Literatura Cronopio

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Arrumanse

EL ARRUMASE*

Por David Pérez Marulanda**

Pedro se arrellanó sobre la enorme silla abollonada del salón de espera. Cerró los ojos: quería evitar, así fuera de momento, la giratoria escena estrellada que se repetía una y otra vez, efecto de la rotación constante de la estación espacial. Evocó los viejos paisajes de diez años atrás y se puso muy tenso de pensar que tal vez no fueran los mismos. Tenía una vida que reconstruir en la Tierra; la reharía con afán pero saboreando cada evento, con aquella consciencia de tener una corta expectativa de vida y un cuerpo deteriorado tras una década de trabajo en Ío.

—¡Priviet, amigo Pedro! —Mendelevich se acercó con una sonrisa asomada entre su barba larga y puntiaguda.
—Serguei, ¿cómo va todo? —Respondió Pedro. Serguei Mendelevich era el agente de viajes de la compañía quien lo enviaría de vuelta a la Tierra. Pedro lo esperaba desde hace unos minutos.
—Uhm, amigo Pedro. Verá, me ha sido imposible conseguirle pasaje ya que, como le dije, la compañía se ha retrasado con el depósito del dinero. Sin embargo, he dado con algunos paisanos suyos que se han ofrecido a llevarlo —Mendelevich le hizo un gesto con la cabeza y el brazo. Pedro se puso de pie y lo siguió hasta los ventanales al otro extremo del salón. Mendelevich se permitió un momento mientras Pedro notaba el adefesio deforme adherido al puente de abordaje.
—¿Qué es eso? —Preguntó Pedro sorprendido.
—Es, bueno, una nave de su país —Mendelevich se debatía entre sentirse apenado o mofarse.
—¿De qué está hablando?, no hay naves de mi país.
—Uhm, sí. Lleva usted diez años fuera, Pedro. Esta es la primera… y única; se llama FEG Amalia. Uno de los tripulantes dijo que arreglaría lo de su abordaje. Tiene esa opción o esperar otros cuatro meses por otro crucero a la Tierra.

Contempló de nuevo la carcasa reposando en el vacío. Pensó que bien preferiría arriesgarse a viajar a la Tierra en un armatoste mal soldado que perder cuatro meses de su tal vez breve futuro en una estación espacial.

Media hora más tarde Pedro se presentó con Rafael Alférez, uno de los tripulantes del FEG Amalia. Alférez era un hombre alto, de hombros cuadrados que, en conjunto con su uniforme, le daban un aire militar. Del labio superior le colgaba una brocha hecha de vellos cafés y blancos; tenía en su expresión inmutable unos ojos vivísimos y marrones. Después de la presentación, Pedro quizo saciar su curiosidad sobre todos los cambios acaecidos en su país en los últimos años. Comenzó inquiriendo por la nave misma.
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—Pues, señor Muriel —le respondió Alférez mientras atravesaban el largo puente de abordaje para entrar a la nave —la FEG Amalia es la muestra de que nada ha cambiado en los últimos diez años. Costó seis veces lo planeado, la construcción se retrasó dos años, tiene una estructura deficiente, no tiene suficientes cápsulas salvavidas y carece de personal calificado. Si los políticos no se hubieran robado los fondos, con el mismo dinero podían haberle comprado dos naves nuevas de primera generación a uno de los países del primer mundo.

Ante la extensión de negativismo de Alférez, pero sin ignorar la total veracidad de sus argumentos, Pedro no pudo contenerse en preguntar:

— No parece estar muy complacido de trabajar aquí, señor Alférez.
— No lo estoy. Verá, estaba designado para un excelente puesto administrativo, pero me sacaron para dárselo a un mediocre de ilustre apellido.
— Nada ha cambiado, entonces —Pedro esbozó una leve sonrisa de tranquilidad.

* * *

Solo en su estrecha recámara, Pedro Muriel mordía un enorme sándwich. Las hasta ahora setenta y dos horas de viaje le habían resultado placenteras pues allí, en esa nave y después de tantos años de vivir bajo una cúpula en Ío, al fin podía tomarse un momento libre y a solas cada vez que se le daba la gana. Levantó una tajada de pan y puso algo de salsa y mostaza. Mordió, rumió. De afuera comenzaron a oírse ruidos de gente apresurada. Los ignoró; dio un segundo gran mordisco.

¡Pum! Sus manos, comida y cuerpo saltaron en un sacudón. Se agarró fuerte a la mesa por unos segundos hasta asegurarse de que el movimiento no se repetiría. Escupió el bocado de sándwich, se puso la camisa y se asomó por la puerta de la recámara. Le rozaron la nariz dos personas que pasaron corriendo.

—¿Que qué pasó? —les preguntó con un grito. Se perdieron de vista. Miró al otro extremo del pasillo, Rafael Alférez venía corriendo también. —¿Qué pas…
—¡A las cápsulas! ¡esto explotó! —Alférez terminó su frase y Pedro echó a correr tras él.
—¡No entiendo, ¿cómo que explotó?, no hay alarmas! —jadeó Pedro.
—¡No sé, explotó! —Al final del pasillo había una puerta. Se embotellaban las personas, empujándose, gritándose, pasándose por encima. Alférez empujaba mientras decía: —El motor explotó, nos vamos a morir todos. Hay cápsulas de salvamento para menos de la mitad de la gente.

Desde el centro del pecho le surgió a Pedro un temblor que se le extendió hasta las extremidades. Miró hacia atrás y no había nadie más. Lograron cruzar la puerta.

Siguió instintivamente a Alférez, él trabajaba en la nave y la conocía bien. Ambos saltaban ocasionalmente evitando personas tendidas en el suelo y se enredaban con otros cientos de pasajeros y tripulantes que corrían al igual que ellos. Alférez se desvió repentinamente del caudal de la multitud hacia una puerta.

—Shh, es un atajo —susurró Alferez. Cruzaron varios salones pequeños y dieron con un corredor. Al final de éste cruzaron otra puerta y fueron atropellados por una muchedumbre. Estaban en la cubierta de cápsulas de salvamento. Se oían gritos, se aprisionaban los cuerpos contra las escotillas de escape cuyas puertas se cerraban una tras otra. Las cápsulas se desprendían hacia el espacio y la multitud se abalanzaba inmediatamente hacia las que quedaban. Entre gritos desesperados Pedro escuchó el rugido metálico de la nave doblándose. Se oyó otra explosión y un fuerte golpe impactó desde el suelo. Las personas comenzaron a flotar y las luces titilaron. Pedro y Alférez aprovecharon su repentina falta de peso para escurrirse entre la masa confundida hasta acercarse a una de las escotillas; se cerró justo antes de que llegaran. Alguien gritaba que había explotado el motor de gravedad.
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Quedaba una última cápsula. La multitud arremetió en marea y Alférez y Pedro fueron empujados al interior del transporte salvavidas. Pedro se vio cada vez más aplastado contra las paredes a medida que entraban más personas. Sintió un cuerpo sobre su cabeza, luego otro, y otro. Ante la falta de gravedad, los aspirantes a sobrevivientes se enlataban a sí mismos en un juego de individuos colocados en posturas aleatorias, inmobilizados y asfixiados, enredados en una apretada bola de carne con envoltorio metálico. Pedro gritaba de forma involuntaria cuando la presión le sacaba el aire de los pulmones. Por un instante se fijó en las nubes de escombros a través de las diminutas ventanas circulares. Escuchó cerrarse las compuertas. La presión se alivió con la aceleración de la cápsula.

* * *

Le dolía la cara comprimida contra el cristal. No veía más que negro profundo y algunas estrellas.

«¡Ay, ay!», se oía en diferentes voces. «No me agarre», «no puedo respirar», «Carlos, ¿estás ahí?», «¡Juliana, Juliana!», «aquí estoy», «¿Juliana Marín?», «no, Martínez», «¡Juliana, Juliana!», «¡ánimas benditas!», «¡Padre nuestro que estás en el cosmos…!» «¡Miguel!»

Su única compañía era Alférez, en algún lugar encima o debajo de él.

—¡Silencio, por favor, silencio! —rugió la voz de Rafael Alférez. La masa de carne calló —¿Alguien puede ver si el indicador de transmisión de emergencia está titilando?
—Veo muchas luces titilando -. Respondió una mujer.
—Es la única luz de cambia de rojo a azul -. Explicó Alférez.
—Sí, está titilando.

Pedro se sintió aliviado. Al menos eso habían incluido en una nave a medio hacer.

El aire se viciaba. Sentía su propio vaho retenido por la pared. Tenía la boca reseca, la cara pegajosa y le cosquilleaban las entumecidas piernas. Vio un leve fogonazo en el espacio.

—Ya explotó, del totazo, del todo —Gritó alguien.
—¿Qué ves, qué ves? —le preguntaron varias personas.
—Sólo la explosión, no más porque ya estamos muy lejos.
La temperatura subía, se hacía más difícil respirar.
—Alférez —gritó la mujer.
—Escucho —replicó éste.
—Aquí en una pantalla dice «imposible iniciar navegación». ¿Qué es eso?
—La cápsula debería dirigirse automáticamente hacia la nave más cercana, pero está dañado el sistema.
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«¡Padre nuestro quue estás en el cosmos…!» «¡No!, ¡nos vamos a morir!», «¡no me muerda!», «¡Juliana, ¿estás ahí?!»

Junto con el calor aumentaban los lamentos y alegatos. Pasaban las horas tan despacio como cambiaba el horizonte. Pedro tenía los ojos cerrados ante el fuerte mareo y náuseas que producía mirar el vacío en ausencia de gravedad. No tenía miedo, sólo un calor y un hormigueo insoportable. Confiaba en que los encontrarían pronto.

Pasadas siete horas, el aire caliente y húmedo se impregnó de olor a vómito y a flatulencia. «¡No se cague!» «¿Alguien tiene una bolsa?» «¡Buadjhh!». El sudor multitudinario le permitió al fin a Pedro resbalar uno de sus brazos para apoyarse en la pared y desaprisionar su rostro.

* * *

A las dieciocho horas había un fétido olor a orina. Acariciaban en todas direcciones torrentes de fluidos cálidos y pestilentes de todo tipo. Pedro se resignó a una muerte escatológica, a cocinarse a cuarenta y cinco grados celsius entre jugos estomacales y fluidos salinos. Imaginó una realidad en la que hubiese preferido esperar en la estación epacial. Estaría en su sala de descanso, disfrutando de un filme, con la seguridad de que restaba poco para regresar a casa. Se dijo más bien que, tal vez, estaba destinado a morir antes que volver a ver la Tierra. Mujeres y hombres lloraban. No había aún señales de radio.

* * *

A las treintaiún horas apenas si era capaz de respirar. Tenía mucha sed y hambre. Era incapaz de conjurar un pensamiento. Entre la masa de cuerpos se contraían músculos y abdómenes para pasar botellas de agua y paquetes de comida sacadas de pequeñas gavetas en la cápsula. Una mano sin dueño acercaba una botella a una boca, después la pasaba. No habían recibido señales de comunicación; al parecer, hasta el momento nadie había ido a buscarlos. La lucecita titilante del transmisor podría ser sólo una luz alumbrando sin sentido. Reinaba el silencio.

—¡Ahí, ahí! —se oyó un grito.
—¡Ahí, ¿qué?!
—¡Una nave, una nave!
—¿Seguro?
—¡Sí, una nave viene hacia acá!
—Usen el radio para comunicarse.
—Aquí cápsula de salvamento a quien nos pueda recibir, solicitamos rescate urgente.

No hubo respuesta.
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—Aquí cápsula de salvamento a quien nos pueda recibir, solicitamos… ¿pero qué mierda?.. ¡Este radio no sirve, es una carcasa de utilería, no tiene mecanismo interno!

Casi media hora después, Pedro pudo ver la gran nave de última generación pasando frente a su ventana. Tenía las compuertas abiertas y un gran brazo magnético extendido para apresar la cápsula. No moriría después de todo.

La gravedad volvió de repente. Escupió el poco aire que había inhalado. «¡Ay!» «¡ahhh!», «¡Mi columna!», «¡mis piernas!», «¡Juliana, nunca volveré a ver a Juliana!», «¡Quíteme los pies de la cara!»

La escotilla se abrió. Nadie podía salir ni moverse. Los rescatistas comenzaron a halar extremidades, y los individuos, lubricados por todo aquello que podía secretar un ser humano, salían fácilmente uno por uno, como en un parto, de la cápsula espacial.

* * *

En su segundo día de recuperación, Pedro despertó en su camilla del hospital de la estación espacial. El dolor de cabeza se había disipado y aún brillaba en su mente el anhelo de volver a su planeta originario. Se giró sobre el costado izquierdo y vio sobre la mesita de noche una nota firmada por Serguei y, bajo ella, un tiquete a la Tierra programado para tres meses y tres semanas más tarde.
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**David Pérez Marulanda (Roldanillo, 1987) Escritor colombiano. Docente de lenguas extranjeras con especial interés por la promoción de la lectura y la escritura. Apasionado por la ciencia ficción, la tecnología y la comida. Cofundador y coeditor de la revista digital de CF Cosmocápsula. Ha colaborado con Sitio de ciencia-ficción y Revista Cosmocápsula. Ha colaborado con varias reseñas y traducciones en Sitio de ciencia-ficción (www.ciencia-ficcion.com) y Revista Cosmocápsula (www.cosmocapsula.com). Blog personal: https://elpollohipnotico.wordpress.com/

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