Literatura Cronopio

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UN RÍO QUE CORRE A SUS PIES

Por William Tamayo Agudelo*

Con discreción, Carlos, el médico, me la señaló antes de que nos acercáramos.

—Tiene un nombre difícil de olvidar, por lo menos para mí —dijo.

De espaldas a la fuente del jardín del Hospital Psiquiátrico, Próceres, con las manos entre las piernas, miraba hacia una de las ventanas del edificio lateral que se alzaba frente a ella. Cerca, un niño corría persiguiendo insectos. El chorro de agua dejaba una sombra vacilante sobre la hierba, mientras el viento doblaba los anturios que rodeaban la zona central del parque. Miré hacia donde ella miraba y luego a Carlos, con rostro interrogativo.

—Julio, el marido, es quien está interno. La visita ya terminó, ella se va con el niño. —respondió Carlos a mi mirada.
—Entendido —dije con el ánimo de aplacar en mi amigo la molestia avivada por mi falta de perspicacia para comprender la situación.

Carlos habló primero, y como si fuese un tema por el cual hubiesen transitado en otras conversaciones, me presentó con ella.

—Es el amigo que escribe acerca de la guerra, ¿recuerda? Él, tal vez, pueda ayudarla en algo.

Ella estiró la mano en señal de saludo. Estaba áspera, reseca, quebradiza, como una hoja muerta.

—Yo necesito es un subsidio. Desde que llegué, aguanto hambre con Natalio. Y Julio aquí, sin hablar, nada más mirando como si viera pa’ dentro —dijo Próceres con una rudeza en el acento que no se compadecía con su figura.

Era una mulata delgada, de fuertes y largas piernas, con el cabello recogido en una pequeña moña alrededor del cuello. Su edad era indefinible. Podía tener 20 ó 40 años. En otras condiciones hubiese sido considerada como una mujer atractiva, pero sentada allí, en la sombra, arqueada, con un color de piel cercano al de algún tipo de madero desgastado, vestida con una falda poco menos que un andrajo, con los labios rodeados por una fina línea blanca y una mirada cansada de ojos amarillentos, parecía el espectro de alguien que se niega a desaparecer, no importa cómo deba mostrarse ni ante quién.

—Mi nombre es Beltrán —saludé.
—El doctor me dijo que usted me ayuda si yo hablo de por qué Julio está así.
—No es tan fácil; pero conozco a algunas personas.

Prometí dar su nombre y el de su hijo a un amigo, director de una red social. Con sorpresa descubrí, mientras hablábamos en la cafetería, que no tenía muchas quejas frente a la situación. Sus palabras eran frías, como si la boca las helara antes de pronunciarlas. No movía las manos. Sólo el giro repentino de la cabeza hacia un lado u otro daba la sensación de perturbación que cualquiera hubiese esperado de alguien a quien la guerra le ha quitado buena parte de la vida. No obstante, de sus ojos cansados brotaba un destello oscuro: una roca de carbón endurecida chispeaba sutilmente tras su relato. Esa tarde nos despedimos luego de comer algo.

Días después le envié un mensaje con Carlos. Yo había salido de viaje durante dos semanas tras otra historia y olvidé preguntar por el estado de la gestión para Próceres. Mi mente, en esos días, estaba enfocada en las palabras del editor de una de las revistas que financiaba las investigaciones, quien había escrito inquieto por el tono de la última crónica. No lograba encontrar un lazo entre el narrador y el protagonista, decía. Y complementaba su crítica haciéndome saber que debía cuidar más el texto. Si bien los primeros trabajos fueron buenos, ahora notaba un declive en el estilo. Terminaba el mensaje preguntándome si estaba cansado o necesitaba más tiempo.

Ni una cosa ni otra. Me hubiera gustado decirle con franqueza que la distancia del narrador era el reflejo de un abandono: el abandono de la certidumbre en todo; y con ello, el debilitamiento de los lazos que unen las emociones con los lugares que habitan las vidas que busco narrar. Pero, quizás, era muy pronto para dejar de creer. Se necesita convicción para percibir la vida que palpita en frente de nosotros, y mi tarea se duplicaba con la búsqueda incesante de la particularidad de una historia y de la emoción en mí que se adecuara a su condición.

Carlos me despertó con su llamada.

—Próceres prefirió entregar a Natalio a un hogar del Estado antes de que la desnutrición avanzara —me dijo—. Es de hierro la negra. Tomó la decisión después de la visita de los de la red de apoyo. Me lo dijo sin lágrimas, con fiereza. Otra mujer estaría muriéndose.
—O dejándose morir con el niño —respondí—. La diferencia es que Próceres sí sabe lo que es morir. Todo en ella estaba muerto —susurré dando una vuelta en la cama.
—¿Qué dijiste?
—Recordé una frase de Capote.
—¡Ah! Muy importante, como siempre. La negra le manda decir que no falte el domingo. Dentro de poco deja de ir al hospital.
—¿Por qué?   
—Está cansada y quiere volver a su tierra.
—¿Y el niño?
—No le pregunté. Me pareció tan natural la manera en que se expresó, que no pensé en él. Lo pedirá luego, imagino, cuando esté instalada. Además, el niño es como ella.
—¿En qué sentido?
—Pareciera necesitar todo y nada a la vez. Hace unas semanas le hice un chequeo y lo inyecté. No lloró ni llamó a la mamá como hacen los niños comunes y corrientes; me miró con esos ojos grandes, sin quejas. Me pareció la mirada de alguien que ya es lo que va a ser. Muy duro. Cuando le iba a regalar la chupeta que se les reparte a todos los niños después de una inyección, intenté comenzar un juego. Cuando vio que yo reía y escondía la mano en la que tenía la chupeta, dijo que eso no era de él, y salió corriendo del consultorio. Después no la quiso recibir, y la mamá tampoco le pidió que lo hiciera.

Al domingo siguiente contacté a Próceres. Luego de una mañana soleada, el clima había cambiado repentinamente y grandes gotas comenzaron a caer sobre el jardín. Tenía la grabadora en la mano, presto a escuchar y a dejar el registro. La lluvia arreció y ni siquiera en el consultorio de Carlos logramos ocultar un poco el sonido de la tormenta. Próceres se veía mejor, más vital, pero con un rasgo de impaciencia, ausente en nuestro primer encuentro. Su mirada era clara, desafiante, haciéndome saber que condescendía a narrarme algo incomprensible para mí, algo que le daba fuerza. Pidió un cigarrillo y habló.

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—En este clima crecí yo. Con la lluvia intentando tumbar la casa. Cuando un río se crece es mejor no decir nada. A nosotros nos tocaba quedarnos callados cada rato, cuando la vaina empezó, ¿me entiende? Hasta que a Julio le dio por lo de los pasos. Se iba caminando en un sentido. Pasaba el río y por el pantano dejaba huellas. Cuando bajaba a almorzar, pisaba las mismas huellas para que no supieran si subía o bajaba. Él contaba eso como algo normal y yo lo entendía, a medias. Natalio estaba de brazos y yo tenía que pensar en las gallinas, el marrano y la vaca. No le prestaba mucha atención. «Por seguridad», era lo que repetía.
—¿Qué hacía, cuál era su trabajo?
—Lo que tocara. Era jornalero. Salía monte arriba a ver qué lograba: cortar leña, desyerbar, arriar algún ganado. Pero ya por el río estaban empezando a bajar bolsas. Y unos vecinos nos dijeron que eran los muertos de la parte alta, que la cosa iba en serio. Entonces Julio dejó de subir hasta el monte, caminaba más poquito, sin dejar la bobada de los pasos. Una vez le dije que quién lo iba a seguir y el bobo me contestó que cualquiera que mirara las huellas. ¡Ya se estaba enloqueciendo el negro este! Por la noche a veces le daban tembladeras cuando contaba lo que decían los vecinos. ¡Tan macho! Claro que al trabajo no le hacía quites. Pero en la vida no se es solo macho en el trabajo, o así pienso yo. Hay que ser dura en cualquier oscuridad. Julio no aguantó.
—¿Usted sí lo hizo?
—¿Acaso me ve a mí loca? Lo que bajaba por el río no se lo imagina nadie, menos usted —una mirada desafiante cayó a mis ojos—: piernas, manos, cabezas, tripas. Una romería de gente muerta. La vereda empezó a estar sola. Hubo la época de los mudos: tres o cuatro se quedaron sin hablar. Eso se le pegó a Julio ahora, la calladera. Nosotros no guardábamos a nadie en la casa, fuera el que fuera. Los entierros los hacían otros. No hay que untarse de muertos cuando están tan cerquita. El tiempo me dio la razón. Porque a Julio le dio por enterrar el tronco de uno, y ahí empezó el final. Después, enterró una cabeza imaginándose que era de la misma persona. La estaba armando después de muerta. Quería volverse enterrador de desconocidos contra lo que yo pensaba. Varias veces peleamos. Cuando el problema no es con uno, ¿para qué va a abrir la boca? ¡Y a este le dio por cerrarla cuando ya no sirve!, para dejarme aguantando hambre, viniendo aquí cada ocho días, con Natalio, esperando a ver quién me ayuda con la comida (su voz era fuerte).
—¿Qué pasó después?
—Los señores se enojaron. Lo último que querían era tener huesos en la tierra. Además, Julio no sólo estaba enterrando, también detrás de la casa empezó a sembrar estacas. Una por cada entierro. Armó cementerio de madera, el loco. ¡Claro, tenían que jodernos! Esa gente leía hasta los pensamientos y se enteró de las locuras de Julio: las huellas, los entierros, las estacas. Hablaba con los que bajaban en chalupa. Ellos le iban contando. Yo le gritaba que dejara lo metido, que pensara en el niño. Allá vivíamos sin problemas: estaríamos todavía, si Julio fuera inteligente. Hasta que un día por la mañana entraron unos muchachos al rancho buscándolo. El comandante lo necesitaba. Fueron detrás, al patio, y cuando vieron las estacas se rieron y comenzaron a dispararles. Me mataron la vaquita, el perro, las gallinas. Yo salí corriendo con Natalio, buscando dónde escondernos. Querían asustar, porque si me hubieran necesitado muerta, nada me salvaba. Ni al niño. Por la tarde, cuando Julio volvió, lo estaba esperando. Lo insulté con toda la gana. Por él me iban a quitar mi tierra. Me puse a llorar y Julio, como siempre, se puso a temblar. Cogimos la ropa, dos o tres cosas más y nos fuimos para el pueblo. Desde eso no voy por allá.
—¿Por qué comenzó Julio a hacerlo?
—¡Yo que sé! ¡Quién explica la bobada! Le dio por volverse bueno. Nunca fue devoto, más hacía yo por los vecinos. Ese ni rezaba por las noches. Era como un animalito, se acostaba así, a la maldita sea, ni una oración a las ánimas. En el pueblo, nos quedamos en una sede de acción comunal, pero nos sacaron porque Julio gritaba por las noches y miraba raro. Una vez le pegaron un puño por eso. Un negro grande lo privó. No le hicieron más por mí. Con plata recogida nos fuimos y terminamos aquí, en la calle, aguantándome al loco hasta que se lo trajeron.
—¿Hace cuánto llegaron?
—Cuatro años. Eso allá está desocupado. La casa, estoy segura, está todavía parada. Yo hago de todo, pero la arreglo. ¿Usted me va a ayudar?

Carlos me llamó antes de las siete de la mañana del jueves siguiente a la entrevista con Próceres.

—Te informo, por si te interesa: Julio se fue anoche.
—¿Se escapó?
—No somos carceleros, se marchó. Los enfermeros no lo encontraron.
—¿Próceres sabe?
—Por eso te llamo. La última vez creí entender que iba a dejar de venir. Háblale. Julio sigue en mutismo, pero todavía alucina.

Colgué el teléfono y comencé a llamar a la fundación social. Luego de una hora, el comunicador me indicó la dirección del inquilinato en el cual Próceres dormía. Estaba ubicado en el centro de la ciudad.

La encontré sentada peinándose frente a un espejo partido por la mitad. A través del reflejo pude ver su cabello húmedo y quebrado. Tenía puesto un jean viejo y una camiseta rosa con diminutos hoyos en el cuello y las mangas. Estaba descalza. Sus pies eran largos, las uñas, cortas con la punta ennegrecida. No se dio la vuelta al verme, me miró por el borde del espejo. Sin asombro, sin alegría, sin duda, como si estar allí fuera natural para ella o para mí, me saludó. Pude, entonces, decirle lo de Julio.

—¿Se voló anoche?
—Carlos me llamó esta mañana. Me pidió que la buscara.
—Ahí tampoco se quedó quieto ese negro. Siempre me dio problemas.

Próceres continuaba peinándose, halando con fuerza el cabello, abriendo las piernas y metiendo en ellas la cabeza, intentando arrancar la peinilla. Mechones de cabello delgado y cenizo caían. Creí ver en su postura inclinada la figura de una diosa africana del olvido o el desdén esculpiéndose a sí misma desde adentro.

—No sabe lo de Natalio. De pronto no se acuerda de él —exclamó.
—Es difícil olvidar un hijo —repliqué.
—Eso creen los que no tienen.

Algunas gotas de agua salpicaron mi cara, cuando se volteó con rapidez mirándome de forma extraña.

—¡¿Qué hago, entonces?! —dijo en tono de orden.

La pregunta me tomó por sorpresa. Tampoco sabía qué debía hacer yo, ni la razón por la cual le llevaba el mensaje.

—Buscarlo —respondí sin convicción.
—¿Dejó huellas aquí también?

Antes de salir del inquilinato, le escribí mi número de celular con la recomendación de que llamara, si sabía algo. Por último, como despedida, le pregunté por el niño.

—Está bien. Él se conoció corriendo. Allá, en ese hogar, debe mantenerse en esas, buscando cosas. La diferencia con otros niños es que él no llora si no encuentra nada. Natalio y yo es como si estuviéramos en la mitad de dos días, lo que pasa es que se va a demorar mucho para amanecer. De pronto ni amanece, pero uno termina acostumbrándose a la oscuridad. Con lo del subsidio, me voy pa’ mi tierra.

—Eso es muy poco —balbuceé, sin entender el cambio de tema de Próceres.
—Yo voy a volver.
—Cuando decida viajar, la acompaño —dije, impulsado por una necesidad súbita de conocer la tierra de aquella mujer que parecía tirarme a la cara en forma de cabellos marchitos, de piel ajada, de espejo quebrado, de soledad, una fuerza descomunal y gélida.

Pocos días después íbamos en el carro descendiendo hacia el norte, acompañados de las sombras fugaces de las hojas de los árboles que recorrían nuestros rostros como pequeñas sombrillas irregulares. Una mañana calurosa y seca nos envolvía, pero Próceres no expresaba molestia ni satisfacción alguna. Estaba concentrada en la carretera. Miraba, por largos tramos, al lado derecho, y solo cuando atisbó a lo lejos la imagen del río, pareció despertar de su ensimismamiento. Su cuello se estiró, se puso firme, recto, y sus delgadas piernas se tensaron. Su mirada adquirió de nuevo esa chispa oscura de poder que había visto algunas semanas atrás al entrevistarla por primera vez. Sus huesudas manos se aferraron a la silla del copiloto y la vi, al igual que en el hotel, adquirir las formas de un ser nuevo a quien las cosas externas le sirven como tributo a su fortaleza. Pensé en Natalio y Julio de una manera imprecisa; los imaginé como figuras pequeñas abandonadas a la orilla del río. Advertí que no indagué por las emociones de Próceres acerca de dejar al niño. Carlos había dicho que era de hierro; yo, que en ella todo estaba muerto. Próceres permanecía a mi lado, sin apenas mirarme, sola.

—De pronto encuentro a Julio aquí —habló para sí misma—. Si quiere me puede dejar cerca de la entrada o del río, yo llego por mi cuenta.
—Me gustaría acompañarla, Próceres.
—Entonces, lléveme a ese negocio, pida pescado, mientras yo bajo y meto los pies en el río.
—¿No le gustaría que Natalio y Julio estuvieran aquí? —le pregunté de repente.

Ella descendía por una escalera de madera húmeda y carcomida por el moho, destartalada, aunque en algunas partes se notaba que había sido construida con madera resistente, de buena calidad. Un buen tronco de la tierra. Rodeada de lodo y maleza, en cuclillas, descalza, con el cabello reseco pegado a su cuello, con la esquelética mano aferrada a una inestable baranda, Próceres pisó el último escalón, volteó la cara, me miró y sonrió. Se sentó en un pequeño montículo y dejó que el agua comenzara a limpiar sus pies, a envolver sus tobillos. Mirándola desde arriba, escuchaba el discurrir del río confundirse con el sonido de la manteca hirviente tostando el pescado. Quise descender por la misma escalera para estar más cerca de ella, pero al primer paso, la tabla crujió, trastabillé y tuve que devolverme.

—Cuando uno se queda a ver cómo se van las cosas, se vuelve débil —gritó, mirando correr el agua a sus pies.

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* William Tamayo Agudelo es de Medellín, Colombia. Recibió, de la Universidad de Antioquia, los títulos de psicólogo y magíster en psicología. Actualmente, es profesor en la Universidad Cooperativa de Colombia (UCC). Ha publicado algunos de sus relatos en diversas revistas literarias, como Cronopio, Corónica y Almiar. Actualmente, se encuentra en el proceso de recopilar y revisar sus escritos con la aspiración de publicar su primer libro.

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