El salto Cronopio

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VIVA MÉXICO

Por Julián Silva Puentes*

Ir a México y dejar de visitar la lucha libre en el Arena de México es como caminar en Bogotá sin el miedo a que te roben el celular. Es inevitable, es lo que quiero decir. Curiosamente, comer comida mejicana en México es lo último que te dan ganas de hacer. La cerveza bien fría sabe bien en cualquier lugar del mundo. En el «Arena» pedimos Tecate y gritamos el nombre del Místico, a pesar de que nunca habíamos escuchado de él.

El Místico es un luchador vestido de blanco que lleva máscara. Tiene una capa y da vueltas increíbles para alguien que está pretendiendo luchar. Todos los saben. La lucha libre es una coreografía avalada por el público febril. Diana y yo fuimos ese público febril y gritamos cuando Vulcano aventó al Difunto fuera del cuadrilátero.

—Si viviéramos aquí —le dije a Diana— vendríamos todos los domingos.
—¿Qué estamos esperando? —me respondió emocionada.

En ese momento Blue Demon senior brincó desde la lona sobre El Difunto y todo el Arena se volvió loco. Pedimos otras dos Tecates y brindamos por nuestra buena fortuna. Después de siete años de planear un viaje al extranjero por fin lo hacíamos y estábamos en la lucha libre, un sueño que tenía yo de niño, pero que después de llegar a la adolescencia jamás volví a mirar. Ni siquiera con melancolía

Ser un pobre diablo que depende de personas con un mínimo de imaginación y casi ningún sentido de empatía humana, hace de la experiencia de la vida algo difícil de llevar. Los cinco días que tomamos del trabajo para viajar a México nos los cobraron con una semana entera de insomnio. «Si se va de viaje, mejor entregue su contrato», me dijo mi jefe. A simple vista no podrías decir que es un cretino sin luz en los ojos, pero después de escuchar la manera en la que pretende arrebatarte tu subsistencia, comprendes que existe un océano de distancia entre los dos. Los separa no sólo el Atlántico, el Pacífico y el Índico, sino la estratósfera completa. Allá en donde el recuerdo de Yuri Gagarin pende inerte sobre el imaginario que es la Tierra (hay gente que dice que todo esto es una ilusión, incluso la redondez del orbe), incluso más allá, en la Vía Láctea, se encuentra el gran vacío que nos separa de personas semejantes a mi jefe y muy seguramente al tuyo.

No soy de las personas que disfrutan hablando mal de quien no se encuentra presente, aunque en realidad sí lo soy. De mi jefe hablo porque no está conmigo mientras escribo mi columna trimestral, porque si así lo fuera terminaría de «terminarme» el contrato. Me limitaré a decir entonces que es un hombre poderoso en el lugar en donde trabajo y que si dependiera de él… no sé lo que iba a decir. Eso pasa cuando no planeas tus escritos.

Hace tres años fui elegido para participar en un taller de literatura en el Instituto Distrital de las Artes (IDARTES), aquí en Bogotá. Una de las cosas que nos pedían antes de empezar nuestro proyecto de escribir una novela, era hacer un bosquejo de la historia: personajes, trama principal, escenario, en fin. Una especie de sinopsis de la historia que aún no habías escrito. Yo ya había terminado mi novela Bibiana miraba a las estrellas, mientras que el mundo se caía a pedazos, y secretamente quería que el director del taller se fijara en mi supuesto trabajo embrionario, y me pidiera presentar mi trabajo ante un gran editor de talla internacional. Deben entender que era tan sólo un niño. Un niño de 41 años que miraba al mundo como si fuera un grupo enorme de tías alcahuetas que a todo le dicen que sí.

—¿Usted ya escribió la novela? —me preguntó el director del taller.
—La acabo de terminar —le respondí— y me sentiría honrado si la leyera.

En aquellos días era un niño de 41 años ingenuo y bastante tonto, y no sabía diferenciar entre un lagarto y un lambiscón.

Lagartear es lo que hacemos todos los contratistas para que nos den continuidad contractual. Es decir, adular. Comúnmente se conoce como «besaculos» o «lamepies». Un lambiscón es alguien que en parte por amabilidad y en parte porque quiere caerle bien a todo el mundo, halaga más de la cuenta esperando ganarse la simpatía de las personas. No tiene connotaciones laborales ni monetarias, me refiero al lambiscón, pero es tan desagradable de ver como al lagarto. Ambas situaciones vienen de la misma raíz servil y es penoso de presenciar. El director del taller era un escritor conocido y seguramente supo leer mi lastimosa actuación, porque de inmediato dejó de atender mis preguntas cuando era el momento de las explicaciones. No es que un taller de literatura se dicte como una cátedra y tenga momento de preguntas y respuestas, aunque en realidad es así. En todo caso, cuando llegó el momento de presentar nuestros bosquejos de novela, el director había dejado de prestarme atención. No puedo negar que me sentí ofendido. Herido en mi orgullo propio. De entre todos los talleristas, yo era el único que tenía mi propia columna de literatura (la presente), y que además había presentado libros en ferias internacionales. Me sentía superior a todos ellos, a eso me refiero. «Aquí tenemos al próximo Knut Hamsun», esperaba que dijera ante la sorpresa de todos. Juro que imaginé varios escenarios en los cuales era objeto de tamaña payasada. Pasaba horas al día imaginando honores y gloria en un taller de literatura del que a duras penas me gradué.

UN BOSQUEJO

Me ha tomado un mes y medio escribir mi columna. Hice un «bosquejo» de casi veinte páginas titulado «América». Mi intención era hacer un resumen de nuestro continente desde las glaciaciones hasta ahora. Justo la noche de hoy, a las 7:56, después de pasar 12 horas en la oficina, intenté copiar de mi libreta de apuntes lo que había hecho. Horrible. Un mes y medio para abortar todo tipo de ideas preconcebidas acerca del presidente de Colombia, el nuevo de Argentina, los vikingos en Canadá y la revuelta de los comuneros en la Nueva Granada en 1781. Digo «preconcebidas», porque llevo escuchando tantas cosas terribles acerca de nuestra situación actual en el sur de la América, que prácticamente estaba pasando de memoria lo que mi celular me envía todas las mañanas a manera de encabezado: «Milei dice que Petro es un comunista asesino que lleva al garete a Colombia». Eso lo escuché hace un par de días y casi lo escribo al pie de la letra.

Pasar mucho tiempo escribiendo un artículo de opinión hace de algo divertido un ladrillo insufrible. Escribir es divertido. Al menos para alguien que lleva tanto tiempo escapando de las cosas inevitables de la vida con ayuda de las historias que inventa, lo es. Para mí lo es. No lo es cuando participas en uno de esos talleres de literatura esperando a que el director te «descubra».

Hacer un bosquejo para algo que no deberías planear en primer lugar porque te sale del alma como lava ardiente de un volcán, es lo que menos pensaría hacer al momento de crear. Crear es como querer ser Dios en tu pequeño mundo en donde nada de lo que planeas sale. Y el motivo por el cual no sale se debe a que la vida no te pide permiso para enviarte a la porra cuando crees tener todos tus asuntos bajo control.

Nuestra aventura a México la bosquejamos con meses de anticipación. Compramos el paquete de viaje aún a sabiendas de que en enero a lo mejor estaríamos sin trabajo, o que nos encontraríamos a punto de estarlo. Lo planeamos a medias, porque nunca sabemos qué será de nosotros a principio de año.

Principio de año es el peor momento para un contratista. Los nuevos contratos los empiezan a dar a mediados de enero o a principios de febrero, de manera que si eres afortunado, te quedarás sin trabajo unos quince días nada más. En eso pensábamos con Diana. «¿Y qué pasará si regresamos y no tenemos trabajo?», nos preguntábamos en noviembre. «¡Algo saldrá!», decía Diana con su habitual buen ánimo. Y así fue. Llevamos trabajando sin parar, sin parar ni un solo día, desde enero de 2023. Somos tan afortunados que nos confiamos. De hecho, cuando hablé con mi jefe para comentarle que pediría la suspensión de mi contrato para irme de viaje cinco días (algo permitido en este tipo de relación), me respondió aquello de «o se queda, o entrega su contrato». Pasé de la exultación del viaje al terror del desempleo. En una semana adelgacé tres kilos. La grandísima mayoría de ustedes no sabe cómo luzco, pero puedo asegurarles que he pesado 63 kilogramos en los últimos 18 años. Debo estar muy enfermo para bajar de 63 a 60. El Covid me dejó en 59. Una gripa normal me lleva a 61. Pero la posibilidad de quedarme sin trabajo me chupó las mejillas y dejó las ojeras que llevo con orgullo hasta el día de hoy. Ya estoy mejor. Las ojeras pasaron de verdes a claro oscuras. La angustia de quedarme sin trabajo continúa indemne, porque falta poco para que termine. Me refiero a su terminación natural.

Enero, oh terrible enero, ¿qué te hemos hecho para que nos castigues como lo haces?

Mi primo Luis Fernando me hizo un comentario hace unos meses que me quedó sonando: «¿No has pensado que tus escritos pueden hacer que se te dañe una oportunidad laboral?». Lo preguntó porque soy muy bocón a la hora de contar las cosas que me suceden en el trabajo. Puede que no las diga en persona, pero sí lo hago en mis escritos. No puedo evitarlo. Hago ficción para los cuentos y las novelas, pero estas… llamémosle «terapias», me sirven para contar las cosas que me suceden a diario. Algunas de ellas son graciosas y otras patéticas. Yo las cuento todas acá. ¿Por qué lo hago? No sé. Después de una de estas pastorales veo las situaciones complicadas con la misma comicidad que trato de imprimirles. A costa mía, debo decir. Es cierto lo que dice mi primo. A ningún jefe puede gustarle que uno de sus subordinados declare el horrible ser humano que es. A mí tampoco me gustaría. De hecho, resentiría a esa persona toda la vida. Querría ver que le sucediera algo muy malo. Algo como perder su trabajo. Después me sentiría terrible tan siquiera de pensarlo, porque nadie merece quedarse sin los medios para alimentar a su familia. Pero así somos todos nosotros. Buenos cuando nos lo permiten y malos cuando nos lo permiten también.

El bosquejo de nuestro viaje a México salió bien a final de cuentas. Después de tenerme en vilo por una semana, mi jefe accedió a dejarme ir sin la amenaza de terminar mi contrato. No por ello me pagaron los cinco días que me marché. Este mes de enero cobraré 26 días nada más. Es un precio muy bajo para la experiencia de conocer otros mundos. Otros frutos. Otras experiencias.

Hace mucho no escribía algo de un tirón. Me ha tomado dos horas y media empezar con «Ir a México y dejar de visitar la lucha libre en el Arena de México», para terminar con… todavía no acabo. Falta poco. Mañana es un día largo y debo hacer informes a parte de mis operativos habituales. Son cosas de las que he hablado hasta el hartazgo en mi columna. Se llama El Salto. Le puse ese nombre porque no se me ocurría otra cosa. «¿Por qué no la llamas el salto?», me preguntó Diana hace seis años. «¿Por qué no?», le respondí. Y aquí estamos, a punto de ponerle «punto» final a mi escrito acerca de viajar a México y visitar las pirámides de Teothihuacán, recorrer la Casa Azul de Frida Kahlo y Diego Rivera en Coyoacán (quisiéramos vivir en Coyoacán), tomar gins and tonic en el centro de la ciudad mejor conocido como el Zócalo, explorar Polanco y terminar el día tomando tequila en un restaurante con mariachis en vivo. Pararse afuera de Orizaba 210 en el barrio Roma fue la mejor parte del viaje, porque es allí en donde Jack Kerouac escribió la segunda parte de Ángeles de desolación y Tristessa. El castillo de Chapultepec y el museo de antropología es algo que se debería hacer pasando un día entero en cada uno (y más si Diana está cumpliendo años), pero como le tememos tanto a los Idus de marzo y no podemos vivir sin un trabajo que nos sustente, debimos regresar la semana pasada para retomar este mundo que exige tanto de ti.

Así que aquí estamos (ya lo dije): un escritor al que no le queda tiempo de escribir y un lector al que… mejor no asumamos nada. Dejemos que el inefable mundo virtual lleve mis palabras adonde deban llegar y soñemos con una vida de viajes sin mayores responsabilidades. Después de todo, soñar no cuesta nada y viajar en cambio sí que cuesta un ojo de la cara (en un país de ciegos, el tuerto es rey). Pero vale la pena. Me refiero a viajar para conocer y vivir para aprender. Uno es inherente del otro. Así como lo es que ponga punto final para irme a descansar, porque mañana me espera uno de esos días en los que no quisiera uno salir de la cama. Así que ya saben: viajen mucho y lean mi columna para olvidarse del mundo por un rato. Ese mismo mundo sempiterno al que nos faltan los años de la vida para explorar hasta el hartazgo y contar la historia de la vez cuando fuimos a México y lloramos porque, muy a nuestro pesar, debimos regresar.

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* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

1 COMENTARIO

  1. Este autor es la reencarnación de Jesús, Buda, Vasco Nuñez de Balboa y Knut Hamsun. El día en que lo vea le voy a regalar dinero y propiedades

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