DOS REFLEXIONES BREVES SOBRE LA PRAXIS TEATRAL Y LA ENSEÑANZA
Por Gustavo Geirola*
I
¿Qué es una praxis teatral? Por cierto, como lo indica su designación, no es una teoría, pero tampoco es meramente una práctica o—como acostumbran decir algunos teatristas—un entrenamiento. Digamos, en principio, que no es una teoría (ni una filosofía del teatro) por dos grandes razones: no es un sistema de enunciados abstractos sobre el saber del teatrista; en segundo lugar, porque la práctica teatral involucra varias teorías y, finalmente, porque en el ensayo teatral, lugar en el que la praxis teatral se instala y ejerce, lo que importa es el saber-hacer. Ese «saber-hacer» del artista poco tiene que ver con la idea de «aplicar» una teoría o varias. Lacan, en sus últimos seminarios, mostró la forma en que James Joyce se las arregló con su sinthome, es decir, un saber-hacer con su goce. La praxis, entonces, no es una práctica basada en una teoría, por el contrario, la praxis teatral es un hacer cuyo foco es poner en tela de juicio aquello que suponemos aprendido y sabido, desestabilizar los saberes constituidos. En el ensayo, si es que éste no se plantea como una mera ilustración de un texto previo que se pretende mostrar públicamente, se trata de trabajar con lo no sabido, porque esto ya sabido opera en contra de lo que estamos reprimiendo. Esos saberes, producto del trabajo de otros teatristas durante su praxis teatral, no constituyen un sistema, en la medida en que éste se nos aparece como autosuficiente, axiomas ensamblados y proposiciones deducidas o inferidas de dichos axiomas, que se postularían como sin exterioridad, como poniéndose dicho sistema mismo en el lugar de lo real. El sistema o la estructura son versiones posibles de lo real, pero no son lo real y menos aún lo sustituyen. Pensarlo de ese modo sería sostener que hay sentido en lo real. Esos saberes de la praxis teatral, más o menos sistemáticos, no constituyen una teoría como sistema, menos aún una filosofía o una visión del mundo, por eso la praxis teatral está siempre inconclusa. Hay que ir en el ensayo, siempre, en contra de los saberes constituidos porque dichos saberes están marcados por la represión, por un no querer pensar, sea con la mente o con el cuerpo, y eso es lo peor que le puede pasar a un teatrista. Siempre hay en el ensayo algo que se resiste a ser pensado y por eso el ensayo es apasionante, siempre y cuando no se lo conciba como una ilustración «física» de un texto dramático o idea previos.
Si el psicoanálisis, si la enseñanza de Freud nos es útil a los teatristas, es justamente porque cada vez que Freud tiene que vérselas con la praxis analítica, se ve consecuentemente obligado a redefinir sus postulados «teóricos», ya que éstos ya no parecen dar cuenta, ya no se adecuan a lo que está haciendo con su analizante. El psicoanálisis, para los teatristas de la praxis teatral, puede, en este sentido, funcionar como un modelo, en el sentido de una praxis que, al tratar lo real por medio de lo simbólico o al intentar imaginar o inventar lo real, procede por enfrentar ese «no quiero saber nada de eso», es decir, opera por el levantamiento de la represión. De ahí también que, como ya lo viera Lacan, porque el psicoanálisis no es una teoría sobre el inconsciente, no puede ser trasmitido más que por medio de una enseñanza. No estoy seguro que debamos pensar esa enseñanza trasmitida por medio de lo que denominamos «taller» (workshop); sí, en cambio, estoy seguro que el término «laboratorio» es lo peor que se nos puede ocurrir para trasmitir la praxis teatral. En el ensayo trabajamos con lo real, lo simbólico y lo imaginario, ponemos nuestra entera capacidad mental y corporal al servicio de una experiencia que no puede ser concebida como un experimento. El experimento es una puesta a prueba de un postulado científico y la ciencia no tiene mucho que hacer en nuestra praxis teatral. Digamos, en forma rápida y sencilla, que el actor no es una rata de laboratorio, es un sujeto dividido, tiene deseo, se enfrenta al goce. Hace síntomas, se equivoca, miente.
Deberemos imaginar, a medida que se desarrolla la praxis teatral, un tipo de trasmisión que le sea adecuado a su consistencia artística y, por ahora, dejando de lado taller y laboratorio, me atengo a la palabra «ensayo teatral». La trasmisión de la praxis teatral no se puede hacer, como en el psicoanálisis, por el único medio de la palabra. Confieso que cuando leo a los psicoanalistas me sorprendo un poco cuando dicen que el psicoanálisis y su enseñanza asumen la modalidad de la palabra. El hecho de que el analizante llegue y se tire sobre el diván o que se niegue a eso y quiera hablar cara a cara, que no pueda ver la cara del analista, que huela, que suspire, que haya engordado o perdido peso, que su voz resuene con un timbre extraño, pone en juego, como vemos, muchos aspectos ligados al cuerpo, a un cuerpo más o menos desanudado de la palabra, desacomodado. Ni hablar del acting out o el pasaje al acto, que no son dimensiones reductibles a la palabra (parole=habla para Saussure). Hay una teatralidad del encuadre psicoanalítico que incluso se instala en la transferencia y que desborda la palabra, entendida como significante, incluso si lo consideramos arbitrario respecto del significado [1]. Esa dimensión no verbalizada, imposible de verbalizar, que Lacan denominó, para bien o para mal, lo Real (y que no se confunde con la realidad), es eso que insiste y que, en todo caso, a veces, en la praxis teatral, captamos en las improvisaciones, como modos de goce.
Aquí nos topamos con otra pregunta que tiene relación directa con lo que venimos planteándonos. La praxis teatral, lo que allí ocurre, ¿se lo puede escribir? Sin duda, es posible hacerlo. Stanislavski lo hizo; Grotowski, Barba, Brook, Santiago García y Enrique Buenaventura, Augusto Boal, Raúl Serrano —para nombrar algunos— lo hicieron. Sin embargo, cuando partimos de esos escritos para orientar nuestra praxis teatral, siempre hay algo nuevo que nos enfrenta a lo escrito como caduco, no tanto en el sentido de «anticuado» o «decrépito» (que no obstante es lo que nos da el Diccionario de la RAE), sino como algo que ha perdido eficacia o virtualidad (que también está en el Diccionario). Escribir es aquí dar cuenta de un momento del trabajo teatral, de una experiencia que ocurre en vivo en el ensayo; para hacerlo, no obstante, no sólo hay que recurrir al lenguaje, a lo simbólico —que generalmente no nos da la palabra adecuada para eso «nuevo» que hemos detectado—. Hay en el telón de fondo de todo ensayo un corpus de saberes (teóricos o no, teorizados o no) que nos plantean conceptos, una manera congelada del saber que en cierto modo forma sistema con otros, un saber ya dogmatizado, mortificado por el Otro de la tradición, que circula, que es legible en cada momento histórico. Es un saber impuesto como verdad (para seguir a Foucault), que invisibiliza, esto es, que impone límites de visibilidad y decibilidad. Sin embargo, esa batería de conceptos incorporados y trabados por la arquitectura teórica, facilitan el trabajo en la medida en que nos permiten salir de la dimensión de la doxa, de las nociones impuestas por el sentido común, poco fundadas y que nos dejan en el limbo, salvo que —la única ventaja— a veces puede brindarnos sorpresivos malentendidos.
Tomar lo escrito como palabra santa es convertir la praxis teatral en repetición, en sumisión, en creencia, tornarla un ritual que busca consagrar algo previo y que no deja abiertas las puertas a lo nuevo. Y esa actitud de sometimiento a un saber cerrado, autosuficiente, definitivo, no es solamente típico del dogmatismo de las iglesias, sino también de la universidad. Por eso nada más horroroso que leer a futuros teatristas o incluso teatristas ya establecidos que dicen «aplicar» lo dicho por alguien a su propia práctica, como si fuera un corsé que, obviamente, no los lleva al vértigo que debería tener la praxis teatral. Eso es práctica de teatreros, ortopedia teatral, pero no praxis teatral. Eso es práctica de aquellos que se ufanan no de un «yo no quiero saber nada de eso» sino de un «yo sé muy bien lo que digo», lo cual, después de un siglo de psicoanálisis, es una actitud no solo ridícula sino cuestionable. Lo escrito debe ser abordado como un testimonio de un momento del proceso de una enseñanza (como en Freud, en Lacan, en Stanislavski, incluso en Grotowski), la cual a su vez va a poner en tela de juicio, en riesgo, lo que se ha decantado en el escrito, sus puntos de represión. Esto mismo que ahora estoy escribiendo va a tornarse, tal vez, insostenible en cuanto se ponga en juego en la praxis teatral.
Entiendo el escozor que todo esto pueda causar en el teatrista, que tantos años ha luchado por ser reconocido por las instituciones y cree tocar el cielo con las manos cuando su práctica logra un espacio universitario. Pero aquí otra vez el psicoanálisis nos lleva ventaja, en la medida en que los analistas saben a todo lo que tuvieron que renunciar cuando intentaron «institucionalizar» su praxis. Si aceptamos lo dicho hasta aquí, la pregunta no se hace esperar: ¿se puede enseñar la praxis teatral en la universidad? ¿Es conveniente para la praxis teatral desarrollarse en el ámbito del discurso de la universidad? ¿Es contradictorio hacerlo de esa manera? ¿Cuál es el precio que se pagará? No estoy proponiendo en forma retroactiva que volvamos a lo artesanal, al taller, y menos aún a la fábrica. Solo me atrevo a planear la cuestión. ¿Qué modificaciones habrá que exigirle a la universidad para que aloje la praxis teatral tal como aquí la entendemos? ¿Qué ventajas le aportará al teatro como arte una praxis teatral institucionalizada? Al menos ya sabemos lo que una praxis teatral institucionalizada puede aportarle al teatro como mercancía y entertainment. ¿Estará la universidad como institución interesada en una enseñanza de la praxis teatral a la manera de la lacaniana? Ya sabemos cómo Lacan fue excomulgado de la Sociedad Internacional de Psicoanálisis y luego anduvo dando vueltas para conseguir un lugar de reunión para trasmitir su palabra. Tener un espacio propio, formar una escuela propia, ¿será una posibilidad? ¿Cómo hacer para que una escuela no se institucionalice?
II
Anoche tuve un sueño. Fue uno de esos sueños que, a falta de mejor calificación, adjetivaría como ortodoxamente freudiano. Al despertar en medio de la noche me dediqué, sin un analista a la mano y presente en mi dormitorio, a poner en palabras lo que había soñado e intentar asociar libremente sobre los diversos significantes que el relato del sueño me iba invitando a enlazar. Más allá de aquellos contenidos que, obviamente, tienen que ver con mi vida, mi historia—esto es, el sentido que uno arma sobre lo que le ha pasado—y mi modo de goce—eso que resiste al sentido, el fuera-del-sentido—el sueño me llevó a interrogarme sobre algunas cuestiones de la praxis teatral.
Lo interesante de este sueño y el motivo por el que lo he bautizado «freudiano», es porque me mostró, con una claridad que a veces no se logra en la lectura de los textos psicoanalíticos, la diferencia entre lo que podríamos denominar la realidad «mundana», cotidiana—que no es lo Real de los lacanianos—y la realidad psíquica, esa que constituye el gran descubrimiento de Freud. Mi sueño me dio tal «claridad» o «certeza» en cuanto a la diferencia entre ambas realidades que me pareció ejemplar para pensar la cuestión del ensayo teatral y lo que allí ocurre. En efecto, el sueño me daba una versión de aspectos muy reprimidos en el inconsciente (no me animo a decir «mi» inconsciente, ya que, como sabemos, va más allá del sujeto, es transindividual); esos aspectos tenían algún enlace con recuerdos de mi infancia, pero estaban sin duda modificados a nivel de la realidad psíquica. Sabemos que el sueño opera por condensación y desplazamiento de significantes, metáfora y metonimia respectivamente. Me pregunté entonces cuál de las realidades, la mundana o la psíquica, era la que tenía o debería tener más peso en la atención de los actores y del director.
Sabemos que el ensayo es el núcleo de la praxis teatral; es en esa experiencia en la que se juegan múltiples aspectos (sociales, políticos, históricos, psicológicos, artísticos, etc.). Poco se ha teorizado sobre el ensayo como tal; solamente contamos con el arte y oficio de los teatristas, basados en su mayor parte en experiencias personales, en lecturas diversas y sobre todo en técnicas actorales y metodologías de aproximación a la escena, es decir, saberes relacionados con la actuación y la dirección, a veces eclécticamente incorporados a dicha praxis y a la enseñanza de la misma. Pero el nivel técnico y metodológico es solo la punta del iceberg de una «teoría» teatral; aunque los teatristas no lo sepan, esos dos niveles suponen la adhesión a postulados teóricos y filosóficos que, muchas veces, no condicen con el discurso consciente (y hasta político) de los teatristas. Hay opiniones o nociones técnicas y metodológicas que intentan guiar a los teatristas a poner un texto en escena, que pre-existen al inicio mismo del ensayo teatral como tal; con o sin autor, cuando hay un texto, el ensayo es una búsqueda de ilustración o decoración, más o menos vanguardista, de dicho texto; lo que se intenta, con mayor o menor ilusión de fidelidad al texto o —en el peor de los casos— al autor, es promover una lectura que da paso a la puesta en escena concebida como otro texto al cual, desde hace tiempo, los semióticos denominan «texto espectacular».
Alguien convoca a una serie de actores y artistas para llevar a cabo ese proyecto de montaje del texto dramático. Son invitados ad hoc convocados a partir del proyecto de alguien, es decir, del supuesto saber o interés de algún integrante, productor o director. En otros casos, hay ensayos en los que falta dicho texto; los teatristas se reúnen para montar ya no una lectura sino una escritura escénica a partir de «algo que no anda», ese malestar en la cultura a veces captado por sorpresa por alguno de los integrantes del grupo (usualmente se trata de un grupo de gente que ha trabajado junta por un tiempo considerable); Tato Pavlovsky lo ha denominado, tomando la palabra de Julio Cortázar, el «coágulo»; los psicoanalistas hablarían en este caso de síntoma o alguna otra formación del inconsciente (lapsus, acto fallido, sueño). Coágulo o síntoma, por el hecho de anclar en el cuerpo (noción que hay que desbrozar mucho), van más allá que las otras formaciones del inconsciente, usualmente basadas en la red significante y el sentido. Me importa este tipo de ensayo a partir del coágulo y reconozco que también un autor escribe su obra a partir de su propio coágulo o síntoma. Basado en la improvisación, como ocurre también para montar un texto previo —y ahora es cuando recupero lo que me dijo mi sueño— este ensayo se centra en trabajar la realidad psíquica de los integrantes del grupo.
Cuando leo bibliografía psicoanalítica, especialmente de orientación lacaniana, parece que se olvidara (tal vez es algo muy evidente, casi perogrullada, para los analistas, pero igual me atrevo a decirlo) la cuestión de la realidad psíquica. Las discusiones sobre el estatus científico o no del psicoanálisis, colocaron sobre el tapete la cuestión de lo real y del sentido, es decir, los tres registros lacanianos de real, imaginario y simbólico (con todos los ires y venires de la enseñanza de Lacan). Parece quedar claro a partir de estas discusiones el hecho que la realidad mundana no es lo real. No hay duda sobre eso. Lo real es lo imposible, lo que vuelve siempre al mismo lugar, la repetición de aquello que no puede ser significantizado, ya que no hay palabra para designarlo. Lo real es sin ley, es decir, no hay manera de suponer que haya sentido en lo real: la ciencia ha ido, a lo largo de la historia, dando para ciertos fenómenos físicos, por ejemplo, diversas explicaciones, diversas leyes. Estas leyes cambian, porque son el saber sobre lo real, pero nada asegura que esas leyes estén en lo real.
Vistas las cosas desde esta perspectiva y quedando claro que lo real no es la realidad mundana, me pregunto entonces cuál es la relación entre lo real y la realidad psíquica. A partir del autoanálisis de mi sueño, me percaté de la relación, pero también de la diferencia entre la realidad mundana, histórica (probablemente también imaginaria, aunque podamos apuntalarla con datos y hechos documentados), y la realidad psíquica. Imagino que algo de esa realidad mundana debe haber provocado cierto fantasma, localizado obviamente en mi realidad psíquica. Pero me pregunto cuál es la relación de esas dos realidades (mundana y psíquica) con lo real en sentido lacaniano. Por ejemplo, si en mi sueño aparece mi padre, ese padre no necesariamente corresponde —esto sí es Perogrullo— al padre que tuve en la realidad mundana. El padre del sueño puede incluso llegar a representar el carácter devorador de la madre y la segunda esposa de mi padre puede aparecer como el escudo —función paterna en el Edipo— que me separa de ese «padre/madre» devorador. ¿A dónde quiero llegar con todo esto? A la idea de que hay un fantasma que, aún tomando elementos de la realidad mundana, tiene su propia lógica y abre la puerta a ciertos horrores que me parecen alojarse en aquello «real» que no se puede nombrar (no hay aquí padre simbólico capaz de promover la nominación). En suma, algo de lo real debe enlazarse tanto con la realidad mundana como con la realidad psíquica.
El ensayo sobre un texto puede, en alguna improvisación, vislumbrar algo de ese real; pero cuando ese texto falta, solo queda enfrentar la realidad psíquica de los teatristas. Se necesita mucha valentía para abordar esa realidad psíquica hasta las últimas consecuencias artísticas y personales. En este último caso no hay la posibilidad de guarecerse en la garantía (ilusoria) que supone la firma de un autor. Pavlovsky, en una línea psicodramática, pero orientada desde la perspectiva de Deleuze y Guattari, habla de un teatro de intensidades o teatro de la multiplicidad. Aún cuando ese teatro sea el producto de un tipo de ensayo basado en la realidad psíquica de sus integrantes, lo que importa es aquello que caracterizaría a este tipo de praxis teatral y que Ricardo Bartís, a mi entender, bautiza sutilmente como un tipo de trabajo basado en una pulsión poética. Hablar de pulsión es ubicarse en ese lugar de zonas erógenas, de agujeros, de fragmentos que se instalan en el ensayo y que sacan a la actuación de ser un instrumento meramente expresivo (del texto o del subtexto) para plantearla como un campo de fuerzas enlazadas a lo real, a lo corporal, a lo que insiste fuera-de-sentido, a lo que no hace sentido, a lo que permanece, a lo que se denominó sinthome.
El ensayo sobre un texto puede atravesar el fantasma de ese texto y, en cierto modo, puede admitir un final del ensayo; es casi un lugar común de los directores decir que se detienen en algún momento, a veces impuesto por una fecha de estreno pautada para controlar y poner un punto de basta al proceso de trabajo con el fantasma. Pero en el teatro de la pulsión poética no hay nada que atravesar; por ende, no hay un final, ni siquiera forzado. Hay en él apertura, hay un saber hacer —típico del arte— con el sinthome, un saber arreglárselas con aquello que, siempre ahí, siempre insistiendo, no tiene sentido. ¿Hasta qué punto un espectáculo, trabajado desde la pulsión poética, puede subir a escena como un fuera-de-sentido? Obviamente este teatro ya no es un espejo de la realidad mundana, sino de la realidad psíquica de unos artistas que, por alguna razón, tocan a su manera un mismo real que la realidad mundana en la que viven y trabajan. Por este rodeo, ese más allá del fantasma fundamental al que llegue la praxis teatral basada en la pulsión poética va a tener un sentido para alguien y a la vez va a impedirle a ese alguien, enfrentar el fuera-de-sentido. Ambos teatros —el de autor o director, y el de la pulsión poética— son teatros de riesgo; ambos nos enfrentan a la realidad psíquica y ambos deben convenir en la dimensión del fantasma. La diferencia no reside en los tipos de teatro, sino en la forma en que se enfrenta la praxis teatral: como la diferencia que hay entre psicoterapia y psicoanálisis. Podríamos pensar una praxis teatral (con o sin texto) que trabaja la realidad psíquica como síntoma de la realidad mundana y trata de darle sentido, para responder a la demanda de un público que busca su bienestar o confortabilidad en el sentido; o una praxis teatral (con o sin texto) que va contra el sentido, que trabaja como una forma de imaginar o inventar lo real (no la realidad mundana) y que incomoda, porque no responde a la demanda de amor del público, no lo conforta, lo arroja al fuera-de-sentido.
NOTA
[1] La actriz y psicoanalista tucumana Gabriela Abad ha dedicado a este tema un libro titulado Escena y escenarios en la transferencia (Buenos Aires-Los Ángeles: Argus-a Artes y Humanidades/Arts & Humanities, 2015).
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* Gustavo Geirola, Hazel Cooper Jordan Chair in Arts and Humanities. Es director e investigador teatral, Profesor en el Departamento de Lenguas Modernas y Literaturas de Whittier College, Los Angeles, California. Obtuvo su Profesorado en Letras en la Universidad de Buenos Aires y su doctorado en Arizona State University. Ha enseñado en la Universidad de Salta, Sede Regional Orán, en la Escuela de Teatro de la Facultad de Artes de la Universidad de Tucumán; en The Catholic University of America, en Washington D.C. y en Arizona State University. Autor de Teatralidad y experiencia política en América Latina (Irvine: Gestos, 2000). Es co-editor con Lola Proaño de los tres volúmenes de la Antología de teatro latinoamericano 1950-2007, publicada en 2010 por el Instituto Nacional de Teatro de Argentina. Ha publicado seis volúmenes de Arte y oficio del director teatral en América Latina con entrevistas a directores de las Américas (vol.1 México and Perú; vol. 2 Argentina, Chile, Paraguay and Uruguay, vol. 3: Colombia y Venezuela, vol.4: Bolivia, Brasil, Ecuador, vol. 5 Centroamérica y Estados Unidos. El vol 6. Caribe: Cuba, Puerto Rico y República Dominicana). Ha publicado también innumerables ensayos y artículos sobre literatura, teatro, cine, televisión y cultura popular desde perspectivas diversas: estudios gay y lésbicos, queer theory, psicoanálisis, culturas asiáticas en América Latina. Muchos de sus artículos han sido publicados en libros y prestigiosas revistas académicas en los Estados Unidos, Europa y América Latina. Finalmente, ha organizado múltiples congresos y dictado conferencias, talleres y seminarios en Europa, América Latina, Estados Unidos y China.