El Salto Cronopio

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UNA PESADILLA CON AIRE ACONDICIONADO

Por Julián Silva Puentes*

Los libros de viajes se convirtieron en un subgénero de la literatura aun antes de la publicación de la novela de viajes por excelencia del siglo XX titulada En el camino, de Jack Kerouac, publicada en 1957 y la cual, con su famoso estribillo: «pero entonces bailaban como peonzas enloquecidas por las noches y yo vacilaba detrás de ellas como he estado haciendo toda la vida mientras sigo a la gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es aquella que está loca, que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de todo al mismo tiempo…» Llevó a miles de jóvenes de todo el mundo, a buscar esas «peonzas enloquecidas» lejos de casa, lejísimos, pero tan lejos fue, que aún hoy, después de 63 años de su publicación, siguen perdidos buscando ese «¡Ahhh!» que condensa la experiencia de la vida, de la juventud, de la exuberancia de estar vivo y de que le importe a uno por lo menos tres cojones cómo vayan las cosas, de intentar comprender el porqué de que estemos aquí.

La línea de «importarles tres cojones…», pertenece a Céline en su Viaje al final de la noche. Los uso, a Louis Ferdinand Céline, a Jack Kerouac y a Henry Miller, cada vez que no tengo algo claro de qué escribir. Este es un ejemplo de no saber de qué hablar cuando hay tanto allá afuera que sucede todos los días —la mayoría bastante horrible— y que da para conversar de los horrores del día anterior con tu mujer a la hora del desayuno.

Entonces voy a improvisar un poco a la manera de Dizzy Gillespie con la trompeta y a fusilar el título del libro de viajes de Henry Miller titulado Una pesadilla con aire acondicionado, para practicar aquello de «olvidarse de sí mismo» que tanto les ha servido a los budistas, y también porque no sé de qué otra cosa hablar. Vamos a ver cómo salimos de esta.

Aquí vamos.

Una pesadilla con aire acondicionado, es el título del primer libro que Henry Miller escribió al regresar de Europa en 1940. No sabía qué hacer con su vida. Henry V. Miller, justo como le sucedió cuando llegó a París en 1930 sin dinero ni recursos ni esperanzas, lo cual lo hacía, según cuenta en su Trópico de Cáncer, el hombre más feliz del mundo.

Se había marchado de Norteamérica, en primer lugar, porque no lograba encontrar su nicho. Y ahora, a sus 49 años de edad, se veía de vuelta en su país sin saber qué hacer consigo mismo. ¡Escribir! Eso es lo único que sabía hacer: escribir acerca de lo mucho que odiaba regresar a esa Norteamérica de la que tanto hablaría de manera poco halagadora por el resto de su vida.

Y así lo hizo: buscó dinero por aquí y por allá para recorrer Estados Unidos en carro (se compró un viejo automóvil con su amigo el artista Abbe Rattner), y escribir con ojo bastante crítico una realidad muy distinta de la del progreso y modernidad de su mitológica USA.

Cada escrito que comprende el libro es un descubrimiento de la Norteamérica de 1942, especialmente del Sur, en donde Henry se encontraba más a gusto porque vivía en el pasado, el Sur, con sus enormes haciendas abandonadas y sus campos algodoneros que hicieron tan próspera a la región antes de ser vencida por el Norte durante la guerra Civil de 1861.

Justo como sucede con cada personaje del universo de Henry Miller, la mayoría de ellos lisiados moralmente o, mejor, vacunados contra una moral y convenciones sociales que no eran las suyas, las personas de quienes escribió en su Pesadilla eran vagabundos del desierto, inquilinos de casas abandonadas con la frase «Dios es amor» pintada en letras rojas en las paredes, artistas que vivían perdidos en caserones convertidos en museos vivientes, ex convictos ganándose la vida con la venta de productos de aseo, niños inocentes maravillándose con los animales del zoológico, y gente millonaria en una cena, ebria y estúpida, de la cual se burlaba en silencio, Henry Miller, porque los comensales eran hombres de negocios y otros emprendedores, «uno de esos ex futbolistas que se meten en publicidad o en seguros o en el mercado de valores, alguna ocupación puramente americana en la que no corres ningún riesgo de mancharte las manos. Se había graduado en no sé qué universidad del Este y tenía la inteligencia de un chimpancé diplomado».

Justo así los describe Henry, a los invitados de una fastuosa cena en algún lugar de Hollywood, «personas acaudaladas, personas que se aburrían a muerte…», y también como «carnívoros, borrachuzos, quejumbrosos, gruñones y ponzoñosos como una serpiente».

No deja de ser divertida la manera en que pone verdes a las personas de influencias, es decir, a quienes por su dinero y poder comandan el orden de las cosas. Y es que el arte de abandonar ataduras, especialmente las del utilitarismo económico, es algo que siempre admiré en Henry Miller. Desechar todo aquello que hace de esta vida una enorme y pesada cruz a razón de alguna estructura social impuesta por seres aún más ciegos, perdidos e ignorantes que nosotros, es una meta que he perseguido desde hace mucho tiempo.

Una meta cuya finalidad es tan esquiva como el medio mismo para alcanzarla. Una finalidad que incluso Swami Vivekananda, un líder espiritual saludado como uno de los más grandes del siglo XIX, vio malinterpretada del todo por los ciudadanos de una Norteamérica que lo sorprendió con su pequeñez de espíritu, el cerrado fanatismo, la monumental ignorancia, la aplastante incomprensión, tan directa y segura de sí misma en lo que se refiere a todo aquel que piensa, que cree, que valora la vida de manera distinta al de la «modélica raza humana».

La expresión «modélica raza humana» fue acuñada por Swami Vivekananda, así como también hace parte del escrito «¡Buenas noticias! ¡Dios es amor!», la mayoría de las líneas consignadas en el párrafo anterior (Una pesadilla con aire acondicionado, Navona editorial, octubre de 2013, página 56).

 

Hago hincapié en la impresión que le produjo a Swami los Estados Unidos durante su visita en 1893, porque es la misma visión que tenía Henry Miller de su propio país, y si vamos al caso, es la impresión que tengo también de la ciudad en donde vivo, de mi país que es Colombia y de la manera en la que funciona el mundo con sus criaturas henchidas de ambición, siempre ávidas de compartir con nosotros el «secreto del éxito», del suyo por lo menos, totalmente suyo e individual, para darnos a entender que la manera en que ven la vida es la correcta, la única, de experimentar este paso nuestro por el mundo.

* * *

Hace algunos meses alguien me ofreció participar en un proyecto con el cual podría hacer por fin algo de dinero por mis escritos. Recuerdo que pasé dos semanas soñando en todas las cosas lindas que compraría si tuviera con qué. Llegué incluso a decirle a Diana «en menos de un año podremos comprar un apartamento». Ella apreció mi seguridad y me felicitó por adelantado.

«Habrá que esperar y ver», dijo en cuanto le «avisé» que renunciaría a la abogacía de una vez y para siempre.

«En cuanto me salga el proyecto —le dije—, tiraré el diploma por la ventana».

«¿Y si no te sale?», preguntó con esa voz suya muy afable pero con toda la seriedad del caso, especialmente cuando me ve perdido en las nubes fantaseando con algún nuevo proyecto.

«Si no me sale —respondí bastante amargo—, seguiré rogando por un nuevo contrato de prestación de servicios, justo como he venido haciendo desde que tengo 24 años, y hasta que me caiga muerto o me pensione a los 100 años de edad».

Hablar de la realidad laboral de Colombia es tan deprimente que los dos preferimos abandonar el tema. No obstante, y como suele ser tan propio de mi naturaleza, me entregué a las fantasías de largarme con Diana hasta algún paraje más emocionante, tal vez Perú, para ver cómo van las cosas allá, a la Argentina también o a Italia quizás… Turquía suena bien, quién sabe, pero lejos, muy lejos de este país al que no le encontramos ni pies ni cabeza.

Quiero aclarar una cosa antes de continuar: no pretendo decir que colombia sea un lugar aburrido, por el contrario, saber que estarás desempleado la mayor parte del año te mantiene en un constante estado de alerta y terror, como un animal que busca sobrevivir al invierno comiendo carroña congelada.

Tengo los sentidos alerta, es todo lo que intento decir aquí, y estoy dispuesto a lo que sea con tal de no ceder ante el fantasma del desempleo y miseria tan presente en cada hogar Colombiano. Vender anchetas navideñas es una nueva prueba de inventiva ahora que los contratos de prestación de servicios escasean tanto y son asignados al cretino con mayor influencia política.

Yo quisiera ser uno de esos cretinos. No lo soy. No tengo influencias políticas.

* * *

Me prometí mantener mis propias circunstancias fuera de este escrito para darle paso a los viajes de Henry Miller con su Pesadilla con aire acondicionado. Pero, ¿qué puedo decir? Con siete tazas de café negro encima es difícil controlar lo que se va a decir a continuación, y con esto me refiero a «planear el texto», que es como se deben hacer las cosas cuando se escribe una columna de opinión para una revista. Pues bien, es mi opinión que a veces debes improvisar cuando no sabes a dónde quieres llegar, como el bebop jazz, y viendo que no tengo ni idea de cómo concluir esta pieza, diré a quien lee esto que apague el computador y tome un libro de viajes y aventuras y se olvide de sí mismo por un buen par de horas.

La pesadilla con aire acondicionado es un buen lugar para empezar, además siempre me hace bien leer a Henry Miller. De alguna forma siento que las cosas no están tan mal como parecen, de hecho, cuando lo único que se tiene para hacer frente a las circunstancias de la vida es aquello que Nietzsche llamaba «la voluntad de pujanza», bueno, podría ser peor, me refiero a que sin el uso de las piernas, por ejemplo, recorrer el mundo como un aventurero ofrecería todo tipo de imposibles. Sea como fuere, o fuere como sea, el hecho de presentarse al mundo y estar en el lugar que sientes te corresponde, así no tengas nada para reclamarlo como tuyo, ayuda en los momentos de duda.

Los viajes también ayudan a ver con una perspectiva más optimista las circunstancias de la vida, pero ahora que viajar es tan difícil, los libros son el único alivio a esta cabeza nuestra tan pesada la mayoría de las veces. Nuevas lenguas, otros mares, frutos exóticos por descubrir, al menos en las páginas amarillentas de un buen libro tan recorrido como tu morral de viaje, pueden salvarte de ti mismo cuando la incertidumbre y contradicción propias de una existencia en llamas, se apodera de todas tus razones. De tus motivos también. De la esperanza en el futuro.

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

 

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