HUMORES E IRONÍAS DE LA UNIVERSIDAD HOY
Por Fabián Sanabria*
«La cultura no salva nada ni a nadie, no justifica. Pero es un producto del hombre donde éste se proyecta y reconoce […] un espejo crítico que transparenta su imagen […] Es posible deshacerse de una neurosis, pero nunca curarse de sí mismo»
(Jean-Paul Sartre, Las palabras).
Retomando, a partir de mi más reciente publicación polémica (la novela ¿Profesor?), la necesidad de «pensar la Universidad hoy», quiero proponer un ejercicio en torno a la institución más conservadora y progresista de Occidente. Porque no hay que olvidar que la universidad, en tanto «casa del saber», es heredera de tres instituciones profundamente conservadoras: la Familia, la Iglesia y el Estado… Pero, al mismo tiempo, a lo largo de su existencia la Academia ha contestado, interpelado y muchas veces superado sus propias raíces. El ensayo que deseo realizar parte de un par de reflexiones concretas: de un lado, siguiendo lo que algunos estudiosos del pensamiento del filósofo danés Sören Kierkegaard han denominado «Las etapas en el camino de la vida» y, del otro, parafraseando a tres de los cuatro discursos enunciados por Jacques Lacan, en su famoso Reverso del psicoanálisis.
Ante todo tres estadios, tres personajes y tres momentos. En primer lugar, un estadio estético; en segundo lugar, un estadio ético; y, en tercer lugar, un estadio religioso que en adelante llamaré «político», porque el poder está siempre presente en el creer, máxime cuando de escuchar a las voces del absurdo se trata. Kierkegaard nos señala que para el estadio estético, el mejor representante es Mozart; para el estadio ético, el protagonista ideal puede ser el doctor Fausto; y para el estadio religioso, que yo llamo político, Abraham. Y hay tres momentos particulares de estos tres personajes, tanto para el estadio estético, como para el estadio ético, como para el estadio político que serían los siguientes: para Mozart, la escritura de la partitura correspondiente a la ópera de Don Giovanni; para el doctor Fausto, el momento más difícil de la tragedia de Goethe, consistente en venderle el alma al diablo para alcanzar el amor de su vida; y, para el caso de Abraham, el extraordinario capítulo consignado en el libro del Génesis que narra el fallido sacrificio del «Niño de la Promesa».
Ahora bien, a lo largo de la obra de Sören Kierkegaard hay dos puentes, los cuales constituyen el título de esta intervención. Entre el estadio estético y el estadio ético está la ironía, y entre el estadio ético y el estadio político (que así he llamado), cabe el humor. La ironía es una intensión que se manifiesta siempre en suspenso, generalmente como una pregunta; es también la mayéutica socrática que en lingüística se expresa mediante un cambio semántico: si yo le presto a usted mi cuaderno y usted lo dobla demasiado, le pregunto: «¿Puede doblarlo un poco más?», con el ánimo de que lo enderece… Otro ejemplo podría venir de la puesta en escena de la vida cotidiana: si usted se comunica a los gritos, le digo: «Puede hablar un poco más fuerte», para que hable más bajo… Eso es ironía, la cual, en nuestro medio nos falta. Y subrayo eso pues solemos comunicarnos a los gritos, tanto que en Medellín se dice: «Oíste»… Quizá porque no escuchamos. En cuanto al humor, éste es un atributo demasiado serio, incluso trágico.
Los grandes humoristas han sido personajes sumamente trágicos que casi siempre revelan cosas tremendas, mientras nosotros, desafortunadamente creo que en Colombia grosso modo preferimos más el sentido del chiste, los escándalos de la gorda Fabiola y Sábados Felices con todas sus águilas descalzas, que cuentan sólo evidencias donde la vulgaridad hace desternillar de carcajadas a quien los ve y escucha. El sentido del chiste es el de «No me lo cambie»…, donde le mandan un tortazo directamente al espectador incauto para que los demás gocen. El sentido del humor era el que tenía Jaime Garzón al que asesinamos, y lo digo en plural porque este país mata a sus humoristas, lo cual es profundamente trágico y duplica nuestra tragedia. Pero volviendo al asunto inicial, entre estética y ética hay ironía, y entre ética y política (como lo he asumido, parafraseando al estadio religioso de Kierkegaard), hallamos humor.
A propósito del humor, para que veamos que es algo profundamente serio, vale la pena repasar algunos versículos del Génesis. Hay un capítulo en ese libro mítico cuando el Dios de Abraham, que es su amo en términos analíticos, le dice al futuro Padre de la fe que por serle fiel lo ha elegido como «Heredero de una generación tan grande como las estrellas del cielo y las arenas del mar». Pero Abraham apenas se llama Abram, y es muy viejo, y no entiende cómo Dios lo va a volver un semental si ya «no puede»… No obstante le dice eso a su esposa que se llama Sara y además es estéril, cosa que duplica el drama… Entonces Sara le pide que tome a la esclava Agar, y parece que Abram conoce a Agar (hay que subrayar ese verbo conjugado, pues es enardecidamente carnal en la Biblia), y Agar queda en cinta, y tiene un hijo que se llamará Ismael, y según el mito judío, cristiano e islámico, de ahí salieron los árabes. Mas Dios le dice a Abram que Ismael no es el «Niño de la Promesa», sino un hijo que tiene que salir del vientre de su esposa estéril… Luego el pobre Abram va donde Sara y le dice lo mismo y Sara se ríe, y resulta que con el tiempo, Sara queda en cinta y tiene un hijo que bautizan en hebreo con el nombre de Isaac, que quiere decir risa porque Sara se rió. En consecuencia, el humor es algo profundamente serio.
Continuemos con tres paradojas de ironía y humor según Kierkegaard. En primer lugar, en la máxima creación estética de Mozart, al gran conquistador que es Don Giovanni le ocurre algo extraño, como a todos los «galanes» del mundo: es un momento muy bello, cuando una nueva seducida (Doña Anna) conversa con el criado de su señor (Leporello): ¿Cuántas amantes tiene él?, y el narrador de la historia de ese otro tramoyero responde mostrándole un cuaderno de notas, agregando que en sólo España son ya: Mille e tre… Pero Don Juan se esconde porque no da la cara: en realidad está solo y huye de sí. Podría incluso anotarse que su paradoja es ser impotente y probablemente aborrecer a todas las mujeres: esa es la contradicción del seductor, he ahí su profunda ironía. En el siguiente estadio kierkegaardiano, el amor de Fausto depende, ¡cosa tenaz!, del diablo a quien el Doctor de la ética le vendió su alma. Hay un instante cumbre donde el sabio quiere alcanzar el amor y reniega de haber pactado con el demonio; pero ¡no!, la sangre ha sido testigo, y el diablo empieza a jugar con él… La misma estructura de la tragedia de Fausto es la de Job, otro libro del Antiguo Testamento, fascinante, donde se supone que Dios también apuesta con Satanás… Goethe recrea ese argumento con buena dosis de ironía y humor: queriendo a Margarita (el eterno femenino de Fausto), el docto de tanto conocimiento no la puede alcanzar porque le vendió su destino a Mefistófeles, y eso es irreversible. Por último, en el clímax entre creer y poder, Abram, tras gozar la adolescencia del Hijo prometido, vuelve a oír las voces de su Dios, ¡terribles!, esta vez ordenándole que vaya a una montaña llamada Moriah, y le sacrifique allí a su «bien más preciado». Entonces el abuelo Abram parte con su Niño, sin decir nada a nadie, siguiendo los ecos que lo impulsan a convertirse en asesino. Basta releer Temor y temblor para imaginar su desesperación, sobre todo cuando resulta que aquella era una «prueba», una suerte de «comedia» para ver si obedecía, hasta que un ángel felizmente a tiempo (por eso debemos ser puntuales) detiene su mano transformando humorísticamente su nombre por el de Abraham: el Padre de la fe.
Ahora bien, invirtiendo el orden de las «etapas en el camino de la vida» de Kierkegaard, repasemos tres de los cuatro discursos de Lacan, contenidos en su «reverso del psicoanálisis». En primer lugar, el discurso del amo (al que designaré con una A), en segundo lugar el discurso del universitario (al que denotaré con una E), y en tercer lugar el discurso de la histérica o histérico (que indicaré con una H).
Hay algo extraordinario en esos discursos (pidiéndole disculpas a los lacanianos por la simplificación), pues entre los años 60 y 70, Lacan estaba elaborando la famosa idea del pequeño objeto a, que yo llamo @, pues el deseo se volvió virtual y en las «sociedades líquidas» pareciéramos no querer otra trascendencia distinta que «surfear» en el ciberespacio. Lo interesante del discurso del amo (A), es que sólo le interesa que las cosas funcionen: al amo no le interesa el saber. Ese amo que he graficado con A, pero podríamos representarlo con una P de Padre, otro mito que siguiendo las famosas ecuaciones de Lacan lo único que esconde es a un sujeto dividido ($), más aún, impotente ante el saber (S) que produce deseo (@). En segundo lugar, el discurso del universitario (designado con E de esclavo —que bien puede ser el estudiante), disimula una profunda verdad: la del amo (A). Generalmente, cuando el universitario protesta, casi siempre torpemente, lo que está pidiendo a gritos es un amo. Cuando un grupo de estudiantes enardecidos secuestran o raptan, o si se quiere «retienen» a su rector, lo que ocurre inmediatamente es que llega casi montado a caballo al campus universitario el Gran amo. La verdad del discurso del universitario (E) es el amo (A), cuya alteridad es el deseo (@), y si hay algo que caracteriza profundamente al discurso del saber, al discurso universitario en su otredad, es una profunda hambre, unas enormes ganas, casi como un gigantesco bostezo que, cosa curiosa, lo mejor que produce es sujetos divididos ($). Una de las muestras de esos sujetos divididos que se multiplican geométricamente gracias a la universidad, es esa cantidad de especialistas incapaces de resolver problemas concretos: «¡No!, eso dígaselo al neurólogo, o al endocrinólogo, porque esa no es mi especialidad»… Finalmente, nos encontramos con el discurso del histérico (H), cuya gran verdad es el deseo (@), ante el otro que es el amo (A) generando un enorme saber (S)… Podemos repasar los «matemas» de Lacan corroborando sus relaciones: al discurso del amo, él le atribuye un significante uno (S1), y al discurso del saber un significante dos (S2); por supuesto, como buen universitario conservo al sujeto dividido poniéndole dos rayitas de signo pesos ($), y al pequeño objeto a que he denominado @ debido al mundo virtual en que vivimos. Espero entonces que los lacanianos no me «quemen» por semejantes permisividades.
Si se quiere remplacemos al discurso del amo por Abraham, que esconde a un sujeto dividido ante el horror de sacrificar a su Hijo, produciendo el deseo de querer «salvarlo». Al discurso del universitario por el del doctor Fausto, cuya verdad es Mefistófeles ante el deseo de su amor, que expulsa a un sujeto dividido. Por último, remplacemos al discurso del histérico por el de Mozart, que sublima sus pulsiones en el deseo de Don Giovanni, por medio de un cierto saber. Mas aún, invito a que sigamos reemplazando para el caso colombiano, al discurso del amo (A) por lo que Álvaro Uribe representa, al discurso del universitario (E) por lo que significa la derrota política de Antanas Mockus, y al discurso del histérico (H) por lo que literalmente reclama el escritor Fernando Vallejo.
El discurso del amo es un relato bien curioso, porque si uno mira y hace un balance sencillo de todas las marchas de agradecimiento, loas, flores etc., hacia el expresidente Álvaro Uribe (vale la pena recordar los honores que se le rindieron a Enrique Olaya-Herrera al final de su mandato, de los cuales sólo queda un pequeño aeropuerto, mientras que un personaje como Alfonso López-Pumarejo, quien debió renunciar en medio de escándalos y una crisis feroz, ha pasado a la historia como el gran reformador de Colombia)… Cierto, la historia lo dirá, aunque algunos —pese a los excesivos escándalos de su mandato— vaticinan que tiene un lugar asegurado este «amito» en nuestra historia –y digo amito porque típicamente es «bajito», como tantos pequeños tiranos de otros tiempos. No obstante, hay que abonarle a este amito que sabe cuántos litros de leche produce una vaca, cuántos kilómetros hay de aquí a Peque, seguramente conoce de memoria el nombre de la gallina de la señora que vende empanadas en el último concejo comunal que hizo y, cierto, trabaja, trabaja y trabaja; por eso era que no quería abandonar su «trono». Hay que abonarle eso, además de enfrentar como magnífico orador a sus contradictores: de eso fui testigo cuando hace apenas unos años un grupo de académicos lo cuestionamos en la Universidad Jorge Tadeo Lozano en Bogotá… Pero independientemente de ello, hay dos cosas que no creo tan geniales, sobre lo que Álvaro Uribe representa.
En primer lugar, él logró (y esos son sus quince minutos de fama), convencernos después del lapsus del Caguán, que la FAR… —como él le dice a ese grupo insurgente comiéndose las eses—, él nos convenció de que las FARC son un enemigo inmundo, un diablo tan diabólico como Al-Qaeda. Y eso le coincidió con el mejor momento de la era Bush… Entonces nuestro Al-Qaedita fueron las FARC, aunque evidentemente si uno establece comparaciones entre tipos de terroristas, los nuestros son unos pobres diablos si se mira objetivamente a los de Al-Qaeda: primero, esos terroristas son extranjeros; segundo, muchos de ellos hablan varios idiomas sin acento, saben matemáticas y pilotean aviones con el fin de volar torres gemelas, comen lechugas frescas mirando a La Meca y, a su jefe omnipotente todo el mundo lo busca y nadie lo encuentra. Los «nuestros» —y digo nuestros porque tienen cédula de ciudadanía colombiana— comen lentejas trasnochadas, están cercados y cercenados, y cuando le celebran el cumpleaños a otro de los suyos, se vuelven travestis porque no tienen alternativa: son unos «pobres diablos» que atacan con minas quiebra-patas y con pipetas de gas, bastante rudimentarias por cierto. Pero cuidado con esos «diablillos» —actualmente «protagonistas de los diálogos de paz»— porque también se parecen a los que utilizan motosierras: unos carniceros de mal gusto que solapadamente controlan algunos «corredores de la droga». Evidentemente la guerrilla en un momento tuvo ideología pero, con el secuestro y el narcotráfico, la perdió irremediablemente. Y el amito nos convenció de que las FARC eran lo más inmundo de nuestro país, basura que era necesario eliminar antes que expatriar o reciclar —cosa que no hizo con el otro «desperdicio» de Colombia: los grupos paramilitares…
La segunda parte del éxito de nuestro «amito» tiene que ver con haber administrado este país como una finca en manos de un capataz, porque éramos huérfanos y los que nos faltaba era que un taita recreara lo que el ingeniero Alberto Fujimori llamó «Consejos Comunales de Gobierno». Ésos no se los inventó Uribe; los creó con todo su populismo Fujimori, cuya hija punteaba varias encuestas compitiendo con Jaime Bayly y Ollanta Humala por la presidencia del Perú… Entonces el doctor Uribe copió y recicló para Colombia los consejos comunales para ir con poncho, ruana, sombrero aguadeño o camisas guayabera blindadas adonde fuera… Y era una maravilla la estructura de los tales consejos. En algún momento hice un análisis de éstos comparándolos con la demagogia de otro mandatario (QEPD) con «Aló, presidente». Porque aquella sí que era la otra cara de nuestra moneda: ¿Ustedes qué creen? ¿Recuerdan al carismático líder venezolano que ensudaderado en la bandera de su país, con una lágrima en el corazón, rompió y luego reestableció relaciones con Colombia? ¡Acompañado del futbolista Maradona fungiendo de analista político! Entonces hice un análisis de «Aló presidente» y de los consejos comunales de ambos gobiernos encontrando, como diría Marcel Mauss, que los dos eran «puro potlach». Es decir, obsequio de dones gratuitos por parte de los caciques del pueblo para que la gente quedara de por vida empeñada con ellos… Bueno, esas dos fueron las grandes genialidades de nuestro amito, además de Familias en Acción. Indudablemente la economía creció en un 7.25%, pero aún no se ve sustancialmente una reducción de la pobreza ni del desempleo tras sus ocho años de gobierno, como tampoco la construcción efectiva de grandes obras de infraestructura, más acá de los jugosos contratos del ministro que con tanta fe rezaba el rosario donde las monjitas que lo alojaban: Andrés-Uriel Gallego.
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Sanabria cree que rajar de sus colegas en una novela es hacer literatura. Lamentables sus chismes «sociológicos». Ese tipo es a la sociología colombiana lo que El Lavadero es al periodismo, por eso nadie se lo toma en serio.