YO, SEÑOR, NO SOY MALA
Por Pedro Gutiérrez Revuelta*
«Dame fortaleza, Dios, en este momento;
pues me ha abierto todo su corazón».
(Jc. 16.18, Jdt. 13.7)
Yo, Señor, no soy mala; aunque bien pudiera ser que mi humilde condición me haya obligado a hacer cosas de las que ahora me arrepiento; cosas que otra persona con más educación o posición que yo nunca hubiera hecho o nunca hubiera tenido la necesidad de hacer. Por eso quiero decirle que todo lo que de mala haya podido ser me arrepiento de haberlo hecho, y por dicha razón estoy dispuesta a cualquier castigo o penitencia que se me imponga lo que, creo, confirma (aunque no justifique) mi condición de no ser mala o, por lo menos, de no haber querido serlo nunca. Y sin más preámbulo le cuento mi caso para que usted decida lo que en su respetable juicio le parezca lo más justo.
Yo nací allá, como usted bien sabe; de cuándo, no me acuerdo muy bien. Aunque gracias a las sesiones que me llevan aplicadas sí puedo decirle que mi primera fijación (según me han enseñado que se dice) está amarrada a la Guerra de los cristeros —como también he aprendido—, pero no sé si porque yo la viviera o soñara o porque simplemente recuerdo lo que Mama Chole —Mamichol, la llamaban— me contara cuando le daba por ahí. Todo está muy confuso en mi cabeza. Pero lo que sí recuerdo es que siempre que empezaba se ponía bien suave y me decía cosas que yo me quedaba como tonta, para luego terminar siempre llorando y que me fuera «trueca de los demonios» donde no me viera más porque entonces me iba a moler a palos… Y a la mañana siguiente con su pelo estropajo y el rimel corriéndole por la cara y el carmín que me daba miedo de verla y la huía como perro rabioso, hasta que otra vez se ponía a contar tan bien esas cosas que ella sabía y vuelta a empezar. Pero ya no sé muy bien lo que me digo. Si estoy hablando de Mamichol o de mí o si son puras invenciones que me han entrado en la cabeza desde que me encuentro aquí. Porque aquello es como un borrón o como cuando se levanta el remolino del pasado y ya ni una sabe si está soñando.
Después de aquello todo ocurrió como en un santiamén: mi hermanita muerta, abierta de piernas (de patas, dijo alguno) y sangrando… Digo hermanita porque así era cuando la encontré tumbada, pero pienso ahora que era entonces mucho mayor que yo. Eso es en realidad todo lo que recuerdo. Todo en mi cabeza —donde dicen que algo se rompió— está muy alborotado. Qué otra cosa se podía hacer que enterrarla. Y allí quedó la cruz de madera pudriéndose como todos nosotros aunque en aquel entonces no lo pensara así sino mucho más tarde cuando la vida me fue enseñando cómo se trata con los que tienen poco o casi no tienen.
Luego, después de aquello, como que todito se me quedó prendido, como atado a una moneda colgada del cielo; quiero decir como si un hilito la sujetara a una nube de algodón de cielo. Y por la noche yo soñaba que me llevaba con ella. Hasta que un día, trabajando yo ya en El Napolitano, como que de repente se me acercó un estira’o —parecía de mala fe— aunque en ese momento no tenía yo razones para pensar así. Se me arrima bien quedito y empieza a decirme la de siempre, ya sabe Usted, las mismas lecciones aprendidas que le habrán explicado las otras acusadas. Como le decía, me vino bien quedito pero a la vez bien bocón, con la lección aprendida y se topó conmigo que, para su desgracia —pienso ahora y me arrepiento—, también llevaba conocido algún que otro camino.
Subimos a la habitación, como se acostumbra, y su voz pegajosa iba humedeciendo mi tímpano y sus dedos reptiles trepando insidiosos. Nos tumbamos. Sus reptiles iniciaron su trabajo de caricias y botones. Ya había dado la sexta vuelta a Jericó cuando a la séptima Froid Yung —como me han dicho que se llama—me dijo que era el asesino de mi hermanita.
Agarré la Cariñosa, como alguién la había apodado y que siempre guardo debajo del catre. Y cuando el Estira’o se paró tipo matador con estoque en mano… ¡zas!, allá se quedó sin ni siquiera decir nadita, sin ni siquiera sentirlo o, pienso yo, sin ni siquiera saber si estaba soñando o era la muerte que le rondaba de hacía tiempo. Yo, con la Cariñosa en mano, salí a la noche libre y me dije —sin saber lo que me decía— que no descansaría hasta aprenderme la Biblia de memoria.
No ha muchos días que acabo de terminarla y de meditar sobre mi vida y la vida de los hombres y mujeres en general. Dentro de unos días se dicta sentencia. Solo le pido, Señor, me deje vivir más; no para ser libre, sino para poder saber lo que es ser mujer entre todos estos libros y librotes de nombres y de hombres a los cuales he empezado a tener acceso, y a los cuales también he tomado cierta afición y cariño porque nos descubren las cosas por las que una ha tenido que pasar y quisiera tener tiempo para contarlas, y que usted comprendiera que yo, Señor, no soy mala. Ya sé leer y escribir. Y me llamo Yael Delilah Judit.
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* Pedro Gutiérrez Revuelta es escritor, traductor y profesor de la Universidad de Houston, en Texas, Estados Unidos. Es autor de los libros: “Filípicas: Cartas desde Las Batuecas”. Madrid: Huerga y Fierro Editores, 2005. “Pablo Neruda. Yo respondo con mi obra (conferencias, discursos, cartas, declaraciones) 1932-1958”. Coeditado con Manuel Gutiérrez. Salamanca: University of Salamanca Press, 2004. “La nariz de Nefertiti y otros poemas”. Madrid: Huerga y Fierro Editores, 2000. “Accidentes y otros recursos”. Madrid: Ediciones Libertarias, 1990. “Complejas perspectivas”. Madrid: Editorial Orígenes, 1988. Asimismo, varios artículos suyos han sido publicados en revistas especializadas de literatura.