Literatura Cronopio

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Nigromancia

NIGROMANCIA

Por Adán Echeverría*

Desde temprano, Julio y Josué compiten por los favores de Raquelcita. Me aburren, no tienen otro tema desde que recogimos las redes de niebla. No estoy de acuerdo en sus argumentos para despreciar a Patricia, aunque la diferencia de carnes entre ambas sea notable. Cultivar a cada instante estos pensamientos resulta en extremo sexista: ¿cuál sería la reacción de ellas ante esta plática? ¿pensarán lo mismo de nosotros? ¿Como si las mujeres se dedicaran a platicar sobre el tamaño de nuestros miembros?

No es misterio el afán de su coquetería. Ahora mismo han ido al cenote a bañarse, seguras que ellos correrán a espiarlas; pero no ocultan su desnudez y la inmundicia se vuelve ajena, antigua; se tallan una a otra con lentitud, desafiantes, etéreas. En lo que a mi respecta, no siento interés por participar en competencias machistas ni en andar de espía. Desde que mi chava se largó con ese antropólogo de mierda, tres días después de casarnos, he pensado retirarme de este vicio o, por lo menos, llevármela tranquilo en lo que a parejas se refiere. ¡Qué importan dos chiquitas de veinte que aún no saben de la vida! Entiendo que su visión de lo ambiental (lo ecológico) sólo es moda. Para sentirse «in», necesitan participar en proyectos que les permitan dormir al aire libre, compartir pensamientos estériles de conservación sin otro sentido que el ligue, el destrampe. Acreditarse en la Greenpeace o en otra agencia conservacionista, presumir su activismo en las marchas contra la violencia, correr desnudas con los globalifóbicos gritando consignas que, la mayoría de las veces, ni siquiera entienden, pero «qué divertido es, sobre todo si es en la Riviera Maya», y al concluir los estudios, casarse con un abogado o un contador que gane buena plata, no ejercer su profesión, y poder contratar niñeras que cuiden sus chamacos; pasear en sus Windstar por las avenidas, estrenar vestidos de marca todos los domingos, y viajar a Disney en verano. Cuántas compañeras de salón no acabaron así… y… no viven al día… como… ¿?… yo…

—De eso se trata —rezongó Julio— aprovecharlas cuando están dispuestitas y calientes, las muy perras. Si no te la coges hoy, otro se la cogerá mañana.
—¡Benditas sean las ideas conservacionistas de las mujeres! Ojalá todas sigan su ejemplo. No las queremos para escribir un tratado de ecología. ¿O sí?… Que sepan mover el trasero es suficiente —Josué hizo una pausa— el que pierda, se queda con Patricia —volvían las apuestas.
—Ni está tan flaca la Paty, no chinguen —intervine—, considero un hecho, que a las flacas: ¡no te las acabas! Y mi vieja era flaca, sé de lo que hablo. Son impresionantes, im-pre-sio-nan-tes…— cometí la estupidez de seguirles el juego.
—Pero te dejó, maestro. Nunca pudiste «acabártela» —Julio golpeó a Josué con el codo en busca de aprobación: —No lograbas complacerla. ¿Tienes mi teléfono, no? —los labios de Julio eran un sarcasmo retorciéndose; un escupitajo de hombría despilfarrando hormonas— cuando vuelva a pasarte, háblame…, o mejor, dile que me hable… —y soltaron una risa burlona que sigue en los oídos como taladro de recuerdos.
—¡Chinguen a su madre!
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En Crucero Tabi, compraré las cervezas y una marqueta de hielo.

Son las cinco de la tarde. En la iglesia llaman a misa. Los habitantes se aprietan en la entrada del templo con sus ropas de colores grises. Cargan flores y velas apagadas, y han vestido a sus hijos con ropas nuevas. Las mujeres mayores se cubren la cabeza con sus rebozos. Un murmullo de cantos alarga las caras. Pasan a mi lado y me ven sobre el hombro, como si tuviera la culpa de la miseria que comparten, como si el misticismo de sus creencias tuviera que despertar algún tipo de entusiasmo y me pudiera mover la vena, el sentimiento. Este juego con la muerte que heredamos, este no cesar de invocarla a cada instante, como si la muerte, los espíritus y el tan temido dios pudieran detener el espanto de las guerras, el avance de las plagas y la hambruna, el desempleo constante. Tanto despilfarre en estos ritos. Tengo la ropa sucia, el pelo desarreglado, y no debo oler nada bien; estoy acá, en este sitio, a un costado de la selva, por la dedicación al trabajo, a la investigación y los monitoreos, no por quedarme a rezarle a dioses que ni tenemos la certeza que nos escuchen ¿acaso mi esfuerzo les interesa a éstos pelmazos?

Hago contraste con el entorno cargado de olor a incienso. Soy lo contrario a sus rituales. Pero, aunque no me conmueven, no me la paso gritando: ¡bendito dios, soy ateo! Ni pretextando nada, como lo hacía mi ex: le pedí y le pedí que sanara a mi hermana y nunca se cumplió, por eso ya no creo. Que los muertos entierren a sus muertos, ¿dónde escuché esta idea?

—¿Acaso no sabe que hoy se celebra a los difuntos? —aclaró el encargado de la agencia de cervezas cuando le cuestioné sobre tanto movimiento en el poblado. —¡Que se diviertan!, cada quien con sus creencias, porque hay de fiestas a fiestas, y nosotros tendremos la propia —concluí.

Regreso a la estación de campo, en la Reserva de Tabi, mientras los murmullos del poblado se disuelven en la vegetación. Hay una mujer recogiendo flores a la orilla del camino. La camioneta se sacude haciendo que la nevera caiga del asiento. Freno. En el retrovisor otra figura femenina observa. Desciendo del vehículo. Cruza una parvada de alas cafés y ya no veo a la mujer que tenía atrás. Me trepo de nuevo a la camioneta, levanto la nevera, cierro la portezuela y pongo en marcha el motor…
nigromancia-03—¿Ustedes han estado capturando aves? —la mujer que recogía flores habla junto a la ventanilla. Contesto que hemos terminado. Me regala una de las florecitas de tajonal que recogió, y se despide con cierta amabilidad. Avanzo con lentitud por la vereda y la miro caminar, detenerse a ver las flores del camino, arrancarlas, olfatearlas. Vuelve a pasar la misma parvada, en silencio —migratorias…, estoy seguro, por eso vuelan en silencio.

Apenas llego al campamento, todos agarran su chela para liberarse del calor que aprieta. Enciendo la fogata. Josué mató una boa que se había introducido en la letrina. Asada es deliciosa, así que la preparo. Servirá de botana. Cae la noche.

Las dos mujeres del camino secuestran un instante el pensamiento. Enciendo un cigarrillo y miro a los compañeros. Qué alegres me parecen, qué estúpidos. Tal vez a su edad veía las cosas de la misma forma. He envejecido, no cabe duda. La claridad se arrastra fuera de la estación de campo, lejos de las cabañas, sólo la fogata ilumina. Sostengo la flor en la mano, pienso en la mujer que desapareció después de darme la flor, en las aves, en el día de muertos, en la flor que sostengo en la mano, en mi ex esposa limpiándome la casa al abandonarme. Y la flor crece, disminuye, crece, se agita… cierro la mano y se deshacen sus colores, son polvo amarillo-blanco.

Se que esos cabrones hablan de mí, creen que no sé que me observan, que se burlan. Pinche Julio, ya le agarro la mano a Raquel. Y el otro empieza a conformarse con Patricia, ¿no que era un hueso? Niñas tontas. Estúpidos vagos. Sólo a esto vienen: «tienes un conocimiento inmenso de las aves». No mamen, qué importancia tiene lo que digan. ¡Estoy quebrado! No me alcanza ni para la renta. ¿De qué me han servido tantos estudios? Como a ellas las mantiene papi. Después de todo tiene razón Julio, no sirven más que para coger. Que les aproveche. Es mejor estar solo, sin que estén jodiendo todo el tiempo con los «¿me quieres?» y toda esa cursilería. Si se fue, que le vaya bien, no necesito que vuelva, ¡como si el amor tuviera segundas partes! ¡Qué chingados…! Estoy bajo la noche, me pagan por disfrutar esto, este cielo, este aroma… ¡Qué importa lo demás!

Ya casi las tienen, en cualquier momento comenzarán a buscar lejanías. A través del humo sus siluetas distorsionadas crecen ondulantes. La carne de boa asándose en las brasas acrecienta el asco. (Me quemé los labios con el cigarrillo). El suelo se mueve como si abriera las fauces para tragarme. Causa risa perder el equilibrio, sentir el vértigo. Tengo sed. Sentado en ésta roca el humo de la fogata no alcanza los ojos. Los árboles petrifican la noche, se miran más altos, enormes. El calor de las llamas y el frío de la noche coinciden en el cuerpo. Brota de la piel un huracán que mece las ramas y las fricciona; sonidos que semejan serpientes en apareo. Voy a vomitar.
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A través de la maraña de árboles llegan cinco niños tomados de la mano. En fila rodean la fogata, giran alrededor, cantan. Trato de entender, pero no logro hilar el significado de las estrofas: la música de la grabadora, y los gritos de los compañeros mientras hablan, me lo impiden. Estoy ebrio, estoy ebrio, estoy ebrio, golpeaba el pecho para expulsar la culpa, aquellos días cuando me mantenía remojado en alcohol, como una bolsita de té instantáneo; he controlado la bebida, y puedo pasármela, así como hoy, observando cómo los demás se emborrachan, pero mi voluntad es un recuerdo incómodo, ese trébol de la espalda, esas miradas de los niños, ese alucinante cantar sin detenerse. Vomito detrás de un chaká. Me ha hecho mal la carne de la serpiente, estoy mareado. Una mancha azul, brillante, intensa, escurre en el suelo. Los críos corren alrededor de la candela, riendo. Los compañeros siguen platicando, fuera de foco, beben su cerveza muy despacio. Patricia voltea a verme, soy un lindo espectáculo; tengo ganas de orinar. Y estos pinches niños giran tomados de la mano alrededor de la fogata. Mis compañeros se percatan de su presencia; voltean a verme, y consigo extender la mano señalándolos, encogiéndome de hombros. Se acercan a la fogata, ocupan su lugar alrededor de la crecida flama y la danza de los niños se detiene.

Una niña camina hacia el fuego, da media vuelta, queda frente a mí; las llamas le lamen el vestido, crece su rostro en la hoguera. Continúo recargado en el árbol donde oriné, trato de no perder detalle del espectáculo, intento no caerme.

Paty me busca, pero el fuste del árbol y la oscuridad me alejan de su vista.

—En este lugar no se debe cazar sin pedir permiso al Señor del Monte. Aquel que lo hiciere, llegará el día que despierte y sus piernas no responderán —la niña regresa a su lugar. Impulsa de nuevo la danza. Dos vueltas completas y otro niño toma la palabra: —Están marcadas las espinas de la ceiba con su nombre —cierra los ojos y esconde el rostro indio sobre el pecho luminoso; —aquel que se bañe desnudo en el cenote será maldito. No podrá tener hijos —traga aire y grita: —hace algunos años, unos cazadores ahogaron a la niña de mi vida, en aquel cenote…, —convulsiona junto a la fogata, su voz es un hilo de amargura, el viento revuelve su cabellos, se levantan las cenizas y las brazas, remolinos de polvo y el estruendo de las ramas de los árboles en el balanceo.

Un grito sacude las espaldas, proviene de la dirección en que se encuentra el cenote. Las sonrisas desaparecen de los rostros de mis compañeros. Los niños giran su danza. El rostro alterado de Patricia es hermoso. ¿Realmente se escuchó ese grito? Josué sigue bebiendo. Julio fuma sin importar quemarse los dedos. Me contagia las ganas de encender otro cigarro. A ver si queda uno… aunque sea uno… la inmensidad del cielo regala sus estrellas. Paty viene hacia mí, y la ronda vuelve a detenerse. Otro niño despega los labios:
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—El viento escapa del poblado, los sonidos de la muerte se acercan —vuelven a girar. Julio se levanta y grita desde su lugar: —¿Hey, cabrón, de qué se trata?, ¿intentas asustarnos? —Josué bebe su cerveza con los ojos colgados del movimiento de la lumbre. Paty se detiene a mi lado, le tomo la mano que hierve. Raquel se abraza las piernas y recarga su quijada en las rodillas, iluminada por el fuego puedo apreciar en su rostro el contraste de la noche. ¡Es hermosa! Si el pinche Julio se la lleva a la cama, será mi maldito héroe. Su belleza es la civilización que corre estrepitosa, la verdad del nuevo siglo, ¿y este abandono de pobreza?, ya nada encaja en este viaje al interior del estado, ella no encaja en esta profesión, en el vulgar recorrido de comunidades heridas por el abandono. No encajan estos niños de rostros indios con la piel tan blanca. No encaja el frío aumentando. Ni el comenzar a sentirme intranquilo que crece a cada instante.

Raquel estira las manos hacia las flamas, y comienza a murmurar el canto de los niños. Estos se detienen y otra niña habla jalándose los cabellos: —La noche se marchita, la luz extingue. Es hora de tristezas, de lamentos, ¡cuiden a sus niños, cierren las casas, no los dejen ir al monte por la noche! —el grito atrás de mí, vuelve, esta vez más cerca. Camino hacia donde creo que proviene. Pero la oscuridad es mucha y poco mi valor. Sólo veo ramas enmarañadas. Josué ingresa en la danza de los niños alrededor de la fogata, levanta las piernas hasta las rodillas, gira sobre su eje, aplaude, ríe sin soltar el envase de su chela.

—El niño mas grande tiene los ojos cerrados —le digo a Patricia mientras la abrazo. Ella toma el cigarrillo de mis dedos, le da una chupada sin dejar de mirar la ronda. Julio grita algo desde su lugar, pero no pongo atención, mis dientes se encajan en el cuello de Patricia, que echa atrás la mano derecha, jala mi cabeza para obligarme a seguir mordiendo. Josué sigue mirando el subir y bajar de las llamas, y con pequeños brincos las imita. Raquel tiene los ojos cerrados, mueve el cuerpo adelante y atrás, mientras gira la cabeza murmurando la melodía. Sigo con la vista al mayor, su piel es de un blanco brilloso.

La figura de una lechuza atraviesa el humo. Es una sombra blanca deslizándose. Con su aleteo aviva las llamas, nos atrapa su hermoso plumaje. Se posa en una rama seca del chaká, por encima de mi cabeza. Sus grandes ojos penetran la pupila. El silencio se hace presente, con su garra enorme. Se detienen los murmullos, los cantos ceden. Los niños abandonan el baile, sus ojos opacos se unen al asombro de los biólogos, y posamos la mirada en el graznido del ave inmensa. Nos observa con sus redondos ojos anaranjados. Y éste graznido sigue creciendo. Raquel dice entusiasmada:

—¿Es una Tyto alba? —sin voltear a verla muevo la cabeza en negativa; jamás he visto una lechuza de ese tamaño. Josué que no deja de mover las piernas, dando brinquitos, dice: —¡Valió la pena el viaje! —y ataca su cerveza hasta el fondo. El cielo se ha nublado, las nubes tienen coloración rojiza, seguramente por las quemas en los terrenos cercanos… pero… estamos en noviembre.

El más alto de los niños se da vuelta para quedar frente a nosotros. Dice imperativamente, mientras sus ojos grises inquietan: —¡A callar!… les diré qué anuncia la presencia de esa ave… —extiende las manos sobre las llamas, su voz de seca autoridad, hace dudar en la fisonomía infantil que tiene su cuerpo. Se agacha para recoger un madero encendido, lo acerca a sus labios, sopla… Queda el brillo rojizo de la brasa. Me clava la mirada y, mientras camina hacia donde me encuentro, eleva el volumen de su voz. Su voz es grave… grave… gutural:

—¡En cada pueblo, las brujas enredan en la lengua los pecados de los habitantes. Cuando cae la noche, huyen hacia el monte a levantar una fogata. Beben licores amargos. Rompen sus ropas. Bailan. Y en el éxtasis se abren las venas, mientras su sangre gotea… —ya no está sola la lechuza en las ramas del chaká, cientos de aves se han reunido en los ramajes: tordos, chipes, tángaras, cuervos, todas observan, observan inmóviles, silentes. Cada uno de los niños sostiene la mano de uno de mis compañeros, —…nadie del poblado debe salir al monte, en noches como ésta, porque la bestia ocupa los rincones, penetra los árboles, anida en las aguas, se arrastra por las hierbas y crece su sombra en la espalda de borrachos que deambulan la noche del día de muertos! —al decir la última frase, acerca su rostro al mío. Finaliza en un susurro: —¡Dicen que escuchar su canto es signo de enfermedad y muerte! —posa su mano sobre la brasa, abre al máximo los ojos, y en ellos miro mi rostro, y mis días de niño, aquella vez cuando levanté un pájaro de la carretera y lo intenté curar, había muerto, y yo pesqué una infección que me tuvo en cama dos días ardiendo en fiebre.

Mi rostro entristecido, creciendo dentro las pupilas del más grande de los niños; lo empujo para alejarlo, y mis manos atravesaron su cuerpo que se ha vuelto humo. La nube de pájaros detrás de mí se descuelga. Patricia suelta las manos de la niña que está junto a ella y se abraza a mi cuerpo, llegan las aves y la arrancan de mis brazos. Detrás de la fogata crecen las siluetas de las mujeres del camino, crecen con la oscuridad; se escucha el movimiento de las ramas, y las hierbas como si los animales estuvieran huyendo o acercándose. Me pica la palma de la mano, el polvo amarillo–blanco recupera su forma de flor, y miro el rostro de la mujer del tajonal que ríe a carcajadas detrás de las sombras que proyecta la fogata. Quema la piel de la mano. Se oye el graznido de las aves enfurecidas que descienden hacia los cuerpos de los compañeros. Patricia grita ya sin ojos, intenta mantenerse de pie y huir. El cuerpo de los niños se transforma en remolino de luz, intensa luz que ciega. No puedo ver… humo… humo… humo, correrías y gritos por todas partes…
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* Adán Echeverría nació en Mérida, Yucatán (1975). Escribe poesía y cuento. Es Biólogo con Maestría en Producción Animal Tropical de la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Integrante del Centro Yucateco de Escritores, A.C. Ha publicado los poemarios «El ropero del suicida» (Editorial Dante, 2002), «Delirios de hombre ave» (Ediciones de la UADY, 2004) y «Xenankó» (Ediciones Zur-PACMYC, 2005), y el libro de cuentos «Fuga de memorias» (Ayuntamiento de Mérida, 2006). Participa en los libros colectivos «Litoral del relámpago: imágenes y ficciones» (Ediciones Zur, 2003), «Venturas, nubes y estridencias» (ICY-INJUVY, 2003), «Los mejores poemas mexicanos. Edición 2005» (Fundación para las letras mexicanas y Joaquín Mortiz-Editorial Planeta, 2005).

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