UNAS MANOS ANSIOSAS, SEDIENTAS DE TECLADO

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unas manos ansiosas

Por Gustavo Arango*

Entonces llegó un mensaje que no sabía que esperaba.

Viernes 2 de noviembre de 1990.

La señora Delfina, la vecina que vendía helados, estaba esperando a que el sujeto llegara de su baño de mar, para llamarlo desde la ventana. Era una mujer enorme y dulce, de voz aguda y sonora, que le tenía mucho afecto. Le dijo que en El Liberal había un mensaje para él. Fue a buscar el periódico y le señaló una nota breve en la sección cultural:

«Arango: El amigo Gustavo Arango que venga hoy urgentemente al periódico, sección cultural».

No parecía probable que buscaran a otro con su nombre.

El alemán le dijo en el teléfono que había perdido su número y que lo necesitaban. El redactor de culturales saldría a vacaciones y pensó en él para remplazarlo durante dos semanas.

A las 9 de la mañana del lunes el sujeto entró por fin, ya no como visitante, a la vieja casona de la calle san Juan de Dios donde quedaban las oficinas de El Liberal, el sitio donde cuatro décadas atrás su admirado Gabriel José de la Concordia inició su carrera como reportero.

Traía las manos ansiosas, sedientas de teclado.

El alemán lo condujo a una vieja máquina de escribir junto a la última ventana que daba al patio, le señaló una montaña de papeles y le dijo que ahí podría encontrar material para llenar la media página que ocupaba la sección cultural.

Vecinos y vecinas de escritorio lo saludaron con curiosidad y con recelo.

Leyó el entorno. Ubicó el teletipo y el archivo fotográfico en un extremo del salón. En un altillo vio el armatoste donde colgaban las últimas ediciones de El Liberal y de otros periódicos del país.

Decidió empezar por ahí.

La sección cultural era una mezcla de notas sobre hechos recientes y programa de eventos por ocurrir. También incluía noticia nacionales e internacionales y, en ocasiones, rellenos inclasificables.

Debía escribir las notas en largas tiras de papel rústico, editar los cables y titularlos, elegir las fotografías y organizar un paquete con todo eso, y con un diagrama de la distribución de los materiales, para enviar a producción.

En medio de la tensión, de la expectativa, del deseo de hacerlo todo bien, por momentos se dejaba arrastrar por la música de las máquinas de escribir.

Los golpecitos y las campanitas al final de cada línea. La deliciosa sensación de tener el mundo en las manos al poner en la máquina las tiras largas de papel. La conciencia de que al día siguiente lo que escribiera saldría impreso en el periódico.

Aquel primer día abrió la sección con el anuncio de una película que se proyectaría en un cineclub, La luna sobre el parador: «Se trata de una simpática comedia sobre un dictador en un imaginario país latinoamericano, con la ridiculez y la locura de esos personajes embriagados de poder de los que tanto se ha ocupado el arte de nuestro continente y en particular la literatura». Agregó que, «sobre el tema del dictador, personaje tan común en nuestros países durante las últimas décadas, recordamos obras como Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos y las novelas de los premios nobel Gabriel García Márquez y Miguel Ángel Asturias: El otoño del patriarca y El señor presidente. Como le faltaba texto para equilibrar con la fotografía de Richard Dreyfuss que eligió para ilustrar la nota, decidió agregar un párrafo que, más que información cultural, tenía el tono de un editorial: «En tiempos de constituyentes y de conciencia política, bien está reírse de la época en que las decisiones las tomaba uno solo, pensando únicamente en la conveniencia personal».

La nueva constitución para el país, que remplazara la ya obsoleta de 1886, del cartagenero Rafael Núñez, era el tema de moda en aquel tiempo.

En la segunda nota de la sección habló de una jornada de cultura popular que tendría lugar en Turbo, el principal puerto del país en la zona del golfo de Urabá, «un municipio en el que los billetes de cien pesos son arrugaditos y desteñidos de tanto manoseo, los carros están carcomidos por el aliento salado del mar y en casi todas las esquinas suenan vallenatos a todo volumen que aturden y no dejan pensar». La cita era de su amigo Salazar, quien había escrito sobre el tema para la agencia que abastecía a El Liberal con noticias nacionales.

El resto de la sección la llenó con una noticia nacional: un foro en Bogotá sobre la importancia de la cultura en la nueva constitución; una internacional: la venta de un cuadro de Van Gogh por más de veinte millones de dólares; y una cita de Rayuela, de Julio Florencio, que tenía afinidades evidentes con una canción de Juan Luis Guerra muy de moda en ese tiempo: en ambas había criaturas acuáticas pegadas a cristales.

Aquella vez sintió que le faltaban noticias locales, pero lo importante era empezar de manera decorosa. Revisó de arriba abajo el contenido de la sección. Se aseguró de que títulos y pie de fotos quedaran claros y en el lugar indicado, y le entregó el paquete al alemán para que lo revisara y lo enviara a producción.

Al día siguiente madrugó a comprar el periódico y descubrió que se había olvidado de poner su nombre en el encabezamiento. Culturales, el hombre que estaba de vacaciones, había recibido el crédito por su primer esfuerzo.

Para la edición del miércoles 8 de noviembre se aseguró de que su nombre apareciera en el encabezado, incluyó más noticias locales (entre ellas un perfil de una escultora española que era parte del jurado del concurso de belleza) y hasta una cita de El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, muy oportuna para esos días en que empezaban las fiestas populares de la ciudad.

Los días siguientes, al lado de las noticias que tenían cada vez un mayor énfasis en lo local incluyó citas de otros autores queridos: Borges, Onetti, Bioy Casares, Felisberto Hernández, Elías Canetti, José Asunción Silva. Para la última edición de esa semana, la del sábado 10 de noviembre, se apoyó en los cables internacionales para escribir un largo perfil de Lawrence Durrell, fallecido ese miércoles en Francia.

El sujeto tardó poco en comprender que aquella era su oportunidad de demostrar que su lugar era ese periódico.

A la semana siguiente, no solo hizo la sección cultural, sino que se aventuró en otras páginas con textos más extensos.

El primero, aquel en el que por fin escribió algo más que la síntesis de los hechos culturales ocurridos o por ocurrir, fue un perfil de la escultora que visitaba la ciudad como jurado del concurso de belleza.

A principios de noviembre la ciudad de los crepúsculos se paralizaba, o mejor, adquiría una forma distinta de vitalidad. La excusa era la celebración de la independencia, una revuelta contra España —en realidad contra una España en poder de los franceses— que fue pionera en el continente. Las celebraciones ocupaban varios días. Había fiestas y reinado popular y había un reinado nacional que se robaba la atención del país.

Las fiestas populares habían derivado en desorden y violencia, y por esos días se intentaba darles un significado más cultural, más significativo y digno de la violentada tradición africana que sobrevivía en los descendientes de los esclavos.

Dirce invitó al sujeto a ver las celebraciones populares en Getsemaní, el viejo barrio de los esclavos, un rincón de la ciudad antigua que todavía era un sitio cerrado al que pocos llegaban.

Siendo Dirce una hermosa reportera, de piel canela, cabello ensortijado y ojos de color ámbar, que se acercó al sujeto desde el primer día.

Cuando fueron juntos a Getsemaní, era como si las multitudes no existieran, como si solo ellos habitaran la ciudad.

El sujeto regresó al periódico inspirado, queriendo darle aliento a esa belleza recién descubierta: la de la cultura negra y la de esa Dirce que empezaba a meterse entre los resquicios de su alma.

* * *

El presente texto es un fragmento de la novela en tres volúmenes «La ciudad de los crepúsculos», publicada por Ediciones El Pozo, en junio de 2024.

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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

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