VIAJAR (Y VIVIR) ENTRE MUROS
Por Catalina Franco Restrepo*
A los cronopios no nos gustan los muros pero a una buena parte de los seres humanos sí. Muros de todo tipo: visibles e invisibles, adornados y caídos, con nombre y sin nombre, pero, eso sí, que separen bien lo que los hombres han deseado considerar distinto e indigno de mezclarse.
Hace unas semanas recorrí carreteras y montañas en los Altos del Golán, ese norte de Israel precioso del que hemos oído hablar sobre todo por las guerras, y que agridulce e increíblemente reúne la belleza de las formas y los colores del trigo, los viñedos, las sandías, los mangos, los olivos, entre decenas de tonos de verdes de distintos cultivos de los kibutz, con los letreros que aún alertan de minas y las trincheras y monumentos que no permiten olvidar que se trata de tierras en las que los hombres se han enfrentado, casi siempre a esos vecinos de los que deciden separarse con muros, visibles o invisibles.
Nos parábamos, por ejemplo, en una montaña con vistas preciosas, en las que lo lógico, lo humano —o mejor, lo cronopio—, sería concentrarse en la belleza y la majestuosidad de la naturaleza, pero, en cambio, nuestro guía, un señor enorme de pelo blanco, cara colorada y tremenda barriga, nos contaba sobre episodios que vivió como soldado en aquellos campos verdes y dorados, y nos mostraba:
—Detrás de ese arbusto con esas piedras que ven ahí al frente, eso ya es Siria. Y más allá, detrás de ese trozo de muro gris, ese es Líbano. Y allá en el tope de esa montaña, todo eso que ven encima, ese es un campo de refugiados enorme en Jordania, miles de familias que han tenido que huir de sus países, sobre todo de Siria, y ahí están en ese tope, tiradas.
Nombres, medidas y líneas inventadas por las ambiciones y los miedos de los hombres, y cimas anónimas para esconder y mirar a ver qué se hace con los que ya no caben en ninguna parte, con los que se quieren dejar del lado indeseado de alguna de esas paredes.
No me olvidaré nunca de las curvas imposibles y los muros de concreto del «Valle de los muertos», una de las carreteras más peligrosas de Palestina, la única conexión de los territorios palestinos entre sí y la única conexión con el mundo para casi un millón de palestinos que viven al sur de Cisjordania (para llegar a la parte norte y a Jordania, desde donde pueden volar a otro lugar del planeta). Su propia carretera con reglas específicas para los que pertenecen al otro lado del muro.
También, en ese viaje fascinante por Oriente Próximo, cruzamos otro tipo de barreras. En Beirut había controles de seguridad en los extremos de un sinnúmero de calles, custodiados por soldados muy serios con armas enormes a los que era mejor no mirar al pasar, y también había fachadas bonitas y altas a los lados de alguna calle frente a las cuales se debía seguir derecho y rapidito, y por ningún motivo hacer un intento de coger la cámara. Espacios prohibidos para la gente normal y, por supuesto, para los cronopios.
Es que, pensándolo bien, fue un viaje lleno de eso: «controles de seguridad». El viaje recorre mis venas y es uno de los grandes motores de mi vida, pero me he dado cuenta de que en muchos destinos se pasa uno un buen tiempo dando explicaciones, defendiéndose, intentando nerviosamente probarles a desconocidos de ceño fruncido que uno es una buena persona y que no tiene ninguna mala intención. Como al entrar a Israel, por Eilat, en su frontera sur con Jordania, en donde estuve más de una hora respondiendo por cada sello de países árabes que había en mi pasaporte, qué había hecho en ciertas ciudades incómodas y si en alguna mezquita habían tratado de convertirme al Islam.
Y como en las infinitas máquinas detectoras de metales —y no sé de qué más— por las que pasé en mi viaje a India hace un par de años, y en este viaje, hasta para entrar a centros comerciales y a hoteles, pensando cuántos rayos invisibles y malignos estaba recibiendo en mi batalla por demostrar mi inocencia. También en Beirut, al ir a pasar una de aquellas maquinitas en el aeropuerto, miré resignada al señor armado que clavó sus ojos en el vaso que tenía en la mano (un resto de vino que me estaba saboreando en ese tránsito emocionante de una ciudad desconocida a otra):
—¿Lo tengo que botar? —le dije en inglés, sin saber si me iba a entender, y poniendo cara de niña obediente.
—¡Tome! —me ordenó.
—¿Quiere que me lo tome todo? —le dije, lista para botarlo, pues no tenía intenciones de bogarme un vino.
—¡Que tome un trago!
Tomé un traguito sin estar muy segura de lo que estaba pasando y tratando de disimular la sorpresa. «¡Pase!», me ordenó. Así que pasé mi vino por el control de seguridad porque él solo quería que yo lo probara para asegurarse de que no llevara, no sé, veneno, explosivos, qué va a uno a saber.
Son días —y muros— extraños en los que algunos seres humanos pasamos ratos incómodos, pero también en los que los padres se separan de sus hijos a lado y lado de esas paredes, y en donde papás con bebés abrazados se ahogan en los ríos tratando de cruzar las barreras que inventan los hombres, con la convicción de que al otro lado todo estará mejor, con las ganas de aferrarse a alguna esperanza, con el sueño de encontrar lo básico: algún tipo de dignidad o lo que yo llamo «un rincón de mundo» para vivir tranquilos.
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Vida Cronopia es un espacio para analizar la vida desde la mirada sensible e idealista de un cronopio, combinando esos elementos que siempre acompañan a las almas sensibles: el dolor y el amor. Viajes, situaciones de relaciones internacionales, escenas callejeras y hechos sencillos de la vida diaria serán el punto de partida para profundizar en esa mirada indignada pero esperanzada que se desarrollará en Vida Cronopia para generar inquietudes en una sociedad llena de famas y esperanzas.
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* Catalina Franco Restrepo es periodista, internacionalista y bloguera (tiene los blogs OjosdelAlma y Cartas a la humanidad, y un canal de viajes en YouTube), y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora apasionada que ha recorrido cerca de 50 países que se han convertido en su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.
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