Especial Cortazar Cronopio

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Tengo sed

YO NO TENGO SED Y OTROS RELATOS

Por Nora Coria*

«Y bueno —dijo López— vamos al London, che. Perú y Avenida»
(J. Cortázar, «Los premios»)

«La vida hay que soñarla para que sea cierta»
(A. Tejada Gómez)

Con las últimas almendras masticaba, una vez más, el fracaso de mi espera. Pero esa tarde se me reveló.

Yo había bajado al baño a refrescarme los ojos cansados, y volvía a mi mesa, la del rinconcito donde hallé la distancia justa para que nos miráramos a gusto. Ahora no sólo estoy segura de que él leía mis pensamientos, sino que además, comprendía hasta lo ilimitado por qué yo lo esperaba leyendo, escribiendo, soñando.

Cuando entren, fíjense que mi mesa era la que está junto a la puerta de la esquina, frente a un espejo y con la mejor vista hacia la calle, hacia el salón y hacia la placa conmemorativa, a cuyo lado supo estar su foto, de traje y corbata, fumando, y con el ceño apenas fruncido, entre curioso y cuestionador. Su imagen estaba enmarcada con la simpleza del buen gusto. Fíjense bien, pero después no me den detalles.

Yo siempre me ubicaba ahí. Siempre. Y cuando encontraba mi mesa ocupada, maldecía de pie, expectante, hasta que la dejaban libre. Los mozos sabían que ése era mi lugar. Más de una vez la desalojaron para mí. Con una actuación para el aplauso convencían a cualquiera para que cambiara ese sitio por otro, por ejemplo junto a las ventanas más grandes desde donde, si eran turistas extranjeros, podrían ver… qué se yo… the typical people walking. Y yo, feliz… ¡como loca! Porque con su complicidad recuperaba mi rinconcito de Avenida de Mayo y Perú para encontrarme con él.

La cuestión es que la última vez que fui a la London, en cierto momento, advertí cómo el ambiente se iba poniendo distinto. No siendo la hora del cierre, era rara cierta impaciencia mal disimulada en los mozos; y el murmullo habitual, los sonidos de sillas, copas, bandejas… había cambiado.

Yo había pasado las horas como siempre, releyendo, café tras café, anotando algunas frases, corrigiendo mis borradores, contemplando a intervalos sus ojos despiertos a pesar del vidrio que opacaba la foto, distrayéndome con las burbujitas que se formaban en el agua que nunca tomo, soñando…

Nunca lo había esperado tanto como esa tarde. Había pedido la cuenta y estaba por irme como siempre con la asumida desilusión pero llevándome algún párrafo y unos versos nuevos…
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¡No sé desde dónde se me acercó! Cuando dejé de contar la plata y levanté la vista pensando que era el mozo, me encontré con su imagen. Tan alto, elegantemente desaliñado, apretando con naturalidad el cigarrillo con su boca perfecta; y la mirada… fascinante y atemporal. No dijo nada; y yo, que tanto tenía para decirle, quedé muda. No es extraño… es lógico. Siempre nos habíamos comunicado así. Se sentó frente a mí. Me imaginé roja, naranja, violeta; pero no pude revisar si mi habitual expresión de desaliento había transmutado en loca feliz. Porque con su espalda ancha y su estatura impresionante tapaba el espejo. Se sirvió el agua y la bebió toda mientras me miraba a los ojos, tan profundamente… Luego, mis borradores se hicieron pequeños en sus manos. Por entonces yo escribía cuentos. Leyó varias páginas sin detenerse, sin una acotación siquiera sobre mi letra o desprolijidad. Por fin eligió una de mis hojas: la única poesía que había escrito en mi vida. Y se la guardó en el bolsillo del saco. Después me quitó mi libro fetiche, ya saben… ¡«Los premios»!, y con ese maravilloso tono afrancesado, me dijo en voz baja… «No son tiempos de releer, son tiempos de escribir…» En ese mismo momento tuve que desviar la vista hacia el mozo, porque sentí cómo esperaba, ansioso, para cobrarme, y entonces… entonces… ¡Julio ya no estaba!

Lo busqué entre todos los presentes, mesa por mesa, y bajé hasta los baños, y entré también en el de los hombres, y lo llamé y pedí por él. Finalmente salí a la calle a llorar su nombre. El mozo me siguió hasta la puerta, más preocupado por mí que por la cuenta sin pagar. Debe haber percibido mi angustia porque me tomó del brazo con suavidad y me llevó a mi mesa. Quiso servirme agua y observó con extrañeza que la jarra estaba vacía.

Antes de que fuera a buscarme agua, que yo tampoco iba a tomar, le pregunté…
—¿Y Julio?
—¡Ah, la foto de Cortázar! Se cayó hace un rato, ¿no escuchó el alboroto? Se rompió el vidrio, pero le prometo que para mañana lo tenemos de nuevo ahí, ahí mismo, casi frente a su mesa.

Pagué y me despedí como siempre, pero nunca volví. Después de aquello no puedo terminar mis cuentos y escribo sólo poesía. Evito esa cuadra y elijo los bares de San Telmo. Ustedes vayan si quieren, y siéntense en mi mesa, si quieren… Pero después no me cuenten nada… ¡No quiero saber qué pasó con su foto!

Nota: «Yo no tengo sed» resultó Mención Especial en el Certamen Internacional «Encuentros en la calle y en el café», convocado por Asociación Tango al Mundo / Foro de la Memoria de Pompeya

MIRADAS DE SAL

«Cielo arriba de Jujuy, camino a la Puna
me voy a cantar» (M. J. Castilla)

Toma la ruta 52. Deja Purmamarca con la ilusión de que las Salinas Grandes, que lo convocaron desde una revista, lo deslumbren cuando las conozca verdaderamente, en todo su esplendor. Algo leyó sobre el trabajo en las minas de sal y no estaría de más ver qué hace allí esa gente. Va como siempre, en plan de turista independiente. Auto alquilado, cámara fotográfica, mapa rutero, y unos llamativos pero inútiles folletos. Un paisaje surrealista espera a quien allí se encamina, y unos ojos mucho más profundos que los pozos en la sal confían en encontrarse con los suyos.
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Transita la Cuesta de Lipán superando con entusiasmo cada repecho, ignorante del intenso e inmenso paso que acaba de dar. Atrás queda la Quebrada de Humahuaca y en ella custodiados los colores. Ha perdido el abrigo de los cerros y el cielo lo abarca todo. Observa con fascinación las sutiles ondulaciones aceitunadas y se admira por el dibujo que las infinitas curvas de asfalto van diseñando. A pesar de la felicidad que le produce creer que está más cerca del sol, le falta el aire. Cuando alcanza el Abra del Potrerillo advierte, a poco más de cuatro mil metros, que esas alturas no son para cualquiera. Próximo a destino, avanza por la ruta que como un tajo parte la salina. Se apresura buscando infructuosamente lo que espera encontrar.

Quería alucinarse con la rareza de un desierto de sal y caminar por una llanura blanca, seca, agrietada; sabía que podría apreciar a lo lejos el nevado de Chañi y pensaba tomar las mejores instantáneas. Con eso y con un cielo sin nubes, sencillamente con eso, pretendía volver satisfecho de la aventura. Es imposible. Las salinas y su gente son parte de la Puna y en esa inmensidad no hay espacio para la trivialidad; allí lo intrascendente se desvanece. Tampoco ve un socavón como suponía, sino muchos pozos rectangulares, cavados a cielo abierto, simétricamente dispuestos sobre el desierto, con agua cristalina sobre el fondo salado, inmaculadamente blanco… como reservorios de lágrimas.

Mientras prospera su quimera y comienza a recorrer a pie la salina, se da cuenta de que su imaginación nunca hubiera sido suficiente. El contraste celeste y perfecto del cielo limpio con el llano nacarado es una fiesta, y el sol es un enemigo, candente pero deseado, en la alturas heladas del Altiplano.

La mirada no le alcanza para vivir el espectáculo, precisa aplicar todos los sentidos… Rasga el suelo, consigue tomar un terrón, lo huele, lo desgrana y lo saborea con avidez, pero se estremece cuando siente en la boca cierta amargura después de tragar la sal. Recuerda que allí mismo, en ese paraje inhóspito, durmió por siglos la momia de un niño inca… Acaso sus padres ignoraron que la impertinencia de la ciencia irrumpiría en el destino sagrado de la criatura y la reduciría a datos de museo… Sin embargo no es esa historia lo que le produce una fuerte conmoción al visitante. Él sabe que está en las profundidades de lo que fuera una gran laguna y aprecia el crujido de sus pisadas sobre las grietas del blanco e inmenso desierto de sal. El viajero intuye, muy próximo, el impacto. Tiene la certeza de llegar hasta lo más hondo de las Salinas Grandes. Desde que dejó el auto al borde de la ruta, nunca detuvo el paso. Camina cautivado por un horizonte desolador, con mínimas tonalidades. Blanco, celeste, gris. El sol abrasa y todo es sal. Blanco, blanco, blanco… No hay pueblo, no hay casas, no hay nada. Desierto, sal, socavones que son hendiduras cavadas con mucho esfuerzo, con precarias herramientas en un suelo calcificado. Observa que no muy lejos hay gente, otros hombres… Camina, se acerca, quiere ver.

El viento de Los Andes le descorre el velo y sucede el hallazgo. Blanco, blanco, blanco… Sus ojos se diluyen en otros ojos y él, que se conformaría simplemente con un paisaje nuevo atrapado en una foto, habita, inesperadamente, en otro plano de la realidad. Acaba de encontrarse con los ojos sin rostro de los hombres de sal.

Han llegado recién iniciado el día. Desde lejos, por pendientes, durante horas, en bicicleta o a pie. Han trabajado desde temprano y le han quitado al desierto, mano a mano, lo que la ciudad necesita. Han vencido la intemperie buscando los grandes panes de sal que en otros sitios esperan. Eso es el socavón en el desierto de sal: prolijas zanjas de lágrimas. Él, que ha llegado hasta allí convencido de ser un viajero más, mira, vuelve a mirar y por fin puede ver. Allí están, después de la larga jornada, siguen trabajando. Ahora ofrecen su obra nacarada. Son llamitas, son cardones, son chakanas, son pequeñas estatuillas… son dulces recuerdos de sal que los turistas compran por pocos pesos.
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Allí están, dueños de la llanura estéril, cercados por un cielo inexplicable. Enmascarados, cubiertos rostros y cabellos por un pasamontañas negro como amparo cotidiano frente al sol, el viento, el salitre que penetra hasta la sangre. A cielo abierto, sin barbijo, asumiendo el polvillo de sal que corroe los pulmones. Enmascarados. A cielo abierto, sin justicia ni resguardo decente bajo un sol que no perdona y lacera la piel día tras día. Enmascarados. Oyendo un viento que no sabe de susurros, soportando el frío intenso de La Puna, sin abrigo adecuado.

Allí están, enmascarados como un extraño comando. Como exóticos activistas. Cabeza y manos mal protegidas. Artesanos clandestinos. Militantes de la sal. Guerrilleros del arte. En tanto esculpen figurillas en bloques que le arrancan al desierto, graban para siempre su imagen con líneas firmes en el alma del que acaba de llegar y comienza a comprender.

Es entonces cuando surge la paradoja: se comprende por incapacidad. Se comprende porque no se tiene la astucia de los poderosos para eludir el latigazo de esas vidas hechas de sal. Se comprende porque se conoce el sabor de la sal en el llanto que se ha sorbido, en la aspereza repentina en la piel y en los pulmones que se opacan por el salitre que ronda. Se comprende porque uno no ha nacido para la ambición y el egoísmo. Se comprende porque uno es incapaz de ofender a la Tierra y evadir aquellos ojos sin rostro.

Durante segundos interminables, quien llegó como turista, descifró el silencio de los hombres de sal. Se ha visto a sí mismo en los ojos oscuros y profundos de un rostro oculto tras un pasamontañas de lana de llama, negro y raído.

Ahora sabe que hay miradas que el azar no cruza.

Espere más relatos de Nora Coria en la siguiente edición de www.revistacronopio.com
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* Nora Coria. Escritora argentina nacida en Buenos Aires. Sus textos narrativos y poéticos comunican temáticas diversas, si bien han sido vivencias arraigadas en lo ancestral y la cosmovisión andina lo que la orientó hacia la escritura en 2006, desde entonces agradece reconocimientos en premios, menciones, publicaciones. Es profesora en Castellano y Literatura. Asistió a seminarios y cursos sobre Arte, Literatura, y Cultura y Lengua Quechuas. Dirige el Taller literario Identidad y Café literario. Participa en proyectos para promoción de la lectura y desarrollo de la expresión literaria. Premios: Consejo General de Cultura y Educación de Provincia Buenos Aires. S.A.D.E. Baradero. Secretaría de Cultura Municipalidad Berazategui. ONG noalamina.org (Esquel). Museo del Tango de Ituzaingó. Biblioteca Popular Beck-Herzog, (Santa Fe). Editorial Mis escritos. Menciones: Fundación El Libro (Feria Libro Infantil Juvenil Buenos Aires) – Diario Canelones Hoy (Uruguay). Gardel BAs. Secretaría de Cultura Municipalidad Tres de Febrero. Secretaría de Cultura Municipalidad de Chacabuco. Asociación Tango al Mundo- Foro de la Memoria de Pompeya. Distinción Poesía en Ecoloquia. Publicaciones: «Versos vitales», y participó en más de diez Antologías como escritora premiada, auspiciadas por organismos oficiales y privados, así como en numerosas revistas literarias de medios gráficos y virtuales y en su blog www.noracoria.blogspot.com. Correo-e: noracoriabreg@hotmail.com

2 COMENTARIOS

  1. Me fascinó este cuento Nora!
    Te conocí en un Taller literario en Mar del Plata e inmediatamente nos » amigamos » por Facebook.
    La verdad es que hasta ahora no había leído nada tuyo ya que, los paratextos, me sugieren historia, materia que no me interesa,
    Pero Julio, ay Julio!!!

    Me fascinaron las descripciones y la admiración que por tan grande escritor dejas entrever en tus palabras.
    Espero nos mantengamos en contacto!
    Cariños desde La Feliz!

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