RUSTICATIO MEXICANA
Por Gustavo Arango*
[x_blockquote cite=»Rafael Landívar, “Rusticatio Mexicana”. Libro 2. (Versión de Octaviano Valdés)» type=»left»]Nunc quoque Xoruli Vulcania regna canendo Persequar, et nigras montis penctrabo cauernas, Qui mala tot populis, clademque minatus acerbam Diuite llorentes populauit germinc campos, Flammarumque globo, et ruptis saxa caminis Impatiens uomuit, gelida formidine gentes Concutiens, postrema orbis quasi fata pararet.
Seguiré ahora cantando al Jorullo, reino de Vulcano, y penetraré los senos tenebrosos del monte que, lanzando sobre tantas poblaciones la sombra acerba de la desgracia y la desolación, devastó los prósperos campos enriquecidos de mies y, violento, vomitó airones de llamas a través de las rocas resquebrajadas, sacudiendo a la gente con estremecimiento de terror, como si fuera cumplir la ruina del orbe.[/x_blockquote]
Landívar fue un alumno aventajado. Nació en Guatemala, el 27 de octubre de 1731, en una casa que estaba situada frente al convento de la Compañía de Jesús, y su destino lo esperaba al otro lado de la calle. Su familia era acaudalada y se dice que entre sus ancestros estaba Bernal Díaz del Castillo, antiguo habitante de Santa María de la Antigua del Darién y cronista de la Conquista de México. Fue el bachiller más joven de su tiempo (1746), y sólo un año más tarde obtuvo los títulos de maestro y licenciado en filosofía. Tenía dieciocho años cuando se trasladó a México e ingresó a la orden de los jesuitas. Se ordenó sacerdote a los 24 años y regresó a su natal Guatemala, donde asumió el cargo de rector del colegio San Borja.
Atareado con sus obligaciones administrativas, la inclinación que sentía por la poesía fue por años un pasatiempo discreto. Sólo con motivo de los terremotos de 1765 en Guatemala escribió un poema en latín que hablaba de las ruinas, del coraje del pueblo y de su fe y sus deseos de que la ciudad resucitara, “cual otro fénix de inmortal ceniza”.
La llegada al trono de Carlos III –en 1759– fue una mala noticia para los disciplinados y aguerridos jesuitas. El 2 de abril de 1767, más de cinco mil miembros de la Orden fueron expulsados de España y de las Indias y embarcados rumbo a Córcega. Un año más tarde, la isla cayó en poder de los franceses –quienes también les tenían tirria a los jesuitas– y los religiosos desterrados terminaron acogidos en los estados pontificios por Clemente XIII. Su medio de sustento fue la exigua pensión que Carlos III les asignó a cambio de los bienes expropiados.
Landívar terminó su errancia en Bolonia, donde transcurrieron los últimos 24 años de su vida. Pasó los largos años del destierro dedicado a la vida monacal y a consolarse escribiendo poesía. Allí escribió y publicó (en 1781) uno de los mayores bestsellers del siglo XVIII, el poema de 5.348 versos en latín, “Rusticatio Mexicana”, sobre los paisajes, costumbres y nostalgias de su vida americana.
Otros poemas famosos de Landívar fueron la “Oración fúnebre” (1766) –por la muerte del obispo Figueredo y Victoria–, un poema dedicado a la capital de Guatemala y un poema descriptivo de una pelea de gallos, que posteriormente fue incorporado al “Rusticatio”.
Murió el 27 de septiembre de 1793, en Bolonia, y fue sepultado en la iglesia Santa María delle Muratelle. Su poema mayor permaneció olvidado por más de un siglo, hasta que fue rescatado y traducido al castellano en 1897. Sus restos fueron regresados a Guatemala en 1950.
A la hora de hacer el balance de la poesía del paisaje americano, es un lugar común mencionar el poema de Andrés Bello, “Silva a la agricultura de la zona tórrida”. A la hora de mencionar la poesía épica o de valor histórico se mencionan “Alturas de Macchu Picchu”, de Neruda, y las aparatosas rimas de Juan de Castellanos. Quizá el poema más ambicioso y brillante que se ha escrito en la América hispánica fue esa mezcla de épica, pastoral y lírica tejida por un oscuro sacerdote, en una lengua muerta que hacía llevaderos los descorazonadores días de su exilio.
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*Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).