Literatura Cronopio

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Trosky

TROTSKY

Por Hugo Alberto Mejía Atehortúa*

Trotsky era mi mascota, uno de esos mejores amigos del hombre, que como el resto de los amigos del hombre y el hombre mismo se domestica mutuamente.

Trotsky igual que todo el mundo existe en este espacio sin tiempo, con el confuso rollo de luces y sombras que entra por mis ojos y se figuran patas arriba en un oscuro grupúsculo de neuronas de mi cerebro, donde se unen para formar el jardín de los conceptos.

Algunos amigos al observar a Trotsky saltando y corriendo lo llaman cariñosamente juicio, mis detractores en cambio bastante fastidiados por el animal, le gritan ¡Lárgate maldito prejuicio! Degradándolo a la despreciable condición de lo inexistente; yo solo lo llamo Trotsky por que es muy sensible y podría herirlo y Trotsky es mi mejor amigo.

Por las mañanas cuando salía a caminar, Trotsky siempre iba conmigo, siempre fiel como una rémora, a veces Trotsky saltaba y de un solo bocado se tragaba dos o tres flores desconocidas y una que otra posibilidad enclenque; un día por ejemplo se tragó, con todo y plumas, a un gorrioncillo de agradable canto que yo quería admirar más de cerca, sin embargo siempre lo perdonaba, pues es mi mejor amigo.

Pero un día Trotsky se comió la tortuga azul que vivía en mi habitación, serena, frágil, mi tortuga era lo que más amaba y esto si nunca pude perdonárselo. Así con hondo resentimiento, invité a Trotsky a caminar como todos los días, fuí por el camino de las afueras. Mientras Trotsky corría y saltaba y se veía brillante, casi genial, yo pensaba en cuál sería el momento preciso para escapar y dejar que Trotsky se perdiera en el campo.

Entretanto, saltó a la vera del camino una enorme anguilustia, feroz, gruñía, y entonces Trotsky quiso protegerme y se abalanzó sobre el monstruoso animal (los anguilustias son animales enormes con grandes dientes y garras y gran agilidad, son quizá las criaturas más crueles de esta salvaje fauna conceptual), ¡Oh mi pobre Trotsky, difuminado de un golpe, esparcidos sus pedazos en el camino, jamás había imaginado un final así, tan triste y doloroso.

El anguilustia me miraba fija y profundamente con ojos de nada, no intenté correr pues podría incitarlo; me giré lentamente y di un paso, si ha de matarme que sea por la espalda y sin mucho sufrimiento, pensé; di otro paso y luego otro, creo que dejará que me vaya; giré la cabeza para saber si ya se había ido, pero estaba más cerca mirándome fija y profundamente con sus ojos de nada.
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VOS Y FERANTE

La expresión de su rostro mostraba, como a través de un cristal, cuán débiles pueden ser los sueños de los hombres,
lleva sus manos a la cabeza
en señal de que todo se ha derrumbado,
mira desenfocadamente y permanece inmóvil
por sus mejillas marcha lenta y pesada una lágrima,
le han comunicado que no había nada que pudiese hacerse,
que todo resultó inútil
su alma acababa de morir
vuelve la mirada al piso pensando para si
que ahora no podría seguir vi-viendo y
lanza un desgarrador grito que retumba por todo el edificio,
el medico acude rápidamente para tratar de tranquilizarlo
le dice que era inevitable, que ni la ciencia pudo hacer algo por él,
que además no es tan malo,
que el pobre ya estaba sufriendo mas allá
de lo que podía resistir ser alguno en el universo.
al oír esto el hombre gritó de nuevo
más profunda y desesperadamente
no, no, no, no, no, todos mienten
él sigue ahí esperándome,
a los gritos siguió una larga y sonora carcajada
luego el hombre salió corriendo frenéticamente.
Desde entonces puede vérsele en los caminos como un loco envuelto en mugrientas túnicas y acompañado de otros insensatos,
repitiendo, como el primer día, que dios esta vivo y sigue ahí esperándolo.
__________
* Hugo Alberto Mejía Atehortúa es escritor nacido en Medellín (Colombia) en 1976.

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