Literatura Cronopio

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Vodka solo

DEL VODKA QUEDÓ SÓLO LA RESACA (PRIMERA PARTE)

Por Juan Carlos Vásquez Prudencio*

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La plaza nos esperaba a todos con la boca abierta, para introducirnos a sus fauces, devorarnos poco a poco hasta ser unos simples espectadores, rodeada de torres, de construcciones antiguas de varios pisos y largos corredores. Largo muro de tumbas incrustadas a la pared, héroes anónimos, esperando por nosotros, para transportarnos en una burbuja cubierta por un cielo falso, con ruidos, rumores, bullicio de gente perpetuada en el tiempo, marchas de banderas triunfantes, sentencias y guillotinas, verdugos blandiendo su hacha en alto para cercenar la cabeza de la víctima, constructores con los ojos arrancados para que nunca más vuelvan hacer algo tan perfecto como una catedral de cúpulas y colores. Soldados elegantemente vestidos de un azul impecable, marchando con la pierna extendida a la altura de la cintura, simétricamente iguales, como si el mundo para ellos solo fuera el cuidar la puerta del cadáver de Lenin en su mausoleo, en horas eternas de largos inviernos, marchando al compás del repique de una campana en forma de copa invertida, golpeada por un martillo, que se oía en todas partes, en cada rincón del país. En los miles y miles de kilómetros que atravesaban de norte a sur y de este a oeste, se oía el tañir de las campanas y la voz que decía a todos gabarit mosckba, desde el año cuarenta y uno, cuando el caudillo anuncio con su voz gruesa y áspera, la invasión del enemigo.

Nosotros peregrinos del mundo, hombres y mujeres de todas partes, de todos los continentes juntos en una inmensa plaza, hombres de ojos rasgados, de piel colorada, con múltiples cámaras fotográficas en el cuello, captando los detalles de la vida y su entorno, hablaban todos los idiomas juntos, todos a la vez, adoquines milenarios perfectamente tallados que la circundan en el piso traslúcido, pisoteados, una y otra vez por ejércitos invencibles. Me sentí rodeado de colores, de luces, de todos los tonos rojos, oscuros, rojos ocres, rojos claros. Porque esta era una inmensa plaza roja, serpenteando por un rio, con torres, catedrales, bosques, jardines, soldados desconocidos perpetuados por una tea.

Yo llegué, hasta acá parido por un mundo de ilusiones, un idioma que se me hacía un nudo en la boca cada vez que hablaba, como si tuviera una pepa de durazno entre la lengua, que se me trababa y se destrababa, se enroscaba y desenroscaba, que me impedía pronunciar el sonido dulce, la magia de las palabras, hasta que se fue soltando, se fue ablandando, acomodando al espacio natural hasta ser uno más de los que se cruzan con uno, cada día en la calle conviviendo con el frio, con la noche, conviviendo con la náusea, conviviendo con la plaza, que nos espera para devorarnos, para entrar en sus fauces, como a la boca de un león, largos pasillos con cuartos en fila y baños comunes, inodoros a ras del piso, el periódico Pravda hecho pedazos, colgados los retazos en la pared en un clavo improvisado, con la verdad en la palabra, de múltiples usos, de lectura y envoltura, de papel higiénico cuando la urgencia precisa, retratos en las paredes que anunciaban los logros de un sistema desconocido y añorado por muchos, con cuadros gigantescos, de obreros y campesinos sonrientes de hoces y martillos, estrellas de rubí, héroes del trabajo socialista, líderes del partido de cejas espesas, de planes económicos, con cifras escritas en las paredes, anunciando que el próximo año sería un logro más de ascendentes porcentajes en los sueños del plan de gobierno. Yo miraba todo esto con la boca abierta, queriendo descubrir la magia de toda una vida con todos sus detalles en un solo día, hasta ser devorado una y otra vez por esta plaza que nos cautiva a todos.

Me hundí en un mundo de poesía, de maratónicas lecturas de los clásicos, de música y valet, de borracheras interminables de vodka, como si fueran largas carreras pedestres con diminutos vasos al frente que teníamos que atravesarlos como si fueran obstáculos, que había que pasarlos en grandes zancadas, uno tras de otro, junto a interminables columnas de mujeres como obstáculos al frente que había que traspasar en maratónicas carreras nocturnas. Me especialicé en construir y armar máquinas, me enseñaron a descubrir cómo se hacia la luz, un título largamente soñado y una foto en blanco y negro, de cuello y corbata, un saco azul que puso mi madre en la maleta. La última vez que estuve con ella me dijo: «es para cuando te gradúes, que no te falte un saco y una corbata». La corbata no la aguanto mucho, tuvo muchas y mejores funciones que acomodarse a mi cuello, fue más útil al ser usada como correa en el extremo de mi cama, en noches de pasión desenfrenada, quedó deformada y sudorosa. Mi saco, después de usarlo, lo presté a mis compañeros de curso, nadie tuvo la precaución de venir del otro extremo del mundo con un saco y una corbata a lucirlas el último día de un sueño que me recordaba mi nombre y el futuro radiante que me esperaba. Al final el saco quedó confiscado en el cuarto del fotógrafo, después de que un africano con el nombre tan largo como el rio Nilo, lo dejó en el perchero, junto al interruptor de luz, esperando por el ultimo de la fila. Se quedó con el fotógrafo para que siempre tenga un saco, que este colgado impecablemente, junto al retrato de Lenin y al interruptor de luz, para las generaciones futuras de latinos, africanos, asiáticos, y todos los que tengan la urgencia de una foto para la posteridad de saco y corbata, que esté impecable esperando por la seriedad de la foto de carnet. Aprendí lo más primitivo del hombre: la posibilidad de comprar barato y vender caro, sin haber entendido que lo principal de la economía era comenzar por una acumulación originaria, que algún día nos de la tranquilidad acá o allá de vivir en paz y mezquinamente, pero mi vida en ese momento era una carrera sin frenos, desplazándose por una inmensa autopista de varios carriles de ida y venida.
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Al detenerse el tren, de trocha ancha, más ancha que el culo de dos caballos juntos, en la estación fronteriza, con los nervios en punta, esperando que revisen el improvisado alijo de bluejeanes, ocultos entre los parlantes de un equipo de sonido. Fue la voz del empleado de la aduana la que me sacó del tren. Bajé para pasar a una oficina oscura y fría, de luz tenue, con una lámpara en el escritorio que disimuladamente te ponía en la cara como un reflector para iluminarte la retina, verte el brillo de tus ojos y los mismos rincones de tu alma en conflicto. En las paredes el retrato del líder de la revolución en una tarima dando un inmortal discurso sobre cómo avanzar dos pasos adelante y uno atrás.

—¿Que traes bluejenes, grabadoras, parlantes de doble fondo con pantalones ocultos, discos, perfumes, medias nylon, calzones para mujer, dulces, chocolates, condones de colores y perfumados, con estrías y con escamas?
—Perdón, eso es para uso personal.
—Mierda si ahora vienen hasta de colores y sabores, qué más, pon todo en la mesa porque va ser peor si entras al cuarto de atrás, con el oficial de turno que te obligue a que te desvistas, ¿a quién quieres engañar?, era el guardia fronterizo que me hablaba, con su tono amenazante, su uniforme gris y las solapas negras, los botones dorados, el grado militar en los hombros con el distintivo de guardia fronterizo.

Todo lo que traía estaba acomodado en el escritorio, ordenadamente en filas de cuatro, sobre la mesa grasienta con restos de comida y sobras de vodka de la noche anterior, sobre un papel de periódico del día de ayer.

—¿Tienes plata?
—Si, tengo algo en el banco para pagar los impuestos.
—¡Qué impuestos, saca todo lo que tengas y vuelve! ¿Dólares no tienes?

Volví lo más rápido posible, traje todo lo que tenía, billetes nuevos, verdes azules , rojos de todos los colores y valores

—Bueno —miró y dijo: es todo.
—Si, no tengo más.
—Bueno, está bien. Te alcanza, toma esto para tu taxi hasta tu casa.

Yo me quedé en silencio, pensando incrédulo todo lo que veía y oía, decían que la corrupción era sancionada con la cárcel, o una fría celda en un alejado campo de concentración en la Siberia, no me pude aguantar el deseo de preguntarle al guardia, que llevaba en la solapa el distintivo del Comité de Seguridad del Estado, y le lancé la pregunta a quema ropa:

—¿No te da miedo que te jodan, que te manden de vacaciones a la Siberia?

Me miró con una sonrisa irónica y me dijo:

—Todos queremos comer pan con mantequilla. Cuando vuelvas me buscas, preguntas por Sasha.
—Pero la mayoría se llama Sasha.
—El de la aduana, todos me conocen. Así charlamos de negocios, antes de que te vayas, para hacerte un encargo para mis hijas.

Yo era uno de los pocos que mostraba, como por el ojo de la cerradura la puerta, un mundo desconocido y apetecido por todos, así juren cada día por la eternidad del socialismo. Al salir volví a ver el cuadro de Lenin en el discurso y vi la mano con el dedo del medio en alto que me decía Fucking Revolution, con la misma sonrisa irónica del guardia de la KGB.

Crecimos juntos, compartimos el mismo cuarto durante cuatro años, me miraba con la boca abierta y la ingenuidad de un niño al que le cuentan cuentos fantásticos, o le leen revistas de dibujos animados. Antes de dormirse, abría los ojos achinados hasta que se convertían en dos bolitas pequeñas dentro de la majestuosidad de su cara, y las manos cruzadas a la altura del ombligo jugando con los dedos pulgares, cuando le contaba lo que se vivía al otro lado de la cortina.

—No hay colas, todo venden, todo hay, las prostitutas en Amsterdam se exponen en las vitrinas de la calle rosa, como si fueran muñecas de vestir —los ojos achinados mirándome sorprendido.
—¿Son tan buenas como las de acá?
—Sí, pero la diferencia es que ellas se visten a crédito, pero se desvisten al contado.

Me miraba desconfiado con una media sonrisa sin saber lo que era el crédito en un país donde no existía ni el crédito, ni la prostitución. Acá todavía se acuestan con uno, por los ojos bonitos que tienes. Me ayudaba en todo lo que podía, vendiendo los bluejeanes, perfumes, equipos de sonido, todo lo que traía, presentándome a las mujeres más lindas de la universidad, las veía a todas como si fueran rubias de Playboy, aunque estas son un poco más toscas, pero no dejaban de ser hermosas. La primera vez que nos sentamos a tomar, llenó los vasos de vodka hasta la mitad.

—Cien gramos para comenzar, el vodka se toma con un pedazo de pan negro o pepino en salmuera y una caja de fósforos, no te olvides, el pepino y el pan para que no raspe la garganta, después de que tomes todo de un solo sorbo. Tienes que oler la caja de fósforos por la parte donde se los encienden, aspiras profundamente como si fuera un buen jale, con olor a pólvora. —Interrumpió Fernando, el vecino mexicano: —¡Salud a lo mero macho, como en Sinaloa, con mis amigos del cartel de Santa! —Es para que el olor y sabor del vodka no te penetren hasta las entrañas.
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Lo veía todas las mañanas al despertar echado en la cama, con sus casi dos metros y su abultada panza en lo más profundo de su sueño. Boba despierta, vamos a la universidad. El abría un ojo, me decía «no jodas, que es invierno» (en un país con casi ocho meses de invierno). Una vez al mes se iba a visitar a su familia y a su padre tártaro. Nunca salieron o de su pueblo. Su madre era una rusa alta de ojos azules, capaz de levantar un borrego con una sola mano. Regresaba cargado de comida y trago casero, para embriagarnos como si fuéramos verdaderos obreros después de una larga jornada de trabajo y terminar en orgias faraónicas, hasta despertar tropezándonos con conocidas y desconocidas. La vez que me llevó a su casa, todos venían detrás de mí, tocándome el pelo crespo largo como la melena de Jimy Hendrix; los niños temerosos metían el dedo índice entre el pelo ensortijado, asombrados por su textura. Su abuelo me miró y me dijo: «perdona, el último extranjero que estuvo acá fue un coronel alemán al concluir la guerra».

Terminamos la universidad y todo fue diferente, yo volví a mi país y él se quedó con la promesa de volvernos a ver. Más tardé en ir que en volver con el pretexto de continuar estudiando. Regresé casi en el mismo avión, con los ojos lloroso de mi madre y mi hermana, que pensaron que volvía a quedarme, volví a las mismas calles, las mismas mujeres, hasta que acabé en el registro civil casado con la mujer más bella y con Boba a mi derecha como mi padrino de matrimonio. Bajo el umbral de la puerta, partiendo un pan con la boca, en un extremo el novio y en el otro la novia con las manos extendidas, queriendo romper el pan a mordiscos para ver quién se queda con el pedazo más grande, porque será el que mande en la casa.

Volvimos a los negocios de antes. La vida era diferente, se sentía una corriente de aire diferente, desde la huelga de los obreros en del astillero de Sdansk, gritando solidaransot, en protesta ante un gobierno represor, que no sabíamos dónde acabaría. Todo esto se caía a pedazos, así nos repitieran en cada clase de comunismo científico que el socialismo era irreversible, que no volveríamos nunca atrás. De pronto pasó lo inimaginable, se cayó el muro, ese frio muro con cadáveres colgantes en las alambradas de púas. Se desmoronó. La televisión y los periódicos mostraban las fotos de gente enfurecida, rompiendo a golpes una pared que nunca fue el muro de los lamentos. Veíamos a la gente llevándose a pedazos los restos del muro, pintando palomas y flores, como si fueran los años locos de mayo del sesenta y ocho, donde estaba prohibido prohibir.

Se cayó todo como si fuera un largo camino de fichas de dominó en fila, empujados por una mano invisible. Todo fue mágico, donde la realidad y la ficción convivían, como cuando vivíamos juntos Boba y yo. La avenida Gorki, que desembocaba en la Plaza Roja, era una larga cola de tanques y soldados, gente trepada poniendo flores en los cañones, mujeres ancianas al frente mirando a los soldados enfurecidas, «—vení, hijo de puta, dispará, será igual que disparar a tu madre», les decían las ancianas a los soldados temerosos de recibir la orden de abrir fuego ante un pueblo desesperado porque cambiaran las cosas.

Yo cogí mi bandera, la tricolor, que no tenía nada que ver con todo el despelote que vivíamos. Me subí con cientos de personas a la estatua del primer ministro de gobierno, que para muchos fue el símbolo de la represión. Ahora querían hacerla caer jalando de los extremos. Yo me subí hasta lo más alto, hasta la altura de la cabeza junto con unos palestinos, ambos teníamos nuestras banderas al viento, la foto dio la vuelta al mundo, dos desconocidos en una revolución ajena.
(Continua página 2 – link más abajo)

2 COMENTARIOS

  1. Hermano querido primero felicidades por haber plasmado lo que muchos sentimos pero carecemos del don que tienes para reflejar una realidad que nos toco compartir. Pozdravliayu!!

  2. Que lindos recuerdos y que bella forma de contarlos, gracias por compartirlos, y por permitirme conocerlos

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