Vida Cronopia

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UNA VIDA MÁS BONITA

Por Catalina Franco Restrepo*

Hace un par de años, caminando por las calles empedradas de la preciosa Mostar, en Bosnia, en medio de un sol y un calor inclementes, y apretada entre mucha gente, vi a un hombre viejo de pelo gris claro, encorvado, descalzo y caminando en una lentitud excesiva, con gran dificultad. Si yo, bajo ese sol, estaba a punto de desfallecer, no me quería imaginar cómo iba aquel hombre, cuya soledad, además, me paralizaba más que aquel calor. Qué difícil era entender que nadie lo mirara ni lo ayudara. Entonces le ofrecí una botella de agua y él, que no hablaba una palabra de inglés, la rechazó con un gesto amable pero tajante. Ante mi sorpresa, una señora que había presenciado la escena me dijo, más bien seria, «he’s fasting», y siguió caminando. Completamente asombrada, no supe si era una especie de regaño por parte de ella ni si había ofendido a aquel anciano que ayunaba en su mes de Ramadán y que se resistía a recibir unas gotas de agua al finalizar una tarde ardiente, sin beber ni comer nada desde el amanecer.

Era, simplemente, un hombre siendo fiel a sí mismo, a las ideas que le daban forma a su vida. Y eso era más fuerte que el calor, la edad, el cansancio o cualquier protesta de su cuerpo.

También, hace un par de meses, en un viaje por Egipto, Líbano, Jordania e Israel, viví muy de cerca el Ramadán, con todas sus restricciones, frecuentemente difíciles para los no musulmanes, pero también enriquecedoras a partir de sus enseñanzas, su ejemplo y sus escenas bonitas. En una mega ciudad como El Cairo y en otras como Alejandría, Beirut y Amán, en un calor de junio que probablemente por tanto que provocamos al planeta parecía de agosto, la gente caminaba por las calles, bajo ese sol que no daba tregua, cargando cosas, trabajando, en medio de la locura de los mercados árabes, sin probar una gota de agua o un bocado de comida desde la salida del sol. Y, al llegar el atardecer, cuando los demás ya estábamos agotados a pesar de los tantos litros de agua, el desayuno y el almuerzo —y ante la casi imposibilidad de conseguir una cerveza helada en ese mes sagrado—, éramos testigos del despliegue de dos espectáculos juntos, uno de la naturaleza y otro del hombre: ante la despedida de la luz rojiza de ese sol enorme que se ocultaba detrás de las nubes, a veces sobre el mar, otras sobre los cerros y otras sobre la infinidad de construcciones humanas, las personas, hombres, mujeres, niños, ancianos, caminaban rápidamente y con una determinación encantadora, utilizando sus últimas fuerzas, cargados de bandejas rebosantes de comida, bajo las lámparas de papeles de colores y las guirnaldas colgadas de lado a lado sobre las calles —todas ellas en honor al Ramadán—, para reunirse en grupos que se sentaban allí donde los sorprendiera ese momento, y compartir grandes cantidades de alimentos, de sus manjares árabes, sin pensar en qué era de quién ni qué valía cuánto, en una que parecía ser la misión más importante de cualquiera de sus días.

Ese Ramadán me dejó grabado en el alma el ejemplo de la forma en la que el ser humano es capaz de compartir, de ir más allá de la necesidad, la imposición, la ambición y la prioridad del lucro. Sin importar cuánto tuvieran —muchas de las personas que veíamos eran evidentemente trabajadores que se luchaban la vida día a día en sus tiendas callejeras—, las familias cocinaban en sus casas y los pequeños negocios ofrecían cantidades impresionantes de lo que tenían, había personas que caminaban repartiendo botellas de agua, té y pequeños paquetes de comida a quien caminara e, incluso, a los conductores y pasajeros de los carros, satisfaciendo la necesidad de beber y comer de mucha otra gente más allá de sus familias o sus compañeros de trabajo.

Así, tras varias horas de tiendas y restaurantes cerrados, y de calles adornadas, silenciosas e iluminadas por el sol, bajo la penumbra se llenaban las aceras, las esquinas y los frentes de las casas, en medio de una fiesta distinta, en donde las personas se sentaban a compartir.

Más allá de cualquier religión o sentido de una costumbre, lo bonito —lo esencial— es observar cómo el ser humano, sin importar de dónde venga, en qué crea o qué idioma hable, siempre está buscando desesperadamente conseguir su mejor vida posible, y para eso se aferra a lo que le da sentido, a algún camino que le permita mirar al frente y saber cuál es el paso a seguir, a unas ideas o valores que intenta no transgredir para no olvidarse de quién es, ojalá en compañía de otros con los que comparta algo de esa visión y de pronto una que otra alegría, y, si es posible, lo hace adornando esa vida para verla más bonita.

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* Catalina Franco Restrepo es periodista, internacionalista y bloguera (tiene los blogs OjosdelAlma y Cartas a la humanidad, y un canal de viajes en YouTube), y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora apasionada que ha recorrido cerca de 50 países que se han convertido en su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.

Twitter e Instagram: @catalinafrancor

Blog: https://www.catalinafrancor.com/

Canal de viajes YouTube: https://www.youtube.com/c/CatalinaFrancoRestrepo

El valle de nadie en Amazon: https://www.amazon.com/valle-Spanish-Catalina-Franco-Restrepo-ebook/dp/B07GY158N7

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