Literatura Cronopio

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Portador

DEL PORTADOR DE IMÁGENES

Por Marco Antonio Mejía Torres*

«Imagen o idea son siempre ese ahí pero dónde, ese ahí pero cómo.»
(Julio Cortázar).

I

Desconozco cuándo aconteció en mi experiencia el encuentro fundamental con la imagen. Parto de una convicción actual, de una fe si así se quiere, de una fidelidad a la imagen poética. Toda esta animosidad hace referencia a su poder, a su fuerza, a su inquietante fijación en nuestros sentidos. Hay por cierto una complicidad personal, una soledad entre quien experimenta la imagen y la asume en sí como un hecho vital de su existencia. Quizás ahí se dio aquella revelación cuando descubrí la existencia de la música. Sus notas me llegaron en un domingo de infancia, un sonido que nunca había oído penetraba vivamente por el solar, sus notas me envolvieron, me hechizaron y salí de casa a buscar su origen sin saber cómo, ni dónde. Fueron algunas cuadras y llegué ahí a la gruta, en donde una banda musical alegraba la mañana. En un sentido literal «vi» la música. Pero descubrí algo más: en realidad, me había perdido y no sabía cómo volver. Supe sí, con suprema angustia, lo que era la lejanía y el extravío.

En mi caso, la permanencia de la imagen, su influencia tiene dos fuentes: la imagen cinematográfica y la palabra poética. Otras de sus manifestaciones tienen, por cierto, una valoración estética que viene de un ejercicio intelectual, de una labor de apreciación; en la pintura, por citar un ejemplo, el mundo de las formas protagoniza su revelación, y sus signos y sus códigos los he encontrado mediante un ejercicio de aprendizaje, mientras que en los dos casos nombrados hay una compenetración natural, un sentimiento de identidad, una correspondencia que da voz al silencio o que al asombrarse silencia la voz.

La imagen nos anuncia o nos oculta, la invocamos y ella se nos manifiesta o se nos revela, de su sombra o de su esplendor se desprenden momentos memorables en toda creación. Una escena de la película de Ingmar Bergman, La Hora del Lobo, la puedo nombrar como mi primer descubrimiento del poder de una imagen: dos personajes en el umbral de la medianoche expresan su angustia, su miedo; sensaciones expresadas con una lentitud y una hondura en la cual su imagen —la del miedo, la de la angustia— está escenificada y desnudada desde nuestro propio ser. Y en verdad lo que ahí presenciamos, no es el miedo, ni la angustia, sino su representación adobada por el silencio, por el terror de la medianoche, por la vida y la muerte.

Desde entonces por dádiva inconsciente he ido acumulando una galería que nutre la imaginación y el goce, y son muchos los nombres y las obras, cuál más, cuál menos, cuya creación nos hace saber que la soledad adolece de soledad ante la imagen compartida. Quisiera romper esta discreción y mencionar dos nombres: Andréi Tarkovski y Belá Tarr, asumo el riesgo para destacarlos como quienes han penetrado esa frontera en la cual se borra el límite entre el verbo, la palabra poética y la imagen cinematográfica, ésta tiene en sus narrativas visuales la sonoridad de la palabra, imágenes o palabras que son a la vez un susurro, murmullo que proviene desde la fuente misma de la poética.

II

La imagen poética puedo designarla como fundamentación de la aventura del hombre en su destino con y desde el lenguaje. Hay por supuesto algo remoto que se nos escapa, acaso la antigua veneración de las palabras y cuya huella reconocemos en el imaginario mítico, en las primeras imágenes, en los diálogos iniciales con la trascendencia y sus rastros, que podemos sintetizar en la significación de la siguiente escena: la representación de Edipo rey de Sófocles, el momento preciso cuando Edipo expresa su voluntad de cegarse, mirando, en ese instante, el sol crepuscular que se oculta en el occidente dando origen a las primeras sombras sobre el escenario del teatro griego.
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Desde entonces, mucho del trasegar de la poesía ha sembrado de imágenes una extensa historia que acompaña nuestros pasos por el mundo. La experiencia poética brinda a toda época una visión del mundo con la cual el hombre enfrenta sus más caras inquietudes. Épocas con o sin dioses, de penurias o de banquetes, de desolación y arbitrio, de condena o libertad, perduran por las imágenes que el decir poético nos lega. Los poetas herederos de la originaria esencia de la palabra, invocan desde la imagen su visionaria tarea.

Dos ejemplos debo mencionar que se derivan de la observación anterior. Inevitable nombrar la presencia de Hölderlin, ineludible pensarlo en el naufragio mental que lo aísla en una buhardilla; no se trata de una simple anécdota biográfica, llamo a pensar esta circunstancia del delirio desde el contexto de su obra; su extravío señala una pérdida, la de los dioses; invoca una misión, la de la custodia de la palabra; e invita a quienes deben atender el cuidado y proclamar lo que ha de venir: los poetas. Suma así el sentido de una obra, con la imagen de aquel que se entrega a no nombrar más lo que su tiempo ha dejado en la penuria. Ahí la desorientación, ahí la pérdida, ahí el canto que añora la generosidad de un día de fiesta. De Hölderlin nos queda el reclamo, la herencia de mantener vivo el fuego sagrado del canto poético.

A esa voz de Hölderlin quiero asociar la voz de Rilke, sutil artesano y constructor de imágenes, cuya simbología obliga a un permanente volver hacia unos versos que tienen la cualidad de estar revelándose lentamente; allí se asoma la otra dimensión, o más bien, la dimensión del ser en la Palabra: lo que los hechos o los acontecimientos son, pero desde la luminosidad del decir poético al que pertenece lo esencial, y que Rilke esculpe magistralmente desde el oficio del verso y el verbo. La lectura de Rilke se empeña en una minuciosa elaboración de la imagen que él propone al lector y que el lector debe desentrañar desde una actitud cavilosa, que exige a la vez una paciente inmersión al universo del poema.

No menos contundentes son las visiones de lo que podríamos señalar como la imagen americana, descubierta por algunos de nuestros escritores en ese diálogo, entre la realidad cotidiana y la imagen de una «realidad maravillosa», en la cual se develan las raíces de lo mágico. Hacer este tipo de aseveraciones tiene sus riesgos, pero me aventuro a justificarlas con las propuestas de algunas obras que irradian en sus páginas las regiones literarias: las soledades y los silencios de los paisajes de Juan Rulfo, la voraz selva de Horacio Quiroga y Eustaquio Rivera, la sórdida ciudad de Juan Carlos Onetti, el otro Buenos Aires, universo de Jorge Luis Borges o túnel insólito que se une a una estación del metro por donde se asoma Julio Cortázar; la imposible saga del Macondo de García Márquez, la realidad mágica de Alejo Carpentier y la veta de nuestro imaginario, la sobreimagen que pregonó José Lezama Lima.

Encontramos entre sus páginas la exaltante afirmación sobre la abundancia de imagen que enriquece la naturaleza del ser americano, esa sensibilidad que suscita el estar rodeados de nuestro alucinante paisaje y del modo como cabalgamos en él, descifrando lo oculto o más bien haciéndole visible. Ante nuestra realidad histórica, los portadores de la imagen literaria han convocado nuestro misterio histórico. Aquí la atención por renovar para nosotros el mito, su construcción desde la creación y la revelación de sus signos, el dialogo que se entabla por hacer visibles las imágenes que hacen posible nuestra realidad, imágenes en las cuales nos descubrimos desde lo desconocido y nos llevan a reconocernos en lo que ellas nos aportan.
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Intimar con la imagen es el propósito de estas palabras. La vivencia y el fulgor se generan en la lectura, o desde la experiencia de su visión, y privilegian nuestra sed poética. No requiere otra cosa que una apertura, una hospitalidad para que la palabra encuentre un destino y nos encontremos nosotros con la imagen que su dádiva propicia, así hacemos eco de la labor del poeta y validamos la custodia que el poeta realiza como portador de imágenes.
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*Marco Antonio Mejía Torres realizó estudios de Filosofía y letras en la Universidad Pontificia Bolivariana y se especializó en periodismo investigativo y cultural en la U de Antioquia. Libors publicados: La Fragancia de la Identidad. Libro de Ensayos sobre la Historia y la Cultura. Editorial Universidad Pontificia Bolivariana, 1991. Cuerno De Imagen. Editorial Pontificia Bolivariana 1997. Los Disidentes del Campo Santo. Editorial EAFIT 2000. El Mar de la Gracia. Novela. 2003. Las Llaves del periódico. Editorial EAFIT Crónica. 2008. Cuervo. Novela. Ed Otraparte. 2011. Distinciones: Primer Premio Concurso de Ensayo Latinoamericano René Uribe Ferrer 1996. Premio de Poesía Ciro Mendía, 1994. Segundo Premio Concurso de Cuento Municipio de Medellín, 1992. Primer Premio Poesía del Magisterio Antioqueño, 1988. Se ha desempeñado como profesor de Filosofía, literatura y periodismo en la U.P.B. y en la Universidad de Antioquia. En la gestión cultural laboró en el Palacio de la Cultura y en Comfenalco Antioquia.

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