Invitado Cronopio

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Ethan

UNA CANCIÓN PARA ETHAN

Por María Angélica Pumarejo*

Los niños corrían a tirar piedras a su paso en un destartalado buick roadmaster 1953, y ese carro es el mejor de los pretextos para mirar unas buenas caderas. Aunque, en mi avaricia, pese a la perfección de la máquina, siempre lamenté que ese buick no fuera más alto, de tal manera que la inclinación de Alice sobre el motor hiciera más corta su falda y más largas sus piernas a mi vista, igual me las arreglaba para rozar sus calzoncitos de algodón mientras olía su rendija de primavera. Levanté mi mirada y descubrí la suya llena de lágrimas, ya empezaban a escurrirse por sus mejillas acompañadas de un grito delirante, cuando encontré el dedo meñique atrapado, la sangre roja como dulce de frutillas le corría entre los dedos hasta hacer un charquito en el cuenco de la mano completamente torcida e inmóvil. El martillo estaba viejo y oxidado para la labor pretendida, pero mucho me ayudó a desbaratar a golpes todas las piezas ensanchadas del ventilador hasta liberar la mano de mi Alice. La cargué sobre mi hombro abrazada a mi joroba, no paraba de llorar con un quejido hondo y aflautado, de esos propios para reclamarle a la vida la más infinita desgracia.

Ahora estamos ya sentados en el porche y Alice tiene su dedo en medio de un par de láminas de nácar para inmovilizarlo tal como me lo había enseñado madre. Duerme en la mecedora con su cabeza recostada en ese cojín de lino, la falda luce atrapada entre sus piernas, por hoy no podré seguir husmeando hasta llegar a la transparencia de la suave tela de algodón donde esconde su rendijita. Curé su dedo con tanta parsimonia, hasta dejarla dormida en mis piernas, pero llegó Jim Thomas y me la arrebató para ir a sentarla allí donde ahora sueña.

Alice, mi última víctima del sur.

En abril de 1968 yo era un vagabundo. Había llegado de Nueva Orleans atraído por el esplendor del Caribe. Yo, que tomaba Jack Daniels y cantaba blues con mi ronquera infinita, tenía la firme convicción de poder convertirme en medio de mi deforme destino, en un triunfador. Había probado ya muchas suertes, pero este lado de América se me antojaba algo parecido a mi sur, Georgia, Tennesse, Cheehaw, Society City, lo pensé entonces mi mejor fortuna. Una vez fui joven, antes, fui niño. Mi joroba no era este bulto histórico que cargo cada vez con menor destreza y mi piel aún no sufría tantas laceraciones, era más presentable, además era el regocijo de padre, quien también tenía una figura para hacer correr de susto a más de una persona descuidada a media tarde en la carretera de Forks Falls, la más cercana al pueblo donde nací y me crié. De niño, madre cargaba conmigo como una más de sus cajas de whisky, el mejor de la región, casi el único, porque madre era la dueña de la destilería y controlaba toda la distribución. Con los años, a escondidas, pude comprobar aquello que escribieron: Ese es un trago que sabe limpio y seco en la lengua, pero una vez dentro empieza a arder y ese fuego dura mucho tiempo. Así, en medio del fuego, aumentado por una y otra paliza por desobedecer la orden de no tocarlo, yo me embocaba mis tragos hasta quedar ardido por dentro pero con la sonrisa sostenida del idiota.

Mis padres no tienen copia. Mis padres miserables, usureros, ovíparos, borrachos y fornicadores insaciables, retorcidos, más retorcidos que mi pie derecho. Mis padres, que se mutilaron uno al otro por una cuenta de diez dólares. Mis padres que me enseñaron cómo en un cuerpo deforme no cabe un alma buena. Mis padres por quienes fui condenado a vagar de un lado a otro, a salir de mi entrañable sur. Mis padres que me hicieron el mejor de los favores con su desprecio. Si no fuera por ese desprecio yo nunca hubiera descubierto tanta vida, tantas otras.

Así fue como llegué a este país, mi acento trabado y soso no es otro defecto más, como piensan muchos, es el tropiezo natural de adoptar otra lengua. Salí de ese pueblo el día que cayó en mi plato de barbacoa un dedo de padre. La cuestión entre ellos ya era simple, cuando uno descubría la trampa hecha por el otro en la cuentas del café, en las ventas del Kura Krup, en la distribución del whisky, volaba un dedo, un pedazo de oreja, un mechón de cabello cuando menos, incluso un pedazo de talón, de tal suerte que madre, cuya figura siempre había sido buena, cada vez se parecía más a su marido, luego de tantas mutilaciones. Estaba acostumbrado a vivir en medio de ese circo de enanos, deformes, la mujer gigante y barbuda.
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Ese día algo se atascó en mi corazón, sobraba para los dos. Seguramente supe de alguna forma que ya era hora de disfrutar de sabores más dulces y de conseguir algo de belleza para mi propia vida. Subí a la habitación de madre. En el primer piso, entre la barra y el porche, ellos se lanzaban todo cuanto tenían a mano, vi por la baranda cómo el sofá de seda verde se llenaba de una sustancia viscosa, algún remedio casero de los que fabricaba madre, me dio tristeza porque en ese sofá, cuando era muy chico, padre me enseñó a jugar ajedrez, sentados en él pasamos horas riéndonos de todas sus historias inventadas solo para darme gusto. Fui a la habitación de madre, parecía más la de un hombre y me llevé de allí esta lámpara de kerosene, luego pasé por la de padre, vi sus sandalias de verano retorcidas, iguales a sus pies, no quise llevarme nada, llegué a la mía en el último piso, saqué un poco de ropa, mi cazadora de invierno y un sombrero, herencia de mi abuelo, regalo de madre en mi cumpleaños número ocho. Miré por última vez, a través de mi ventana abierta en el techo, ese cielo azul de pueblo, azul, azul, azul. Cerré la puerta detrás de mí, bajé las escaleras procurando no ser visto por ninguno de los dos, fui detrás de la barra a la oficina de madre, tomé todo el dinero que encontré en la caja de hierro empotrada en la pared detrás de su asiento, un frasco de Kura Krup por si enfermaba de algo, abrí la ventana y fui a parar al patio trasero, de allí corrí sin mirar atrás hasta llegar a Forks Falls, donde me tropecé con Henry, parecía más cansado, más viejo y más extraviado. Me preguntó sin detenerse: ¿a dónde vas? Le dije: a otra Luna, ah, súbete el cierre, se te sale la tripa. Pobre Henry, su inutilidad salvaba la mía.

Ese día caminé mucho, caminé hasta Cheehaw, llegué a mi escuela, de donde me retiraron luego de incontables peleas, en las que hacía de víctima y victimario. Al principio creían en mi inocencia, pero luego descubrieron mi culpa. No podía ver un ojo bueno, un brazo recto, unas piernas hábiles. De inmediato era presa de un sentimiento maldito, que me hacía buscar el pretexto de la pelea en medio de la cual me ensañaba en alguna parte de ese cuerpo perfecto. La mayoría de las veces arreglaba todo a simples mordiscos sin poder hacer gala de otros malabares, porque me caían a palos en la joroba y ese dolor siempre ha sido insoportable.

Un día, como a las dos de la tarde, hacía mucho calor, estaba en calzoncillos en el café, a esa hora funcionaba sólo como almacén, de repente se abrió la puerta y una mujer avanzó desde el porche hasta el interior de la casa, cuando reconocí las dos figuras que venían acompañando a la mujer, corrí a esconderme en la oficina de madre, desde allí pude oír la discusión. La mamá esa venía con las dos hijitas cuyos rostros estaban casi desfigurados a razón de moretones y rasguños propinados por mí en el recorrido de vuelta a casa de la escuela. Lloraban aún como si hubiera acabado de pasar y contaban historias terribles donde yo maltrataba a todos sin ninguna razón, sólo porque así lo quería. Contaron entonces cómo yo quería arrastrar a un niño hasta los retretes para hacerle no sé que cosas, salí gritando de mi escondite que era mentira, eran unas mentirosas y por mentirosas les había dado su paliza, nadie las mandó a meterse conmigo, a querer tumbarme mi joroba porque era mía, merecida tenían la zurra que les había dado, igual se las volvería a dar, las insulté hasta más no poder y las hice salir de mi casa ya, porque ellas eran unas aparecidas de quienes no se sabía de dónde venían ni para donde iban, en cambio madre era la mujer más rica del pueblo y era madre mía.

Con esa sentencia terminé mi discurso defensor. Estaba desnudo, brillante del sudor por la ira, parecía un muñequito de esos armados con barro por las negras sureñas para maleficios. Madre volteó a mirarme, soltó la risa con tal estrépito que la mujer junto con sus vástagos salieron al trote, ofendidas, escandalizadas y completamente histéricas. Pero madre era severa, después de su risa, me tomó en sus brazos, me dio un largo baño, me puso ropa limpia y me atendió con mil «fuetazos», porque yo la había sacado de la cama en la que retozaba con padre y porque, esto era lo más grave, había quitado clientes para su negocio. Madre me dejó maldiciendo en medio del corral de cerdos. Aproveché para revolcarme con ellos y jugar a quién era más cerdo.

A mí me gustaba revolcarme con los cerdos. Era algo para lo que le pedía permiso a madre y me concedía como gran premio. En medio de ellos yo no parecía feo, claro, eso si estaba con los más grandes que ya tenían pelo, porque los chiquitos podían ser más bonitos que yo. Me fui del pueblo para perderme en el mundo. Cuando tuve frente a mí la puerta principal de la escuela, la abrí de una patada, seguí por el corredor hasta un salón de clases, rompí el pizarrón a palos, rompí el escritorio de la vieja ojos de buey, como cinco asientos de niños, me volé por una ventana cuando oí voces en el corredor diciendo: dimwit, dimwit. Corrí mucho, mucho, hasta subir en un autobús de Cheehaw a Society City, allí tomé el tren. Un tren cuyo leve y agudo silbido se podía oír en el pueblo, algunas veces, en las noches sin viento. Así decía del tren el libro de madre.
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Desde entonces he rodado sin parar, viendo más amaneceres y anocheceres en unos pueblos que en otros. Llegué a Society ya entrada la madrugada, me fui a la pensión Mirror Broken donde no se admitían blancos, pero a un pequeño monstruo como yo lo tomaron por hermano, tal vez entendieron que sufría las mismas desventuras y rechazos de cualquier negro en el gran país de ese momento. Pude quedarme allí tres días, me dieron de comer hasta la saciedad: coles en salmuera, sopa de cangrejo, fritos de maíz como los de madre, ternera en su jugo, huevos con jamón, pollo rostizado y mil costillas de cerdo ahumadas. Siempre he tenido un buen estómago, casi insaciable. Los días en aquella pensión, hicieron evidente el malestar con que el mundo me recibió, un malestar mutuo en todo caso. Me acompañó mi armónica, sólo ella podía saber de mi tristeza, aunque en ese momento no sabía descifrar ningún sentimiento ni pensaba en ello, solo actuaba como jalado por un impulso de cualquiera de mis tripas. En todo caso, soplar y aspirar por esos orificios fue durante muchos años el respiro para mi juventud, llena de miedos, de vergüenzas, de rencores. Llena de tantas cosas para las que no había en mí ninguna palabra, no tenía entonces mayor lenguaje para entender nada. Con la armónica se me iba ese golpeteo interno, sentir con ella una canción como Memphis Blues ahogaba cualquier angustia, si tocaba la armónica podía ser dueño del mundo.

Eran las seis de la tarde del último día en la pensión, estaba sentado en el porche intentando componer alguna melodía, apareció frente a mí una muchacha rubia, de ojos azules derribadores, de caderas estrechas y grandes senos, me enamoré de sus manos perfectas, las tenía a la altura de mis ojos. Poco a poco sin dejar de tocar Midnight Special recorrí su cuerpo hasta llegar a su mirada, allí se acabó mi gesto dulzarrón. Sacó una manzana roja de su bolsillo derecho y sin ninguna otra presentación me la dio. Me aferré a la manzana, la mordí con avidez, la comí como si fuera mi último bocado sin despegar mis ojos de todo su cuerpo, sentí su olor a través de ella, su sudor era el jugo de la fruta en mi boca, la tersura de su piel venía en la pulpa. La sentí toda, estallada en mi corazón hasta dolerme.

En ese momento supe del amor. Fue aquella tarde, aunque las horas siguientes después del encuentro fueron miseria. Perdí diez minutos comiéndome la manzana y todos los demás tocando la armónica, mientras recorrí su figura. Supe secretamente que no era un niño, el dimwit había crecido adentro y mis débiles raíces empezaban a truncarse en la matera. Creí esa tarde, por Aura, que el amor sería mi más grande debilidad. Mentira. El amor se volvió un juego de espadas en donde probé mi filo rasgando siempre la otra piel. Pero Aura fijó mi mirada en su vida, por eso fui a buscarla esa misma noche para decirle cuánto la amaba, para decirle que mi muerte sería el próximo acto si ella no era mi novia, quería abrazarla toda con mi brazo enorme, quería echarle sal a los caracoles para desaparecer la babosa, quedarme con las conchas y hacerle lindos collares lacados con mis besos. No hizo ningún caso a mis palabras. Mi armónica lejos de endulzar su oído, fue un juguete tonto derribado al piso por su capricho con un golpe de manzana. Tenía muchas manzanas en una gran canasta en su cocina, muchas, no era una manzana en especial para darme de regalo aquella traída esa la tarde a la pensión, era una manzana cualquiera, red apple, red apple, red apple for dimwit. Le dije adiós con una mofa y salí de su vista, caminé nuevamente hasta la pensión, estuve toda la noche tocando la armónica para Henry, a quien ya no volvería a ver, toqué canciones que él siempre acompañaba con su guitarra, toqué Three o’clock Blues. Entonces vi lo que no debía, pero tampoco sabía de eso.
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Una pareja muy joven, forastera, llegada desde Jasper, se besaba en un rincón desesperadamente, el hombre metía sus manos por la falda de la mujer, yo podía ver sus piernas negras y gruesas, luego casi le arrancaba la blusa, luchaba para quitarle el cinturón que hacía ver su talle de reloj de arena. Se dieron cuenta de que los miraba, ahí ella me tiró unos dados, me fui maldiciendo a esos negros y pensando en Aura.

Cuando la dejé estaba sudando, llena de manchas de sangre por la cara y por el cuerpo. Me gritaba: monster, monster, perro de mierda, verdugo, animal, mi padre te matará, te matará como a un cerdo. No sabía ella de mi vida entre cerdos y cómo unos cuantos habían quedado sin orejas por mis mordiscos.

Llegué a Jefferson semanas después, tampoco me quedé allí. Mi figura descompuesta fue siempre mi trinchera, muchos me recogían en las carreteras y me daban de comer. Seguí por mucho tiempo sin rumbo, la ropa me quedaba estrecha, la dejaba en la caneca de algún lugar y compraba otra que volvía a dejar en la caneca de otro lugar. Me pasaba de uno a otro pueblo por puro antojo. Iba derecho al café de la gasolinera, mientras comía, oía la radio. La radio de allá siempre fue especial, llena de música de los ronroneos del blues, era igual a la radio del café, me recordaba a madre en su mecedora antes de abrir el local, entre las cinco y las seis, la única hora del día en que parecía gente de verdad.

La radio hablaba de las manifestaciones de los negros en todo el país, estaban revueltos, Luther King había sido privado de su libertad, la libertad de un negro entre miles de negros teniendo que soportar la miseria de los blancos, negros atorados con mil pruebas diarias para gritar el derecho de pertenecer a la misma especie de los blancos, the human be. Los negros que hasta hace poco habían podido viajar en los autobuses municipales aún en el sur donde eran mayoría, los negros que hacía poco habían podido leer en las bibliotecas, comer en los comedores, estacionar en los estacionamientos. Segregados, autobuses segregados, colegios segregados, cines segregados, bares segregados, qué segregan, quiénes segregan, de qué los segregan. De la gran mentira del mundo. Y ahora, oía en la radio que tenían a Luther King en la cárcel de Birmingham, miles de negros protestaban por la retención. Retener, lo ha pensado, retener a un hombre, encerrarlo, qué se le retiene, de qué se le retiene. En últimas se retiene su cuerpo para mitigar su mente, se retiene su cuerpo para dar gusto a quienes temen ver disminuido su poder, los mismos que no se han dado cuenta de que cualquier soberbia en el mundo resulta inútil en comparación con la rapidez con que se extingue un cuerpo en cualquier cementerio, esos cuyo ego los hace vivir como inmortales.

Lloré mientras escuchaba la noticia una y otra vez por la radio, ese negro en franca pelea por los negros, yo sabía de sus razones. Una vez camino a Cheehaw me obligaron a darle mi puesto a un blanco, seguro mi deformidad me asimilaba a un negro, ya de pie me agarré con mi enorme brazo a la barra del autobús, todos rieron, debía parecer un mono ahí colgado. El negro a mi lado izquierdo me acarició la cabeza, desde ese momento me uní a la protesta negra. Qué contradicción, yo me unía a una protesta considerada entonces, por mi escaso entendimiento, tan legítima como mi derecho a no ser bello y a ser respetado, es más, tan legítima como mi derecho a despreciar a los otros. Sin embargo, un tiempo después, fui peor que cualquier blanco, me tomé el derecho de arrasar cuerpos solo por no poderlos sujetar entre mis piernas. Fui peor.

Rodé a la topa tolondra, la infancia se quedaba en cada lugar de donde recogía motivos para curtirme, para hacer de mi un deforme más fuerte, más oportunista, más aprovechado, más avivato, corrupto, ladrón; mendigo un día, otro generoso; baboso un día, desvergonzado al otro. Un minuto la oveja, dos minutos después el lobo. Aprendí a vivir, vivir como se pueda, la única manera como todos llevamos la vida en este mundo. Vivir con madre y padre supuso para mí buscar cada día lo que bien podía tener, un día tenía tristeza otro dolor, rabia, una pequeña complicidad, comida, peleas, música, golpes, gritos, tartamudeo, tartamudeo.
Orejón tartamudo no sabe por dónde anda
quítese de la puerta que padre necesita pasar
largo de aquí que el piso está encerado.
No coma más tarta de manzana que no va a dejar para vender,
no beba el whisky,
recortaré sus uñas hasta sacarle sangre para que aprenda a no quitarle las bellotas a los cerdos, dimwit, poor dimwit.
(Continua página 2 – link más abajo)

2 COMENTARIOS

  1. Realmente es un exclente relato, con una cruda belleza, una mezcla brutal de imagenes y sensaciones rudas y dulces. Se puede escuchar el blues.

  2. Que relato maravilloso, lleno de esa magia de la literatura Norteamericana que siempre ha tenido el poder llenar mi alma de inmensidad y libertad. Casi que huelo el algodón que se fabrica allá y que me da un paseo a mi niñez.

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