Literatura Cronopio

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Llamada y otros relatos

LLAMADA Y OTROS RELATOS

Por Nicolás Tascón*

LLAMADA

Él llamó a su casa y era aún de noche, aunque el cielo sobre los anaqueles vacíos, a través de la traslucida ventana indicaba que el alba grisácea se acercaba con sus gélidos hilos al despiste de un nuevo día.

El teléfono ronroneó con un zumbido errabundo y sus nervios se crisparon como sus manos alrededor del aparato. Las llamadas se hacían sistemáticas al amanecer, al mediodía y al ocaso. No había cabida para errores ni pérdidas incipientes. El tiempo era oro y el muchacho no una mina.

Enrolló los dedos alrededor del cableado. Todo eran sombras efervescentes. El chisporroteo al otro lado y por fin, la respuesta.

―Diga.
―Buenos días.
―Es temprano para llamar.
―Es el alba. Como lo acordado.
―¿Acordado? Qué cosas las que dice usted.

Extrañamiento.

―¿Diga?
―Quiero que se dirija ahora mismo a mi habitación y revise si las cartas siguen en su lugar.

Correteo. Silencio. Chisporroteo.

―Diga.
―¿Y bien?
―Todo en impecable orden.
―Ahora diríjase a la cocina y revise que todos los cuchillos estén lustrosos; que no haya una sola mácula en ellos.

Pasos. Silencio. Chisporroteo.

―Perfecto.
―¿Dónde está mi padre?
―Mi padre y yo nos acostamos temprano en la noche.
―Dónde está. ―No pregunta.
―Duerme, seguro.
―¿Cien por ciento seguro?
―Las cartas siguen en orden, los cuchillos están bien lustrosos. El señor debe dormir en paz.
―¿Mi padre duerme al alba? Es insólito.
―¿Por qué la pregunta? Es lo natural. Yo también debería estar durmiendo.
―Pero no lo está.
―Porque esperaba por su llamada.
―¿Y por qué lo hacía?
―Porque he dormido junto al teléfono.
―Respóndame algo.
―Diga.
―¿Quién diablos es usted?
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Pasos. Chisporroteo. Silencio.

La línea se cortó. Las sombras pálidas morían lentamente mientras el cielo era violado y rosa y las nubes se iban apartando para destronar a la umbra en el camino de un esplendoroso refugio veraniego. El mundo seguía perfectamente igual y la realidad solo habría variado en una diminuta nota discordante. Nada digno de destruir una vida.

Y sin embargo el corazón de él, que llamaba sin falta todos los días, al amanecer, al mediodía y al ocaso, latía primorosamente rápido en su interior. Su cerebro se conectaba y desconectaba y las sombras parecían girar en derredor.

Estaba perfectamente bien que contestaran. Perfectamente bien que hablaran del otro lado y de que dieran las noticias más importantes como que las misteriosas cartas seguían en su lugar y que los cuchillos de la vajilla con sierras circulares y punta roma estuviesen perfectamente lustrosos. Perfectamente bien que hubiera alguien del otro lado que le informara que su padre dormía al alba. Pero allí estaba la inconsistencia porque su padre nunca dormía al alba, ni al mediodía, ni al ocaso. Y él era único engendrado. No había amigos ni familiares.

Y lo que no dejaba de intrigarlo, mientras una pequeñita gota de pegajoso sudorcillo frío recorría su frente hasta parar en la mitad de su pecho, era el hecho de que se suponía que no debía haber absolutamente nadie más que su padre en la casa.

CRÓNICA DE UN ABANDONO

El aire me olía a ese maravilloso fragor de los huesos asados y la carden humedecida en sangre. No es que me gustara mucho la fragancia sangrona, pero los huesos no estaban nada mal. Aspiré suavemente mientras pegaba mi nariz al suelo. Ya no debían tardar mucho, pues hacía dos eternidades que se habían ido.

Había moscas alrededor. De esas grandes y viscosas que también olían rico y cuyas formas incipientes se dibujaban con suavidad ante mi nariz. Eran como miles de puntitos que existían que en medio del espacio y se unían despacio delante de ese mundo negro. Ya no debían tardar. Ya no más. De seguro se les había pinchado una de aquellas cosas redondas que los llevaban en sus cajitas de metal a donde ellos quisieran y estaban por allí, al sol caliente del mediodía y yo aquí esperándolos en la sombra del prado, con las moscas alrededor. O de seguro estaban solo almorzando o de seguro… Bueno, cualquier cosa podría haberles pasado de seguro. Pero yo los iba a seguir esperando. Ya no debían tardar.

La tarde pasaba con calma, sin apuros, y cada vez el olor a huesos asados y a carne humedecida en sangre se intensificaba. Se volvía más puro. Yo no me había movido ni un ápice. Solo mi colita blanca, y mis orejas hacia arriba y hacia abajo, espantando las moscas inmundas que decoraban el panorama entristecido. El vasto patio verdoso que se ondulaba en dulces montañitas, pariendo hacia el mundo inescrupulosos arbustos oscuros. Las nubes pasaban despacio por sobre mi cabeza y yo ya comenzaba a preocuparme. Porque dentro de mí aún estaba aquella idea plástica de que les había pasado algo. Pero sacudí mi cabeza y saqué la lengua, ajustando los dientes sobre ella. Ya no debían demorar.
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Pero solo estaba yo allí, sentado sobre mis cuartos traseros, con todo ese pelo blanco bulléndome encima; en ondas de potente y fiero calor. La noche comenzaba a tumbarse sobre el universo y yo sentía miedo, y las moscas sucias enormes y olorosas sobre mí, y el olor a huesos asados y a sangre humeante.

Comencé a llorar. De mi boquita se escapaban deliciosos quejidos a la noche, y las moscas zumbando parecían reírse de mí, y ese desquiciado olor a sangre.

Allí apareció, en la curva de la línea de la carretera, y vi sus rostros un solo momento. Mi familia. Sentí que mi corazón se inflaba de alegría y comencé a ladrarles para que pararan y me recogieran y me dieran agua, y algo de comida, porque estaba sediento y muerto de hambre. Pero sus caras eran largas y se extendían aún más en tristes solemnidades mientras el carro se alejaba. Y yo no podía entender. ¿Por qué no paraban por mí? ¿Qué estaba pasando? Comencé a correr tras ellos, y las moscas detrás y el olor a huesos asados y a carne humedecida en sangre. ¡Que paren! Quería gritarles. Pero ellos no se detenían. Y seguían. Y seguían. Y seguían…

Después me di cuenta de que no pararían, y si pudiera llorar entonces lo habría hecho, pero solo encontré la salida a mi sufrimiento por medio de mis aullidos. El carro se alejó y ni siquiera repararon en mí. Y no volvía.

Me senté entonces a esperar nuevamente. Porque ya no deberían tardar. Sí. Algo malo debería haberles pasado. Ya no deberían tardar. Pero los extrañaba mientras tardaban. Y me sentía desolado allí, sentado solito, y me daba cuenta de que ya no deberían tardar, y allí ese insoportable olor a huesos asados y a carne humedecida en sangre.

SÍMBOLOS

Era de amanecer cuando la vio por primera vez. El cielo se moteaba de lanas algodonadas, finamente tejidas en nubes. El resplandor rosáceo del ambiente bañaba su traslúcido rostro mientras los rayos de un sol quebradizo se erguían con fuerza en el firmamento. El hombrecillo se sentaba en una silla de madera, puesta en un muelle. Le gustaba escuchar el cántico incesante de las olas, intentando liberarse de esa fuerza endemoniada que no hacía sino halarlas en distintas direcciones. A veces, se quitaba los zapatos y dejaba que el agua lamiera sus dedos mientras él se limitaba a sonreír. Siempre era así. Él y el mar. Y nadie más. Pero esa mañana fue la primera en que la vio.

Estaba plácidamente sentado en su silla viendo al sol nacer en cuanto distinguió una figura allá, a lo lejos, recortada contra los árboles. Tenía el cabello suelto y un rostro tristón. Y su belleza la resaltaba incluso entre las sombras; en las que pretendía fútil esconderse de las miradas. Él se levantó, su rostro joven ávido, e intentó mirarla mejor sin dar a entender que la estaba mirando. Era bella hasta un punto indescriptible. Piel de mármol, ojos caramelo y ese cabello que ondeaba a modo de estandarte. El frío le poseyó. Luego, siguió prestando atención distraídamente al enloquecido vaivén de las olas.
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Estaba caminando por una plaza abarrotada, con bermudas beige y las manos en los bolsillos. El clásico calor costero y las gafas de sol. Un palillo en la boca. Y allí estaba de nuevo la mujer. Se preguntó por su edad. Y por su historia. Caminaba suavemente por entre la multitud. Su semblante era asustadizo, la mirada siempre baja rindiendo obediencia. Caminaba como contenida, y sin embargo era bella en demasía, insoportable. Pareciera que en cualquier momento pudiese estallar y salir corriendo. El hombre se dedicó a mirar unos melones mientras de verdad la contemplaba de reojo tras el insano anonimato de sus lentes oscuros. Tenía la nariz respingona, unos labios firmes y ojos ocultos tras un velo de inexpresión. Quién sabría cuántas historias se esconderían detrás de aquellos iris de caramelo, y quién podría desvelarlas, quién tendría la suficiente fuerza de ánimo para hacerlo. Casi dejó al hombre de los melones hablando solo, sólo por pasar a su lado. Olía bien, a rosas y oficio. Luego, siguió su curso mientras tras cada cerrar del iris, se encontraba con aquella beldad azur tan indeleble.

La veía con constancia, aunque no sabía ni dónde vivía, ni con quién lo hacía, ni si su nombre era María o Juana. La veía cuando salía el sol, pues siempre contemplaba el amanecer desde entre los árboles con sus ojos nostálgicos y su aire anhelante. ¿A qué esperaría la madama? ¿Qué situaciones forjarían su idiosincrasia errática tan voraz? La contemplaba en los mercados, comprando las frutas siempre con aquella expresión temerosa, y el iris cerrados a la especulación, a la adivinanza del análisis. Pero siempre la veía, todos los días, sin falta alguna. Y se volvió parte de su paisaje.

El hombre no era un hombre viejo, su cabello dorado era joven y flexible, dulcemente torneado por la brisa hacia los lados, y sus ojos onomatopéyicos del color de las nubes níveas. Y ella era una dama antigua, perlada por la experiencia y siempre bella. Las líneas de su rostro delineadas con suavidad por unas finas arrugas jamás se inclinaban en una sonrisa, y mientras contemplaba al sol pareciera que algo iba a brotar de entre sus párpados; tal vez alguna suerte de hermosas lágrimas o un canto dolorido. Con el tiempo la volvió tan usual que no podía concebir su día sin ella en él. Y cada que la veía la deseaba de una manera complicada. Se había convertido casi en una exenta extensión de su ser, inexpugnable e imposible de erradicar. Era su atractiva melancolía, su fragor sórdido el que le atraía, y le impulsaba a mirarla cada vez con más detenimiento, como intentando descifrar los códigos perdidos de su sonrisa invisible, las infecciones virales de su hermosura atadas a símbolos inconcebibles. Era como intentar comprenderla a ella y a toda su tristeza azul y casi hacerlo, y enamorarse de esa concepción intachable a medio camino de un intento fallido inalcanzable, mientras volvía atrás, al seguro mundo de sus propios exámenes simples.

No sabía su nombre, ni conocía su edad, pero podía entenderla mejor que incluso ella misma, porque se había aprendido de memoria los más insignificantes detalles que la hacían lo que era. Las miradas intransigentes, repelidas por una fuerza de contención en cuanto compraba su sustento alimenticio, los silencios a las puestas del sol, las curvas que describían sus pies mientras caminaba de vuelta a casa. Todo aquello y lo que no se podía traducir a palabras como sus leves gestos solo ligeramente envejecidos, tan pulcros que parecían antinaturales y las palabras que nunca encontraban una salida fuera de su boca firme.

Y después tuvo rabia con sí mismo porque ella era una mujer mayor y él merecía retos pasionales menos altos, tan pequeños que fueran alcanzables, y fáciles. Pero él no quería lo que merecía, sino lo que quería, porque querer era aprenderse las cosas de memoria para luego convertirlas en un hábito y hacerlas suyas; y entender la posesión. Pero sabía que era inalcanzable, porque su belleza no figuraba en los estándares de belleza de esta tierra sino que estaba muy por encima o muy por debajo de ellos, y eso no la hacía sino más apetente. Pero ella no sabía. No podía saberlo. Porque él permanecía oculto.

Es curioso como a veces una persona llega a obsesionarse tanto con otra que termina aprendiéndola por corazón, y conociéndola tan bien sin siquiera hacerse con una idea de ella que terminaba siendo insoportable. Era una enfermedad la de la visión. Y el hombre la devoraba con los ojos, ubicándola en sistemas más lejanos a los que solo podían penetrar él y ella en una silenciosa oda pasajera. Pero ella permanecía ajena, inocente de las miradas febriles que la asediaban desde lo furtivo.
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Muchas veces luchó para impulsar sus pies hacia delante y comenzar discreto una conversa, combatió a la vergüenza y a ese ánimo malsano que lo ataba al anónimo. Porque más que ser parte del panorama ella se había convertido en él; en esa parte melancólica tan inalcanzable que solo podía desear en vano. Y siempre veía los símbolos inmarcesibles impresos con suavidad en las arrugas de su rostro, y siempre esperaba la sonrisa desvanecida al amanecer mientras el sol rosáceo les iluminaba. Pero no obtenía más que necesidades impuestas, y anhelos voladores, tan intensos que le desvelaban en la sutil espera de los nuevos amaneceres.

Y la deseaba con tanta violencia que le provocaba arrancarse la carne y fundir su alma a la de ella, y conocer los gnósticos secretos de su pasado, la cifra de su edad y el legado de su historia. Pero no podía ser más que flácida carne existente y frustración encerrada en un cuerpo joven. Se arrancaba los cabellos y lloraba de ganas mientras la mujer seguía impertérrita su camino hacia una nueva jornada inducida, recubierta por el famélico halo de la tristeza. No sabía qué era, pero era allí con una fuerza tan potente que le fulminaba. Y deseaba aquello que no alcanzaba a atrapar en las palabras y luego sufría por desear y por no alcanzar.

El sol deslustre ascendía lento desde el cielo hasta su auge en una marcha calcárea, y a su paso tinturaba al cielo de malva, y violeta, y dolor. Y él estaba allí, en su banca, con las piernas recogidas porque a esa hora hacía frio. Y miraba hacia el horizonte y pensaba en ella, y en como intentaría descifrar el lenguaje de marcas inscrito en su piel, y en cómo lograría penetrar su aura de tristeza insondable, y en el apetito salvaje de conocimiento que le inspiraba. Cuando apareció ella, ataviada de blanco, con un vestido de bordes revoloteados y las manos entrelazadas al frente. Su gesto siempre era el mismo, paupérrimo y lejano. Pero él se dedicó a mirarla una nueva vez porque no podía hacer sino eso mientras algo limaba su alma y la dejaba en carne viva mientras sus efluvios malsanos le ahogaban el espíritu. El cielo estaba bello, y frágil, como de costumbre, pero su mirada seguía siempre ajena al mundo que la circundaba, y él la observaba sin darse cuenta de lo obvio que parecía. De repente sus ojos se deslizaron desde ese mundo interno hasta la ventana, y se quedaron allí, solo un segundo, temerosos de salir y volar libres, pero cansados del completo hacinamiento de la cárcel. Pero encontraron decisión y se arrastraron fuera, y fue como si viera el mundo de nuevo por primera vez, pues ante su iris desvaído se dibujó nuevamente la nube de cristal y plata que volaba sobre la mar y el dolor pareció alejarse un solo momento. Entonces se percató de que había un hombre sentado en una banca de madera que la observaba con atención. Recordó en algún lugar de su mente que tenía que ser amable y fue como si un mecanismo de relojería anticuado se encendiera; como si cada uno de los polvorientos engranajes del sistema para componer sonrisas se compusieran de la nada y se encendiera toda la maquina para producir una tímida enseñanza de dientes al mundo.

El hombre que la miraba con atención no podía creer que aquel lenguaje mudo de sigilos se revelara de la nada ante él. Fue testigo del despertar místico de sus ojos; de su renacer, y luego analizó dulcemente la sonrisa. Pero algo en él murió lentamente, como toda una ciudad que se desmorona de decepción, cada uno de los edificios cayendo tras el caído. El deseo se extinguió mientras leía tras la sonrisa aquello que había leído ya miles de veces más y el misterio se desveló en un lenguaje usual, para nada digno de desear.

Entonces el hombre se levantó de la silla y se dirigió a la señora en un universo paralelo, pues sus pies desnudos solamente podían percibir el sabor helado del suelo mientras caminaba hacia el final del muelle. Era consciente de la lacerante mirada repleta de fuego a su espalda, pero ya no le importó porque conocía tan bien esa sonrisa que no había nada nuevo que explorar en ese nuevo viejo rostro. Se limitó a sentir con un suspiro plácido la mordedura del frío de las aguas del mar en sus piernas y ya sus ojos pudieron concentrarse, nuevamente libres de tribulaciones, en las alegóricas olas que se mecían en el mar.
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* Nicolás Tascón es estudiante de Comercio exterior, egresado del Colegio Bilingüe Hispanoamericano, en la ciudad de Tuluá (Valle, Colombia). A su corta edad ha escrito numerosos cuentos y tres novelas. Gustavo Alvarez Gardeazábal lo reconoció como escritor cuando su mamá, que le ha apoyado desde siempre, le llevó algunos textos suyos para que los leyera.

3 COMENTARIOS

  1. Precioso, que sentimientos y expresion, como haces vivir y sentir con cada una de tus letras, felicitaciones por este hermoso don.

  2. Soy amiga de la mama de Nicolas y me da mucho gusto saber que tiene un hijo con un talento incalculable el cual ha sido reconocido por esta importante revista para el y toda su familia muchas felicitaciones con tan emotivo relato.

  3. Como profesora que fuì de Nicolàs Tascòn en el àrea de lenguaje me siento realmente complacida por el apoyo de su importante revista, pues estoy segura que su habilidad escritural se reforzarà tras la publicaciòn de sus textos.Creo firmemente que es una magnìfica forma de incentivar a los jòvenes que se inician en estas pràcticas del escribir.Mil gracias .Fuerte abrazo.

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