Invitado Cronopio

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El silencio

EL SILENCIO

Por Estefanía Uribe Wolff*

Me es muy difícil abstraer la imagen de Dios sin pensar en Jesucristo ensangrentado y mártir. Bobo. Entonces me da rabia porque me caen mal los mártires y los superhéroes. Me cae mal Jesús, muy mal, aunque decir eso de inmediato me traiga a la mente la imagen del demonio, no sé de cuál en específico, y piense que caí en el más grave de los pecados.

El otro día lo reté, al Señor. Le dije: dame una prueba de tu existencia y hacé que sueñe con vos. Y en el sueño se me apareció el Diablo. No sé, no es que comprobara que Jesús existiera, sino su contraparte. O tampoco. Ay, en fin. De ahí que cuando pido —o rezo, oro— lo haga rogándoles a las once y once de la mañana, cuando vea una estrella fugaz. Si el deseo es ya muy hondo como, digamos, de pedir marido se trate, recurro a mi abuela Betsabé porque ella un día me dijo «yo fui rica, rica. Tuve fincas y plata y heredé fortunas, ¿y sabe qué? Lo mejor que me pude comprar en la vida fue a su abuelo». Ja, y mi abuela, que se murió de noventa y cuatro o noventa y tres, como Chavela, no quedó con nada. Ni con casa, ni con marido, ni con fincas, ni fortunas. Días antes de su partida, vio a un hombre montado a caballo en la sala de su casa. ¡Qué hermosura de hombre! me dijo. ¿Quién? Pues Hernando, mija, que me lo compré.

Sí, bueno, a esa abuela le pido un marido, ella sabe muy bien cómo es y para qué. Pero por eso procuro que no me vayan a barrer ni a trapear los pies, para que a ella le quede todo eso más fácil. Otras cosas se las encargo a un exnovio que se murió y que para cuando se murió me odiaba, pero como creo que en vida me quedó debiendo demasiadas cosas, creo que es apenas justo rogarle por las que pueda hacer ya allá. Y a mi otra abuela, la de siempre… al abuelo Reinaldo solamente le encargo las victorias políticas, últimamente tan escasas.

Pero a mi abuela Lucinés no, nada.

El otro día me la encontré en un sueño y pasó que no tenía de qué hablarle. Yo la he extrañado desde que se murió y he sentido, siempre, que la necesito, pero no tengo de qué hablarle, nada que pedirle.
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Una vez, en La Herradura, armamos una mosca a lo Frankenstein. Cogimos un abejorro, unas pilas y un bombillo de navidad, de los pequeñitos. Una vez matamos al abejorro, le quitamos el aguijón y le introdujimos ahí la lucecita. Las pilas, si bien eran la fuente de toda vida en el planeta, incluso de la vida humana, no las necesitamos. Voló alrededor de la casona como el más grande de los cocuyos hasta que el foco perdió su luz propia y con su fuerza y la de la gravedad empujó al bicho de un tirón hasta el suelo. Volvió a morir. Lo aplasté para sentirme poderosa, aunque no inmortal porque no creía que la gente se muriera sino que las pilas se le acababan y era cuestión de comprarle otras en el Éxito.

Nada, nada había en mi subconsciente, así que no entiendo por qué mi mamá dice que cuando estaba recién nacida me daban pesadillas que me despertaban. ¿Y qué iba a soñar? ¿Que mi abuela se moría? Bueno, tal vez, pero ese era y fue siempre un miedo muy consciente, un pánico latente, el temor más antiguo y original. Porque a ella, a mi abuela, la quise desde que, al salir del vientre y habiéndome cortado el doctor el cordón umbilical, me cargó y le sonreí. Nos amamos para siempre sin jurarnos nada en lo absoluto, ni siquiera amor eterno e incondicional.

Simplemente nos quisimos.
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Pero la soñé y no le pude hablar. Cosa rarísima, porque si de alguien aprendí palabras y expresiones lingüísticas fue de ella. Abuelita, ¿la cargo yo? Y ella me cargaba. Pasara lo que pasara, llorara por lo que fuera, ella sabía siempre de qué se trataba: quiere, necesita un Asawin, ¿qué más va a ser? O sea, no era que siempre me doliera algo fuera del alma, sino el alma mía muy allá en el fondo porque sabía que un día se moriría, entonces me daba un analgésico. A los niños no se les da Lexotan ni benzodiazepina alguna, salvo que estén muy enfermitos de su cabeza, yo no sé. Y Prozac no había en ese entonces y el Nandol era para el dolor específico que daba en la cabeza de los adultos. Total, ella sabía que había un dolor que me aquejaba y del que estuve consciente desde que la conciencia se me formó. No había que verbalizar nada, ni estirar las manos o señalar algo, ella ya sabía, como supe yo cuándo abría los ojos y tenía que llevarla al baño, una vez que se quebró la cadera y después, cuando se enfermó y no se volvió a curar y se murió de eso. Pensar que uno nace y ya se está muriendo… y todos los que están ahí con uno también, a cada instante, gente a la que uno va a querer hasta que también se muera y a la que querrá aún muerta y con la que puede soñar después de no haberla visto en muchísimos años y no saber qué decirle, ni siquiera un saludo, algo. O tal vez era lo que faltaba entre mi abuela y yo a lo largo de esta eternidad que llaman vida, un silencio.
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* Estefanía Uribe Wolff trabajó en El Mundo como editora y columnista del suplemento cultural Palabra y Obra y tuvo una columna semanal en la página web de El Tiempo en la que daba consejos y opiniones sobre gramática y ortografía. Actualmente, con Constantino Villegas, dirige el blog Proyecto Lengua Española www.prole.es.

El presente texto hace parte de su libro «Aún no era grande», publicado por Sílaba Editores en 2013.

5 COMENTARIOS

  1. He leído este cuento creo que 3 o 4 veces. Lo volví a leer en esta versión y cada vez que lo hago lo disfruto más. Gracias por compartirlo.

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