Literatura Cronopio

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Ayer

AYER

Por Esteban Mayorga*

Ayer, después de que mi esposa salió para el trabajo, cogí la Vespa y fui a recoger a mi novia, porque tenía los huevos llenos como de quinua machacada y ya me regaba. La recogí y nos fuimos al karaoke porque no quiso ir directo al motel, estaba no solo medio pudibunda sino también algo melancólica; precisamente para que se le fuera el desconsuelo, propuse el karaoke. Era un lugar nuevo, lleno de dibujos como coreanos, pero también lleno de otras cosas como sicodélicas, complementadas, todas ellas, por un olor a comino que provenía, seguramente, del restaurante de almuerzos con el que compartía el local.

Lo malo fue que, una vez sentados, justo cuando estábamos escogiendo las canciones, nos encontramos con el Carlos, un colega de mi esposa que es muy cabezón, rudo, tosco y ordinario, que se encontraba con su voluptuosa novia cantando y divirtiéndose. Eran buenos el Carlos y su novia, tenían la voz como elástica y nostálgica, pero a la vez tenían una propuesta coral muy sólida e intensa: cantaban Pimpinela a dúo y de las cuencas de mis ojos empezaron a caer gruesos lagrimones al escucharlos.

Al vernos, se acercaron y saludaron, se sentaron con nosotros y todos juntos pedimos una botella de Néctar. Acercarse, saludar, sentarse, pedir y yo limpiarme el llanto de la cara, fue todo uno o tal vez dos instantes. Con la botella daban un canguil de cortesía, y justo cuando me iba a zampar unos canguiles escuché el timbre juguetón de mi celular, lo tenía en juguetón para las llamadas de mi esposa: me preguntaba si quería salir de noche con sus ex compañeros de la U.

—Me llamó la Pame, dice que ahora de noche para vernos con los de la U.
—¿A qué horas?
—A las diez.
—Ya, bacán, yo me desocupo a eso de las nueve.
—Chévere. ¿Qué es ese ruido que se oye?
—¿Qué ruido?
—Hay como música, no te oigo bien.
—No hay ningún ruido.
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Yo canté una canción de Julio Jaramillo y otra en inglés de un grupo olvidado cuyas notas, a pesar de ser también dignas del olvido, estallaban tanto en mi pecho como en mi garganta y en las paredes del karaoke; seguro en el restaurante de almuerzos, en el que ya se estaba desmenuzando la carne de chancho, mi voz retumbaba como el mar en plena borrasca.

La botella se terminó enseguida, hasta que el Carlos, ya entonado, decidió comprar otra, y la segunda botella me hizo pensar que lo único que tiene el alcohol para manifestarse es una fuerza escondida que solo se asoma con la ilusión de pasarlo bien, porque el sabor del licor, con pocas excepciones, es como el sabor de entrañas y de fermentos. También pensé que la fuerza etílica, o la lucha a favor de ella para que altere la conducta del bebedor, al tratarse de la borrachera, solamente está en intentar repensar no solo el pasarlo bien, sino también el amor, o la hermandad, o la pena y la decepción, algo que ese momento pensé que sería verdaderamente revolucionario para la farra y el modo de interpretarla y abordarla, pero, ahora que lo pienso bien, no es revolucionario para nada, sino más bien estático ante una diversión determinada en un lugar determinado.

Nos tomamos la segunda, mientras seguíamos cantando y comiendo canguil, y después salimos y no eran sino las once de la mañana. Los pajarillos aún cantaban a tenor del despertar de la media mañana y los buses, casi vacíos, dada la jornada laboral ya bastante empezada, pasaban más espaciados y parecían naturalmente ligados al suelo. Igual cosa con los carros, las motos y los zapatos de los ejecutivos y de las ejecutivas, de charol los primeros, de taco de aguja los segundos; incluso los caballos de los policías, cuyas pezuñas eran grandes como puños, parecían bombones amelcochados al suelo. ¡Qué haríamos sin el suelo!, aunque el suelo de Quito, apremiado por el kikuyo, demuestra fascinación y repugnancia en cantidades iguales.

Al lado del karaoke vivía nuestro pusher así que, no desprovistos de un poco de vergüenza, aunque envalentonados por el licor, hacia su morada nos dirigimos el Carlos, su voluptuosa novia, mi novia y yo, y con mucha cortesía, y pagando en efectivo, le compramos una merca nueva y potente que recién le había llegado. «Tendrán cuidado, puñales», advirtió con voz paternal y conmovedora antes de que partiéramos; sonaba a amistad y a buen dato.

Al lado de la casa del pusher, después de colocarnos bonito, y con mucho cuidado, como nos recomendara, vimos que había una panadería que vendía unos enrollados casi tan grandes como boñigas de buey, por lo cual, casi sin dudar, nos compramos un par de enrollados cada uno que estaban, simplemente, para fenecer del gusto. Al morfar los enrollados, no desprovistos de extrañeza, nos dimos cuenta de que, además de sabrosos, olían riquísimo, y entre estas y las otras nos dio la una.
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Le dije a mi novia al oído que fuéramos al motel, pero ella me dijo que solo para eso la llamaba, y que lo que ella quería era divertirse de otro modo, no solo culeando, y que si bien la melancolía se le había ido, no quería ir al motel, ¡que no quería ir al motel!

—Tengo hasta las nueve —dije yo.
—Yo solo tengo permiso hasta las ocho —replicó ella.
—Tenemos toda la tarde, entonces —sentenció la novia del Carlos.
—¡Vamos a la playa! —agregó el Carlos con entusiasmo.

Como ninguno de nosotros tenía carro y en la Vespa no cabíamos los cuatro, y ninguno de nosotros tenía ideas verdaderamente prometedoras, no se diga ánimos de ocio ni manso ni intelectual, etc., volvimos a entrar al karaoke. El cuidador de la entrada no se inmutó al vernos entrar por segunda vez, se había, seguramente, limpiado las muecas de la expresión antes de empezar a trabajar y llevaba puestas unas gafas enormes, tan grandes que parecía que la impavidez entera se le había puesto en la cara en forma de gafas.

Al entrar, vimos a unos colegiales que cantaban en inglés canciones olvidadas, como las que yo había cantado pero tal vez menos olvidadas, y se desenvolvían como viejos leñadores cortando troncos: eran muy cancheros, se las sabían todas, tenían el ritmo cogido y el acento ni se les notaba, sudaban y de vez en cuando paraban para tomar mejor los soplos de aire para cantar, así como para beber mejor los sorbos de licor que habían pedido para entonarse y divertirse a la sazón de la música y de, por supuesto, la beodez.
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Nos sentamos al lado de los colegiales, pedimos otra de Néctar y más canguil. La tercera botella tenía mayor fuerza, en especial por la merca con la que nos habíamos colocado y por el hecho de que era nuestra tercera botella: como se sabe, la experiencia de un fenómeno anterior dicta nuestro desempeño en relación a los fenómenos posteriores que vayamos a realizar. Beber la tercera era diferente de beber la primera y también era diferente de beber la segunda, fenomenológicamente hablando la experiencia nos facilitaba mejor comprensión de la música y el canto, de nuestros sentimientos de amistad así como de aquellos de disfrute, de lascivia, o de potencial agresión, incluyendo las percepciones que tuviéramos del local compartido y de los otros seres que en él se encontraban vociferando, libando, charlando, etc. Estábamos, además, bien colocados pues parecía que brillábamos cual focos incandescentes y que dábamos vueltas cual saeta de minutero, a la vez que nos sentíamos arder cual costras terrosas colgadas de la piel de un infante desgraciado: ¡sentíamos las tres cosas al mismo tiempo!, ¡droga maldita!

Nos hicimos panas de los colegiales y les brindamos de nuestro licor, y ellos del suyo que era, previsiblemente, anisado Néctar: ¿qué más se puede pedir de cara a la ilusión de pasarlo bien, del esparcimiento y de la diversión, que beber un licor de sabor dulce pero a un mismo tiempo espantoso y repulsivo?, ¿acaso hay algo mejor que estar con gente, licor, drogas y música en un mismo lugar a un mismo tiempo?, ¿hasta cuándo los aburridos, o aquellos que piensan que son divertidos pero no lo son, juegan un papel importante en la vida de uno?

Mi novia, ya con el trago y la droga, se puso más animada y se puso, también, encrespada cuando se dio cuenta de que yo miraba a la novia del Carlos con ojos golosos; pero justo ese rato le tocó cantar su canción y empezó, enseguida, a gritar la letra con agonía, en su timbre se reflejaba no solo su melancolía inicial, sino también su posterior subida de ánimo, así como también se reflejaban sus celos enfermizos, celos que, al mismo tiempo, eran halagadores para mí. La música y su canto lo capturaban todo, desde el inicio de sus sentimientos de ese día hasta el presente inmediato de la misma jornada, pasando también por la mitad del día y por la mitad de dichos sentimientos y desembocar en el mismísimo momento de los celos que la consumían al verme observar a la voluptuosa novia del Carlos con incontenible concupiscencia.

Y es que se notaba a la legua que ese rato la novia del Carlos estaba necesitada de fuego, así como yo desde la mañana pues ahora tenía los huevos no solo llenos como de quinua machacada, sino también de dulce de morocho con membrillo y con una pizca de jugo de guanábana, o tal vez de espumosa maicena; me regaba, y eso explicaba también que como mi novia no respondía a mi lascivia feroz me estuviera fijando en la novia del Carlos. El Carlos, por suerte, ni por enterado se daba pues, abrazado a un colegial uniformado, cantaba a pulmón lleno tonadas largas que a mis oídos llegaban heridas pero totalmente sentidas; una vez más, enormes lagrimones manaban de mis parduzcas vistas por este motivo.

Antes de que el Carlos terminara, me limpié las lágrimas, me paré y me dirigí al baño; en un principio iba solo pero antes de entrar me di cuenta de que la novia del Carlos me perseguía mientas se frotaba las domingas como si le faltara combustible. Entramos los dos al baño y ella se puso, sin calentamiento ninguno, a chipotear con el venoso de modo inhumano e insaciable a un mismo tiempo. “¡Piedad!”, grité sin convencimiento, lógica o motivo legítimo. Todo lo demás pasó en un abrir y cerrar de ojos (ayuntamiento, etc.) y fue tan rápido que no tuve tiempo ni de mear, que es lo que había ido a hacer en un inicio: ¡incorrupta e inocente avecilla!, ¡qué equivocado estuve al creer que podría mear calmo en aquel antro maldito!
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De repente nos encontrábamos de nuevo sentados en el sillón, cantando frente a la pantalla y libando licor sin pena junto con el colegial y el Carlos. Pero nuestro vulgar y arriesgado comportamiento en el baño no estuvo despojado de consecuencias predecibles e inmediatas como que yo quisiera mear más y de modo más inminente; o como que mi novia, enfadada hasta la liquidación, se hubiera marchado del karaoke azotando la puerta y derramando lágrimas sin cese; o como que el Carlos me estuviera esperando, ansioso, una vez que el arbitrio de los celos y la momentánea sobriedad le poseyeran para romperme el rostro a violentos e incesantes trompones.

Nos aprestábamos a salir para desfigurarnos nuestros respectivos rostros —pues el Carlos me había dicho, con mucha rabia: “Afuera te rompo, careverga”, y yo le había respondido con alevosía: “Dale, dale maricón”— cuando al salir vimos que el menú del restaurante de almuerzos era hornado de chancho con llapingachos y agrio, además de jugo de naranjilla, alias lulo, complementado todo este delicioso banquete con dulce de tres leches cuyos apetitosos efluvios, nos percatamos ese momento, se derramaban del platito en el que se servía elegantemente.

– Carlos—le dije— antes de salir y emplear toda nuestra energía en violencia natural, te propongo que almorcemos, y no lo digo solo por el menú, que promete, sino también porque la pura fuerza que ambos necesitamos para sacarnos la respectiva chucha, además del licor y de la droga que en nuestros cuerpos ahora vibran temblorosos, necesitamos ingerir algo puro, como lo son el chancho, la fruta y las tres leches. Si esto te parece absurdo, no lo es, es de lo más lógico: comer à pelear.

El Carlos, no despojado de asombro y confusión, caviló un momento y me respondió, pero antes de que me respondiera me puse a pensar que ya había resuelto mi problema inicial: por fin había podido satisfacer mi libídine de modo gustoso pero también pensé que al resolver este problema otros habían surgido sin poder evitarlo y que tenía que resolver estos problemas también, si no, no podría estar sereno y despejado durante el resto del día, no se diga salir con mi esposa y sus amigos por la noche. ¡Desgraciado de mí!

– Te acepto el almuerzo—dijo el Carlos entre dientes, se notaba que seguía caliente pues tenía su voluminosa cabeza inclinada como arrimándola a las rejas de la cárcel, parecía que quería mirar hacia el suelo pero la rabia no le dejaba y, a un mismo tiempo, parecía que ladraba del hambre porque le brillaban los ojos como si un relámpago hubiera caído en ellos, en el karaoke, en el comedor y en los que en ese momento nos encontrábamos allí.

Nos sentamos en la misma mesa —¿para qué ocupar puestos separados pudiendo demostrar momentánea lealtad y departir hipócritamente?— y comimos como hienas posesas pero con relativa calma al mismo tiempo hasta que llegó el momento de pagar la cuenta. Si bien los almuerzos estaban a tres dólares cada uno, ninguno de los dos quería dar su brazo a torcer, ser cordial y decir “Te invito”, sino más bien lo que queríamos era meter el pellejo del otro en una olla con aceite hirviendo para así demostrar quien era el más varón de los dos.

Íbamos a salir para reciprocar nuestra altanería a golpes y agravios después de que cada uno pagó su almuerzo cuando, de repente, escuché el tonito juguetón de mi celular, era mi esposa que contribuía, sin saberlo, a la fatalidad y me preguntaba cosas que no vienen al confite textual. Después de colgar, salimos y nos dimos de cuescos tan duro que la gente se aglomeró alrededor para presenciar la cuesquiza mientras que la novia del Carlos, así como mi novia, que al inicio de la gresca se encontraba en la esquina derramando sollozos y que al vernos arrancarnos a golpes había venido corriendo, intentaban separarnos con desespero. Dado que no podían separarnos y que la adrenalina se apoderara de ellas también, empezaron las dos a intentar desfigurarse a arañazos, sin distinción, sus bellos rostros; daba lástima relacionarlas, una vez yuxtapuestas a nosotros, con la violencia gratuita, pero así fue.

Y así fue, todo terminó como empezó, de repente, pero no sin consecuencias: la novia del Carlos tenía la blusa hecha jirones y por ella se podían observar sus dos agraciadas y voluptuosas domingas colgando sin andamio; la una roja a causa de la sangre y la otra blanca como el resto de tu tez. ¡Qué belleza!, pensé mientras ella se cubría con el suéter prestado de un simpático peatón y acto seguido, cogida de la mano del Carlos, veía como ambos huían despavoridos. Pero nada era bello ni lindo, era feo, por decir lo menos, porque ese rato, no falto de estupefacción, maravilla y susto, además de sentir enseguida dolores y padecimientos, me di cuenta de que el rudo del Carlos, antes de huir despavorido, tenía en su mano derecha un puñal que dejaba caer sucesiva y espaciadamente gotas de un líquido rojo que, no cabía duda, era sangre fresca, se la veía fresca como la tarde.

Con muchas dificultades, mi novia y yo volvimos a entrar al karaoke ante la impavidez del cuidador de la puerta, cuya faz no cambiaba ni al verme magullado y sangrante producto de las puñaladas que el Carlos me había arrimado a causa de sus enfermizos celos, porque tenían dentro, según uno de los espectadores, un kit de primeros auxilios con el cual me podían ayudar hasta que la ambulancia llegara. Y mientras esperábamos la ambulancia sonó mi celular otra vez pero no contesté porque era mi esposa, ¿y como sabía yo que era ella?: el feliz pero inadecuado tono que le había asignado a sus llamadas, el juguetón, que no era más que la Lambada, ese momento contrastaba con mis sufrimientos y temores. Tuve fuerzas, sin embargo, para mandarle un mensajito de texto que decía: “No puedo hablar. Ocupado.”, para no preocuparla más de lo debido y para no ser descortés. Pensé un rato y enseguida le mandé otro que decía: “No voy a lo de esta noche”, y después de darle a Enviar vi que ya eran las nueve de la noche. ¡Las nueve de la noche!

Mientras me moría desangrado por medio del mayor y más crapuloso deshonor, y con justicia poética por mi licenciosa e inmoral actitud, veía los dibujos sicodélicos-coreanos del local con estupor. De pronto, mientras nuevas lágrimas bañaban mi enjuto rostro, le dije a mi novia que me cantara la última canción de mi vida, pero, y aquí vino la decisión más dura del día de ayer, ¿cuál iba a ser la canción que escogería para escuchar durante mi último hálito?, ¿Gangnam style?, ¿la del pingüino Rodríguez?, ¿Hey Jude?, ¿Ai Se Eu Te Pego?, ¿la del Titanic?, ¿Nuestro juramento?, ¿todas las anteriores? Pero nada de esto importa ahora porque solo hasta ahí me acuerdo del día de ayer en la medida de su trascendencia.
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* Esteban Mayorga tiene un PhD en Lenguas y Literaturas Hispánicas, Boston Collage. Un máster en literatura española y cultura, de la Universidad del Estado de Washington Maestría en Administración Pública de la Universidad de Idaho B.A. International Business, francés e Inglés, Pontificia Universidad Católica del Ecuador. Sus  áreas de investigación son: América Latina y la literatura de viajes, ficción trasatlántica contemporánea y la literatura comparada. Él es autor de la colección de cuentos Un violento cuento (2007) y Musculosamente (2012), así como la novela corta Vita Frunis (2010). Para su doctorado, escribió sobre las representaciones literarias de las Islas Galápagos.

3 COMENTARIOS

  1. Ahh, el agradable contenido de este escrito en este sitio web me ha parecido
    muy interesante, he leído todo lo que he podido, por lo que ahora me he dispuesto a enviarle este comentario esperando que sea de su agrado.
    Un saludo y muchas felicidades .Anne.

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