001), libros de poesía (Ars Longa, 1977; Prometeo ilusionado, 1977), libros sobre educación y filosofía (El trabajo popular como generador de poder popular: algunas orientaciones para dirigentes, 1986; Contra viento y marea: Tres décadas de labores en los pueblos de la Bahía de Cartagena, 1993), biografía (Camilo, su vida y su proyecto político, 1984) y versiones nuevas de los salmos (Salmos de la Liberación, 1979), el evangelio (Evangelio Latinoamericano de la Liberación: Nueva traducción del evangelio de Jesús, 1976; El evangelio de Manuel Ángel: Teología para conjurar los espejos, 1991) y hasta una nueva versión de la novena de Navidad, que al parecer se quedó sin publicar.

La misma noche que terminé de leer Rosa, patas de mosco, empecé a leer La pirámide encantada, una recopilación de las obras filosóficas de Everardo, publicada en 1999, que me hizo llegar desde Cartagena el poeta Miguel Torres Pereira. Entonces se abrió para mí un horizonte que solo ahora empiezo a recorrer.

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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

1 COMENTARIO

  1. Excelente articulo. Me complace que se resulte la labor de bibliotecario del amigo Waldir Perez, amante y buen lector de poesía. A pesar de vivir en Cartagena, asistir a los talleres literarios dictados por Gustavo Arango, a quien extiendo mi saludo, autor de este artículo, no conocí personalmente al padre Everardo, como sacerdote, ni como escritor. A partir de este artículo, cómo expresaba el poeta Jorge Garcia Usta, cuando revisaba uno de los escritos de los talleristas, «bien logrado», bien vale la pena, adentrarse en sus, muy seguramente, proliferas obras.

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