El Salto Cronopio

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Volare

VOLARÉ

Por Julián Silva Puentes*

Hace algunos años escribí un artículo acerca de volar por Asia. El escrito lo titulé Manila 7:15 am, porque era la hora en la que debía llegar a esa ciudad. El artículo recibió tan buena acogida, que me ofrecieron la publicación de una compilación de mis artículos, así como un largometraje en una plataforma tipo «Netflix». Desde luego, no acepté ninguno de los ofrecimientos, porque la estabilidad financiera y vivir de lo que amo no es para mí. Prefiero los viajes de dos horas en Transmilenio y las cuentas de cobro que debo presentar para que me paguen con dos meses de atraso. No obstante, el día de hoy, en este preciso momento, voy de regreso a Bogotá después de pasar tres días en la costa. Digo «no obstante», porque hace un año que no salimos de Bogotá, y tener un fin de semana libre es una excepción a la regla para nosotros.

Afuera el cielo está despejado y ya puedo ver los manchones de tierra que delatan la proximidad de la sabana. Salvo este momento, salvo este preciso momento en el que el mundo se nubló de repente y empezó a temblar como si estuviéramos andando a caballo. Tiembla tanto que me cuesta escribir, y es debido a ello que continúo con el lapicero, trazando una palabra detrás de la otra, porque de lo contrario empezaré a gritar como un evadido para vergüenza mía y de Diana.

No es la primera vez que batallo contra la urgencia de volverme loco en un vuelo. Cada vez que salimos de Bogotá, Diana debe acariciar mi nuca para evitar una escena. Yo intento hacer como si no estuviera asustado, pero el miedo se me nota en los ojos. También las ganas de llorar me cuesta disimularla. Por eso me subo el tapabocas hasta los ojos.

Una de las ventajas de usar el tapabocas dentro de los aviones por mandato de la Aeronáutica Civil, es la de ocultar las expresiones de miedo. En este preciso momento debo estar haciendo cara de risa mezclada con angustia. Algunas veces pueden confundirse ambas expresiones. Únicamente el ojo entrenado sabe diferenciar entre una y la otra. Yo soy una especie de experto en el arte de identificar el terror en los pasajeros de un vuelo. Justo ahora que el avión dio un bajonazo como para que los testículos suban hasta la garganta, una de las azafatas abrió los ojos hasta lo humanamente posible y se agarró la cabeza. El pasajero junto a nosotros duerme, pero los de la fila de al lado están mirando por la ventana y se comen las uñas. Diana hace como si estuviera muy tranquila; me dice que no es nada, que ha estado en peores.

Hace algunos años Diana vivió lo que se conoce como una experiencia cercana a la muerte. Se encontraba en una de esas avionetas que parecen estar construidas a base de plástico, Fokker se llaman, y junto con la gente de su oficina, volaban rumbo a una finca en donde se producía huevos, el fuerte de la empresa. Llevaban pocos minutos en el aire, cuando todo empezó a temblar. Al piloto se le escapó un «¡Dios me libre!», y Diana y sus compañeros de vuelo empezaron a gritar después de él. Diana dice que sintieron todo lo que uno aprende en las películas. Todo salvo que la vida pasa frente a los ojos. No hay manera de pensar en algo concreto, me dijo ella. Miedo es todo lo que se puede sentir y pensar. No hay nada más que el terror de dejar de existir. Todo lo demás desaparece, se simplifica en el deseo primario e inherente a nuestra naturaleza de prevalecer sobre el hecho de dejar de ser.

Las palabras de Diana vienen a mi cabeza cada vez que volamos, especialmente por aquella avioneta Fokker en la que ella temió dejar de ser, y la que, un par de años después, se vino abajo con una buena amiga de mi hermana a quien todos conocíamos.

La avioneta presentaba algunas fallas cuando Diana trabajaba para la empresa de los huevos. «La huevona», así llamaban a la avioneta antes del siniestro. Obviamente, el apodo quedó en el olvido junto con los pasajeros. A ellos les tocó subirse en determinado día porque sí. Pudo haber sido alguien más. Pudo haber sido Diana.

* * *

Acabo de ver un trueno por la ventana. Diana está apretando la parte de la silla en donde descansan los brazos. Le pregunto si tiene miedo, esperando a que me responda con una negativa. Me responde que un poco. Siento ganas de gritar, porque Diana es la persona más valiente que conozco. «Si ella tiene miedo —me digo—, es porque algo va muy mal». Me mira tratando de sonreír para que no pierda mi fe en este vuelo, y yo le respondo con una risa aún más amplia, pero menos sincera. Ahora me toca a mí ser valiente por los dos.

—Pidamos hamburguesas cuando lleguemos a casa —le digo sin venir al caso, especialmente porque tengo ganas de vomitar.

Diana sabe lo mucho que me gustan las hamburguesas, y ciertamente es un muy buen plan llegar a ver películas toda la tarde y comer hamburguesas en la cama. El punto es que trato de parecer muy normal, aburrido incluso, para darle una idea de cotidianeidad que definitivamente necesita más que yo.

—¿Hamburguesas? —pregunta Diana.
—Sí, hamburguesas —respondo—. ¿No quisieras pedir una doble de carne con muchas papas?

Nadie dice nada por un momento. Diana se agarra la cabeza y yo le paso el brazo por el hombro para tranquilizarla. Le hablo de nuestro restaurante favorito en donde venden la mejor carne de Bogotá. También me pongo a citar las mejores hamburguesas que he comido en mi vida y siento tantas nauseas que me cuesta trabajo seguir hablando. Entonces me callo la boca y hago como si estuviera muy cansado. Cierro los ojos. Entonces me olvido de todo y dejo de existir.

* * *

Acabo de abrir los ojos y me doy cuenta que me acabo de desmayar en el asiento. Es la primera vez que algo así me sucede. Miro a Diana para ver si se ha dado cuenta. Parece que no. Está concentrada en su propio miedo. Yo estoy concentrado en las ganas de vomitar. Pienso en el café y sándwich que tomé antes de abordar y se me revuelve el estómago. Para empeorar las cosas, Diana se acaba de tapar la cara con ambas manos y ahora sí que pienso el final está cerca.

¿Lo estará? Escribo tan rápido como puedo con la esperanza de ocupar mi mente en otra cosa. Mientras allá afuera, en ese terrible vacío lleno de nubes, truenos, lluvia y la posibilidad de morirse, pareciera que el tiempo se ha detenido. No se ve nada salvo un blanco total. Un blanco tipo «limbo», si es que semejante cosa existe. Podríamos estar volando de cabeza y no lo notaríamos. También podría ser de noche, a pesar de que no son más que las 8:00 a.m. ¿Llegaré a ver las once de la mañana? ¿La una de la tarde? ¿Habrá un mañana para que pueda ocupar las horas de mi día en trabajar para vivir y vivir para trabajar? No suena mala idea. Ninguna de las cosas por las que me quejo tanto suenan mal. Ante la inminencia de la muerte, el miedo a dejar de ser, todo lo demás se muestra tan ridículo, tan de poca importancia, que lo único que se quiere es otra oportunidad para hacerlo todo mejor, o por lo menos para mirar al mundo de manera más benigna a pesar de las evidencias, porque una vez que te mueres, no puedes hacer nada para remediarlo. Todo lo que hiciste o dejaste de hacer, permanecerá para siempre en el mismo estado; de seguro alguien retomará las cosas en donde las dejaste, pero aquello que te hacía único se perderá junto con la piel y los huesos que te llevan a todas partes.

Antes la gente montaba a caballo, pero Cristopher Reeves, el actor que interpretaba a Superman en los 80, se cayó de uno y terminó parapléjico. Entonces, si a Superman le sucedió algo como eso, ¿qué puede esperar un oficinista con ínfulas de premio Nobel?

Cualquier cosa en este mundo puede invalidarte, matarte, dejarte con un leve retraso mental. Los caballos son impredecibles y la verdad es que les tengo mucho miedo. No obstante, más miedo le tengo a un borracho al volante, porque los borrachos son estúpidos, egoístas y agresivos, mientras que un caballo corre porque se lo ordenas y se asusta con los ruidos repentinos. Un caballo no dejaría medio muertos a dos motociclistas al arrollarlos en su Jaguar modelo 2021, después de pasarse toda la noche de fiesta, tal como sucedió en Bucaramanga hace unos meses.

¿Qué tan malvado se puede ser como para salir al mundo con una máquina de 600 kilos cuando las habilidades para sortear obstáculos en la carretera se encuentran comprometidos por algo que no es en absoluto inevitable, como beber 20 cervezas y tomar la decisión de conducir?

Desafortunadamente, debes confiar en el taxista que te lleva de vuelta a casa, así como también en los cientos de locos que manejan a toda hora en los caminos que nos conducen al trabajo temprano en la mañana. También debemos confiar en el piloto que maneja este avión por entre las nubes atiborradas de truenos y lluvia en forma de granizo y los vientos que corren a millones de nudos por segundo aquí arriba en donde no hay de qué agarrarse.

«Preparados para aterrizar», dice una voz en los parlantes cuando no lo esperaba.

—¿Sí escuchaste? —me volteo para darle a Diana la buena noticia, y me doy cuenta de que está dormida.
La sacudo un poco y entiendo que se ha desmayado. Es la primera vez que se desmaya desde que estamos juntos, y estoy a punto de ponerme a gritar, cuando abre los ojos y me dice que por fin se quedó dormida.
—Creí que te habías desmayado —le digo.
—No, claro que no. Me quedé dormida —responde feliz, porque el avión dejó de temblar y vemos la pista de aterrizaje en el mundo de abajo en donde muchas cosas malas pasan, pero al menos la tierra permanece en el lugar que le corresponde y sólo debes sortear a los homicidas que conducen sin Dios ni ley con la cabeza atiborrada de aguardiente y oscuras intenciones.
—No creo que pueda comer hamburguesas ahora —me dice Diana recordando nuestra conversación de hace rato.
—He aguantado las ganas de vomitar desde que empezaron los temblores —le respondo sintiendo un repentino fulgor de alivio y amor hacia el furibundo mundo en el que vivimos.
—¿Por qué no bajamos las náuseas con una cerveza? —me dice de repente.
Diana tiene una de esas sonrisas que valen un millón de dólares si algo semejante a la felicidad pudiera medirse en dinero.
—¿Paramos en el BBC del aeropuerto? —le pregunto.
—Esa cerveza me da guayabo.
—La pasamos con whisky —respondo.

Una cosa no tiene que ver con la otra, especialmente si de evitar el guayabo se trata. No por ello dejamos de dirigirnos al BBC del aeropuerto en cuanto nos bajamos del avión, y sin dejar de sonreír tomamos nuestro lugar en la barra y pedimos una jarra de Cajicá miel, a pesar de la hora, porque es domingo y el avión no se cayó y siempre podemos reportarnos enfermos mañana cuando salgamos de aquí con las botas al revés y el raro sentimiento de hermandad e indolencia que te prodiga el alcohol cuando no eres un loco furioso y tus intenciones no van más allá de meterte en tus propios asuntos y dar algo de ti al mundo contando historias de aviones que no se caen.

* * *

Aeropuertro el drorado… AEROPUERTO EL DORADO. Mejor. 11:00 AM de un muy buen domingo. Bar BBC. Bogotá. En algún lugar del mundo suena esa música tipo jazz launge, de la clase de «me da un poco de vergüenza beber en la mañana», de todos los bares que se encuentran en los aeropuertos. La gente entra para beber un trago rápido antes de tomar su vuelo. Nosotros estuvimos aquí en nuestro viaje de ida y apenas si tuvimos tiempo de tomar una cerveza. Ahora estamos de regreso en Bogotá y ya podemos sentir el frío punzante. Afuera cae una de esas tormentas que podrían terminar con todo lo que alguna vez dimos por sentado.

Estamos a salvo siempre y cuando no subamos a un avión, es lo que intento decir con gran alivio en este momento en el que estamos felices de encontrarnos con vida, además…

—Escribe luego y habla conmigo —me interrumpe Diana.
—Acabo de terminar —respondo.

Me siento tan feliz que no me importaría ir mañana a la oficina con guayabo y la piel ardiendo por pasar demasiadas horas en la playa. Diana está muy feliz también; ambos sabemos lo que es pasar un susto de muerte y salir con bien para seguir viviendo, además este mundo, cuando no se empecina en asesinarte, es bastante bueno con las personas que saben mirar más allá de todo aquello que marcha mal. A lo mejor todos nosotros marchamos mal y el mundo es lo que es sin ayuda nuestra. Vale la prenaa… VALE LA PENA. Mejor. Ya no sé ni lo que digo. Diana me mira para que deje de escribir y le preste atención.

—¿Cómo te salió? —pregunta sonriendo una de esas sonrisas que podrían parar el tráfico en la autopista norte de esta ciudad helada, peligrosa, hermética y profundamente bella cuando llueve que es Bogotá.
—Pide otra ronda y te cuento —respondo.

Guardo las servilletas que me sirvieron para contar esta historia en el bolsillo de mi chaqueta. Le pido al barman que ponga una canción, la que sea con tal de parar esa música de ascensor. Mejor. Pone el último concierto de Bill Evans en Alemania. Nada puede superar este momento.

___________

* Julián Silva Puentes es abogado de la UNAB de Bucaramanga (Colombia). Vivió tres años en Australia, donde hizo un diplomado «in Bussines». Tiene una novela publicada con la editorial independiente Zenu titulada «Pirotecnia pop», la cual presentó en la FILBO de Bogotá en 2011, 2013, 2017, la FILBO de Lima 2011 y la de Guadalajara 2013. Tiene cuatro cuentos publicados en la revista Número: «El reloj de cuerda»(2006), «Cadencias de un clima sario» (2008), «Feliz viaje señora Georg» (2009) y «El loco Santa» (2010). Fue finalista del Floreal Gorini Argentina con «Las tetas fugaces de Marielita Star» de Argentina (2015), y del Oval Magazine con «Gretchen’s pink pantis», el cual fue publicado en Malpensante. Tiene un libro en trabajo de edición que se presentaó en la FILBO de Bogotá este año (2018) titulado «Que el Diablo me lleve si me voy de la Luna». Se trata de una compilación de artículos de opinión que escribió para la Revista Dossier y la editorial Zenu (es la editorial que publicará este libro) cuando estaba en Australia, cuyo tema es la vida de los inmigrantes en AU, los trabajos que hacen para vivir, etc. En ese libro, a manera de bonus track, añadió el par de cuentos «Las tetas» y «Los calzones». En Colombia ha trabajado como abogado siempre. En la actulidad trabaja en Bogotá en una firma dedicada a pensiones.

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