Periodismo Cronopio – Sala Negra de el Faro

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Cuarto de los huesos

EL CUARTO DE LOS HUESOS ESTÁ SOBREPOBLADO

Por Daniel Valencia Caravantes *
Fotografía: Fred Ramos

¿Dónde están los desaparecidos? En el último año y medio, el Equipo de Antropología Forense del Instituto de Medicina Legal de El Salvador estudió 120 osamentas vomitadas por la tierra, y en 16 años ha recogido millares de huesos que ya no caben en un pequeño cuarto que vomita historias de masacres de la guerra, de las pandillas, de migrantes. El cuarto se vacía a cuentagotas porque no hay recursos ni interés de los fiscales o de los policías. Por eso 500 reaparecidos sueñan reencontrarse, algún día, con sus familiares errantes.

Ahora Raymundo Sánchez entra al cuarto de los huesos, esquiva un escritorio y saluda a Saúl Quijada, un hombre serio, pequeño pero fornido, dueño de una frente amplia y una línea en el bigote perfectamente rasurada, como dibujada con delineador. Un Pedro Infante salvadoreño. Raymundo Sánchez, en cambio, es laaargo, moreno y colmilludo. «Un corazonsote con dos largos brazos y dos largas patas», dirán de él sus compañeros. Raymundo Sánchez atraviesa el cuarto de los huesos con La Muchacha en brazos. A toda prisa. Al final del cuarto hay una puerta que descubre un patio. Sale. En el patio hay un caldero y debajo una hornilla conectada a un tambo de gas. Raymundo Sánchez crea fuego. Quien lo viera ahí, acurrucado, claudicaría ante un espejismo: un brujo juega con su pócima; llena con agua el caldero y ahoga a La Muchacha, sumergiendo una por una todas sus partes; agrega una pizca de Axión quitagrasa y se dispone a esperar tres horas de cocción. Al cabo de unos minutos el agua ya bulle y hace revolotear los 146 huesos en los que está resumida La Muchacha. El cuerpo humano tiene más huesos que esos 146, pero esa ausencia no inquieta a Raymundo Sánchez. Son suficientes y él los necesita pulcros. «Limpitos, chelitos», dice. Aprisionada, sometida bajo un trozo ahumado de duralita, La Muchacha ni viva hubiese dado pelea. No tiene cómo: alguien le robó para siempre los brazos.

—Esta es La Muchacha de Ilopango —dice Raymundo Sánchez—. Fue encontrada en un segundo enterramiento. Se presume que su novio la mató y la quiso desaparecer dos veces. Quién sabe dónde quedaron sus bracitos.

* * *

Cuando el caldero alcanza la ebullición desparrama por sus costados un charco grasiento que chorrea hasta el suelo. Afuera San Salvador es humo, es grito de vendedores alrededor del Centro de Gobierno, es el silencio de un palacio legislativo que al fondo de este complejo parece estar pintado. La Corte Suprema de Justicia está al otro lado de la calle, cuatro pisos arriba en el palacio judicial. Demasiado en el cielo para un país en el que los más desgraciados seguro, seguro, seguro, terminarán bajo la tierra, hasta que alguien los encuentre —si los encuentran— y acaben en la esquina de este patio, cocidos en el caldero que custodia Raymundo Sánchez. El caldero humea y La Muchacha se evapora y se eleva al cielo; las nubes están cargadas; se viene un mes gris y lluvioso. Hay mañanas en las que cuesta más trabajo tenerle fe a la humanidad, sobre todo si amaneces frente a la sopa de una muchacha.

* * *
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Al cuarto de los huesos entra Óscar Armando Quijano, un médico cincuentón dueño de un par de lentes y unas corbatas de colores brillantes. El doctor Quijano es el jefe del Equipo de Antropología Forense (EAF) del Instituto de Medicina Legal de El Salvador. Él no evoca a ningún actor, pero a partir de esta, todas sus entradas a este cuarto harán recordar al Kramer de Seinfeld. Es un hombre–cómico, un chistoso, un jodarria. Cuando entra, un instante es un tornado, el cuarto cobra vida, se alegra, hasta que él invoca seriedad.

—¡¿Cómo estamos, vieja loca?! — le dice al doctor Saúl Quijada. El hombre del bigote fino deja en paz a una calavera, la coloca sobre un estante y choca palmas y puños con su amigo. Se molestan desde hace 15 años. Por llamarse de esa forma —un episodio que tiene a la base una película de Pedro Infante y a una mujer bonita que se les puso enfrente— ambos son conocidos como «Las viejas».

Ahora, el doctor Quijano se dirige a Raymundo Sánchez, pero en realidad nos está hablando a todos.

—¡Ajá, Humildad! Este hombre es pura humildad. Y tiene pedigree. ¿Verdad, Humildad?

Raymundo Sánchez se retuerce en su silla. Ríe, todos reímos, hasta que el doctor Quijano deja de retorcerle los pellejos de las costillas.

—¿Vieron? ¡No chilla!

El doctor Quijano se pone serio y se dirige hacia el patio. Un instante es la calma. Atraviesa la puerta que da al patio. Percibe el vapor, imagina a La Muchacha, la huele. Me levanta las cejas. Me da una palmada en el hombro:

—Con verduritas, mire… ¡sabroso!

De nuevo, desgraciados todos, reímos.

* * *

Ahora el cuarto de los huesos huele a huesos recién hervidos. Los salvadoreños dicen que los muertos sueltan un «ijillo», pero eso es Chanel junto a esta patada que destroza el tabique nasal. Luego baja torbellino por la tráquea, somete los pulmones; estos se defienden, y lo que no es exhalado es porque se escabulló hacia la boca del estómago, donde desbarajusta todo. Pero eso solo ocurre la primera vez que se entra en el cuarto de los huesos, un rectángulo blanquecino gracias a tres brillantes lámparas. Lo menos importante aquí son tres estanterías y un lavamanos. Lo más importante son cuatro mesas sobre las cuales descansan esqueletos. Dos de las mesas son tablones improvisados sobre unas armazones de hierro; las otras dos son tablones sobre unas columnas hechas con cajas de cartón, llenas de huesos; todas desarmables al menor contacto imprudente. Hay cajas apiladas por todos lados, cuatro sillas que no encuentran su lugar en el mundo, instrumentos colgados del techo… En el cuarto de los huesos se camina milimétrico, como los acróbatas en la cuerda floja. Un paso en falso le robaría la paz a los huesos.

El cuarto de los huesos reúne una colección de salvadoreños de la más fina clase de los desaparecidos: de la guerra y de la violencia actual, y de hace un año, de hace dos, tres, 10 o 30… En el cuarto de los huesos están los huesos de un niño que no alcanzó a nacer, de nacidos, de bebés, niños, niñas, jóvenes, hombres, mujeres, ancianos, ancianas… Hay baleados, mutilados, degollados, ahorcados, decapitados, acuchillados. Hay una chica que quiso fumar su último porro, un chico que tenía zapatos de patines y uno más que murió con los audífonos puestos. Hay tres guerrilleros, una familia masacrada hace 30 años, una pandilla de jóvenes… los médicos también han encontrado la calavera de un perro y la osamenta de una rata. Ahora son sus mascotas. Pero aquí los importantes son los huesos como los de El Pirata y, ahora, los de La Muchacha, aquella que limpiaron en sopa y se evaporó hasta el cielo.

El cuarto de los huesos es tan parecido al país que la ironía se sirve en bandeja: es tan chico como El Salvador que lo esconde; está tan saturado como El Salvador que lo esconde, es tan carente de todo que este cuarto debería llamarse «cuarto de huesos El Salvador» y no «Antropología Forense». Por sobrepoblación, los huesos se arriman encima de otros huesos, separados todos por cajas de cartón, por viñetas que evidencian su lugar de origen. En el cuarto hay osamentas provenientes de los cuatro puntos cardinales del país. En el cuarto de los huesos, paradojas de la vida, se reencuentran los desaparecidos durante la guerra civil, finalizada hace casi 22 años, y de la violencia sin sentido de la guerra de las pandillas. Aquí se reencuentran, sin treguas, pandilleros de la Salvatrucha con pandilleros del Barrio 18. Y sus víctimas. También hay huesos que hablan de otros huesos: los de los migrantes que retornan calavera. Aquí se condensan tres de las más grandes tragedias del país. Son nuestros huesos de la guerra y de la «paz». Aquí hay huesos que invocan a sus parientes vivos. Huesos que resurgieron para gritar lo que ocurrió antes y lo que ocurre ahora. Huesos para denunciar la sociedad que fuimos y que somos. Aquí hay alrededor de 13 millares de huesos, correspondientes a 69 seres humanos, pero por este cuarto han desfilado más. Muchísimos más. Y todos, todos, todos, comparten una característica: alguna vez fueron engullidos por la tierra; y tiempo después la tierra los vomitó.

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No hace mucho, un antropólogo forense peruano, encargado de la Oficina de Personas Desaparecidas y Ciencias Forenses de la ONU, visitó el cuarto de los huesos. Revisó estadísticas, se juntó con policías, forenses y fiscales. Por la cantidad de denuncias de desaparecidos, por la cantidad de casos que se encuentran, vivos o muertos, por la cantidad de casos que quedan sin resolver, José Pablo Baraybar concluyó: «El Salvador es como un cementerio clandestino. Ahí adonde pise está pisando la tumba de algún desaparecido».

Al cuarto de los huesos llegan policías y fiscales buscando casos; madres, padres, hermanos y hermanas buscando familia. Nadie llega por casualidad ni por invitación. Quien entra a este cuarto es porque busca algo que se la ha perdido. Y quién mejor para ayudarles en su búsqueda, en este océano de huesos, que un barquero de radios y fémures largos llamado Raymundo Sánchez.

* * *

Ahora Raymundo Sánchez entra al cuarto de los huesos y se desnuda. De verdad tiene piernas y brazos largos. Café oscura la piel. Cuando suda parece atleta. A veces le gusta ir a correr a las gradas del estadio olímpico de la capital, al Mágico González, para liberar el estrés que acumula en el trabajo. Otras veces aparta las tardes para jugar basquetbol en un torneo entre oficinas del órgano judicial. Le gusta más el basquetbol que la carrera, pero intenta practicar ambos deportes para mantenerse en forma. Por su tamaño, indispensable para las canastas, sus amigos en el IML también le llaman «Largo».

Raymundo Sánchez cuelga su ropa de ciudadano cualquiera detrás de la puerta y se disfraza de auxiliar forense, con un peculiar uniforme que a veces es celeste y a veces es verde, pero que invariablemente tiene bordado por encima de la bolsa, al lado del cuello en V, su nombre: «Sr. Sánchez». Él no es médico, pero es como si lo fuera. Tiene 18 años como auxiliar forense, y tres como la mano derecha de los doctores Saúl Quijada y Óscar Armando Quijano. Ha cargado tantos muertos Raymundo Sánchez, que a veces bromea con estar maldito. Se lo dijo alguna vez un hermano del culto. «Ustedes, por jugar con los muertos, están malditos». Raymundo Sánchez lo cuenta y sonríe. Y luego reflexiona en voz alta: «Pero quizá algo tenía de razón. Uno no sabe quiénes fueron en vida todos los que vienen a parar aquí. ¿Imagínese viene alguno embrujado?». Él, también a veces, es bromista.

Raymundo Sánchez no le tuvo miedo a la muerte cuando, hace ya muchos años, menos largo y más muchacho, corría desde su casa, en el municipio de Ciudad Delgado, hacia las escenas que para esas fechas dejaba la guerra civil salvadoreña: cuerpos baleados, calcinados, aventados en plena calle, ante los ojos de una comunidad que lejos de vivir horrorizada, aceptaba esa normalidad. «Creo que siempre me llamaron la atención los muertos, desde chiquito. Yo era el primero en llegar cuando se sabía de algún baleado en la calle», dice Raymundo Sánchez, al tiempo que menea remolino un polvo edulcorado en su termo de plástico. Bebe agua roja mientras se deja observar por sus mascotas: una familia de escarabajos clavados con alfileres sobre unos carteles que explican huesos; una mariposa negra, alas extendidas, que gira 360 grados, ensartada en la segundera de un reloj de pared; la calavera de un perro, completa, blanquísima, como el mármol, con sus colmillos en perfecto estado. No hace mucho la encontraron en una exhumación, a las orillas del lago de Ilopango, muy cerca de donde más tarde sacarían a La Muchacha. Iban por un desaparecido y regresaron con tres más y su nueva mascota. Todavía no la han bautizado.
(Continua página 2 – link más abajo)

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