Filosofía Cronopio

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Y «¿QUÉ SÉ YO?»

Por David Andrés Iregui*

No recuerdo con exactitud qué le decía a la maestra. En la tardía tarde, quizá noche, ella me dio la palabra. Mi comentario, como es costumbre, resultaba simplón, baladí, palabras prescindibles, de esas que resulta mejor omitir o borrar automáticamente para evitar la desesperación por la ineptitud. Aún así, yo había empezado a perorar, consciente de mi gazapo retórico y la maestra, posada en una sillita de metal que rechinaba cada vez que hacía algún movimiento, parecía no estar dispersa, incluso, sin ánimo de distinción, diría que se mostraba interesada. Al acabar mi palabrería percibí cierto desasosiego que, por fortuna, no resultó ser tal. Recuerdo la expresión de la profesora; su mirada fija y el ceño fruncido, como desconcertada, confundida. Se había detenido… a pensar. Aunque desconocía la razón de su escepticismo, los motivos se esclarecieron en cuestión de instantes. Empezó un bombardeo de preguntas acerca de mi prédica convulsa, no cuestionando la precaria elocuencia sino el trama y las circunstancias que lo rodearon, al punto que la clase tuvo como precedente, para tristeza de los demás presentes, mi insulso comentario.

Al finalizar la sesión, terciada en gran parte por los griegos, «siempre hay que volver a los griegos», decía la profesora —no sé si por convencimiento propio o por el amor y filiación que sentía hacia Hannah Arendt—, supe que no hay tema malo sino mal trato del tema. Cualquier cuestión, por insustancial que parezca, puede emancipar un trasfondo sugestivo que nos promueva al asombro, al deleite. Fui consciente, sin haberle dado importancia inicial al Sócrates platónico —aunque deseoso de conocerlo—, de la valía de indagar. A decir verdad, la maestra no me lo enseñó, solo me recordó —a través de la literatura y la filosofía— la infancia, esos tiempos despojados de la petulancia adulta que mira por debajo del hombro y que magnifica, desconsoladoramente, la ciencia moderna.

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Desde tiempos pretéritos, la duda y la inquietud han sido el foco que ha permitido el entendimiento, el buen progreso como humanidad. La búsqueda de respuestas a los grandes interrogantes que se ha formulado el hombre a lo largo de la historia, ha permitido evocar y postular ideas que, con el tiempo, se han consolidado como baluartes para el conocimiento. Cómo olvidar, entre ellos, el «¡eureka!» del vetusto Arquímedes, personaje que luego de curiosear la razón por la cual subía el nivel del agua al introducir una corona de oro en la bañera, logró darle a la humanidad la fórmula para calcular la densidad de los cuerpos; o cómo dejar en el tintero aquella afortunada tarde en que una manzana cayó sobre la cabeza de Newton quien, tiempo después, propuso la ley de la gravedad. Ejemplos hay por doquier; lo realmente importante es que con suerte o sin ella, los grandes avances o descubrimientos se han forjado, entre otras, a la luz de un par de preguntas, «¿cómo?» y «¿por qué?».

Tanto la ciencia como el arte han sido permeadas por la astucia de preguntar, interrogantes como los que me hizo la profesora, aunque ni ella ni yo hayamos llegado a conclusiones que se tornen efemérides; seguramente nunca lo hagamos o no nos interese, aunque a ella tal vez sí le importe y lo logre o ya lo haya logrado, ¿qué sé yo?, diría Montaigne. El asombro es la base de la filosofía, apuntó Aristóteles. Se sorprendía tanto —así lo hemos intuido a través de todo su pensamiento— que no dejó de buscar respuestas que de antaño y hasta el presente han sido encumbradas por la humanidad. Su legado pudo materializarse en el pensamiento de los escépticos retomado por Descartes, quien afirmó que para lograr el conocimiento había que dudar —con contadas excepciones— de todo lo que se sabía, y que refirió Montaigne, el maestro del ensayo, en uno de sus escritos cuando reformuló la afirmación socrática «conócete a ti mismo», en términos interrogativos —ya citados—; «¿Qué sé yo?», escribió el francés. Este último —según manifiesta Alberto Manguel, quien le leía a Kipling y Stevenson a Borges; «¡siempre Borges!»—, planteó tal pregunta no en los términos existenciales del viaje interior que, como un destello, ilumina quiénes somos sino en términos de una humanidad que observa el entorno por el que mente y cuerpo trasiega. Resultaría infructuoso hablar de curiosidad sin que aquellas figuras y sus elucubraciones en torno a preguntas convencionales y extraordinarias, se tornen tan embriagantes como una concentrada copita de anís.

Por esas viejas épocas —ese pasado honroso o acaso menos indigno— algo al respecto sugirió Kierkegaard, el existencialista cristiano, así como el misántropo de Schopenhauer. El danés, en el prólogo a su «Tratado de la desesperación», observó en la inquietud el comportamiento que ha de tenerse ante la vida y ante la realidad personal; el alemán, en alguno de los ejemplos de su abarcadora filosofía, no dejó de situar al hombre como un reloj de cuerda que camina sin saber por qué y que, aun así, camina. Qué desazón se habrían llevado aquel par de vivir en estas épocas y observar la materialización de sus cuitas; se levantarían del sepulcro con ímpetu y repetirían al pueblo que «Ningún ser, salvo el hombre, se sorprende de su propia existencia», porque parece que la inquietud humana fue devastada por la «certidumbre» de la vida moderna: la indiferencia. En efecto, por estas épocas, quién más que unos pocos son capaces de sorprenderse.

Y Borges, el imaginario idealista, la Beatriz y el Virgilio dantesco, quizá había sido de los fundadores de Tlön; no en vano menciona que «los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro. Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica». Quizá para el bonaerense, el asombro nos aleja de las verdades, pero nos acerca al júbilo, el mismo que sintió cuando, frente a una tertulia de espejos, plasmó la perplejidad que le producía el laberinto de la existencia, atiborrado de dudas e interrogantes que en su obra —una suma de razonamientos y asombros— intentaría zanjar y realidades que buscaría descubrir y con las cuales habría de maravillarnos perennemente.

En fin.

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Así como el pasmo antes era una regla, claman tiempos en los que se va forjando como una excepción. Como lo retoma Borges en uno de sus primeros poemas, estamos enterrados en «un tiempo sin aventuras ni asombro», el tiempo neoliberal y posmoderno que nos ha adentrado en la dinámica de los entes que aceptan lo dado como androides programados —los del ejemplo de Schopenhauer—; en la dinámica que impone la sociedad del simulacro que busca reemplazar la del conocimiento. Postrados en el lodazal de la premura, escasea el tiempo para la duda, la imaginación, la reflexión, la acción; cuestiones que parecen ya no interesarnos.

Sí, la acción, porque el asombro va de la mano con la reflexión y la reflexión, en gran parte de los casos, nos catapulta al acto, un imperativo que nuestra hiperconectividad nos ha hecho olvidar, pues es en la vida real donde se actúa para cambiar lo que nos parece injusto, no en la red. Algún ejemplo al respecto emerge de la vida de Henry David Thoreau —ensayista tan actual y remoto que su figura hoy en día nos parece esquiva—, cuando se negó a pagar, a pesar de los días que debió pasar recluido en la cárcel, los impuestos que financiarían una injusta guerra en donde Estados Unidos acabaría por aniquilar a otros pueblos. No en vano emergió de los confines de los bosques, de la laguna de Walden, clamando una pequeña verdad que se niega a ser olvidada; la desobediencia civil. Sin total certeza, el legado del ermitaño estadounidense pudo ser acaparado más adelante por la tan querida y admirada por mi maestra, Hannah Arendt, quien en la «La condición humana» postuló una realidad que hoy pareciera dispersa: alabar el nacimiento de cada ser humano, porque cada vida es una forma nueva de curiosear, de pensar, de actuar. Ellos no lograron ver, incluso ni imaginar, lo que acecharía al mundo: la tecnología, la red, el gran hermano y, con ellos, el aislamiento, la obediencia trivial, el despojo de la humanidad que, aunque se niega a ser del todo eliminada, no logra dar una pelea digna.

Hoy en día, ¿qué podemos celebrar?

Se forja como un imperativo, entonces, idear nuevas formas para repensar y habitar el mundo, ya no desde las condiciones del hombre actual, no desde la ligereza y la sumisión, no desde el tiempo sin tiempo y la existencia trivial, pues de hacerlo así, ¿llegaríamos a algún lado? Habríamos de pensar cómo emanciparnos de la red y reconstruirnos en la sociedad del pensamiento y de las aventuras, ojalá dignas de la admiración de Stevenson y Dickens, en donde la duda, la pregunta, se forjen como ejes cardinales; una comunidad donde maravillarse sea un imperativo. Si Kant planteó el «imperativo categórico» y Javier Muguerza el «imperativo de la disidencia», ¿no valdría la pena reabrir las puertas hacía un eventual y apetecido «imperativo del asombro»?

A propósito, Manguel, siempre tan sugestivo, observó que «imaginamos para existir y sentimos curiosidad para alimentar nuestro deseo imaginativo». Y nosotros, ahogados en las inmediatas aguas posmodernas, indiferentes ante la posibilidad de maravillarnos, desahuciamos en el torrente de la aceptación sumisa, de la apatía, nuestras ansias creativas, las únicas que nos auxiliaban cuando nuestra existencia se ahogaba con nosotros.

A medida que el tiempo pasa, el anhelo de interrogar e interrogarnos se vuelve más escaso y la vida del ser humano se torna como la de áridos maniquíes detrás de las vitrinas, entes estáticos que se limitan a vivir hundidos en sus devastadores trabajos y errantes impávidos que clavan su vista al suelo, ajenos a las múltiples ocurrencias de un mundillo que pareciera perder el interés de la mayoría de quienes lo habitan. De a pocos, la humanidad nos hace repasar aquella ilusión literaria en donde un hombre que sueña y que es soñado por otro que sueña y es soñado —¿cuál hombre entonces?, todos, porque un hombre es todos los hombres— comprende con cierta amargura que nada podría esperar de aquellos alumnos que aceptan con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgan, a veces, una contradicción razonable.

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Solo si fuésemos conscientes del gran valor de la pregunta y de la libertad para hacerlas y para actuar en consecuencia, lograríamos recuperar aquello que es digno de los seres humanos: la lucha por no dejar de ser humanidad. Solo si estuviésemos dispuestos a despojarnos de las cadenas moralistas, de la indiferencia y de la ignorancia lanzadas por la sociedad neoliberal y fuésemos capaces de ponerla en duda, no con interrogantes del tipo «cuánto cuesta» o «cuánto demora» sino con un «por qué» o «cómo», mucho más por estas aturdidoras e innobles épocas, podríamos volver a gritar, tal vez no en una bañera pero si a los cuatro vientos, un nuevo «Eureka», seguramente ya no tan glorioso, pero sí muy codiciado.

La preocupación por el ahora no se evapora o bueno, no se camufla, pero qué más da; se siente un fresquito al rememorar a mi profesora y su cara cuando le conté aquella, ya no tan execrable, historia.

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*David Andrés Iregui Delgado es abogado de la Universidad Nacional de Colombia con Estudios de maestría en Derechos Humanos, Paz y Desarrollo Sostenible en la Universitat de Valencia, España. Tiene una especialización en Creación Narrativa de la Universidad Central de Bogotá y, actualmente, cursa el Doctorado en Paz y Sostenibilidad en la era postglobal en la Universidad de Valencia, España. Ha publicado diversos ensayos, sobre todo literarios, en revistas virtuales (Para cuando un renovado aullido, Teoría crítica fáustica, Anatomía de una frase: preferiría no hacerlo, Literatura ¿una fuente de discordia y ¿Humbert Humbert: un lobo estepario?). Igualmente, un cuento de su autoría llamado Intemperancias del olvido, fue publicado en el libro Papeles de la pandemia.

Actualmente se encuentra en trámite la publicación de su tesis de maestría Los derechos humanos. Entre la ficción literaria y la realidad distópica y posthumana. Se ha desempeñado como abogado defensor de derechos humanos en diferentes Organizaciones no Gubernamentales, como abogado investigador y como docente en diversas cátedras como «Ética y Derechos Humanos», «Sistemas Internacionales de Protección de Derechos Humanos» y «Procesos de paz en perspectiva comparada».

 

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