Literatura Cronopio

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El hombre descalzo

EL HOMBRE DESCALZO Y LA NUEVA VISITA DE LA MUERTE

Por Ricardo Iribarren (Gocho Versolari)*

Este cuento es la continuación del siguiente relato: https://revistacronopio.com/?p=11667

1

Al cumplirse un mes de la mudanza de Marcela a mi casa, el Dragón de Humo volvió a atacar. Habíamos terminado el almuerzo y yo me disponía a iniciar mi lectura de la tarde, cuando escuchamos trepidar el piso de la cocina. Fuimos hacia allí y al sentir el roce de los pies descalzos, el rugido de la criatura hizo vibrar paredes y ventanas. Abracé a Marcela, nos besamos y caímos sobre las cimbreantes baldosas, desnudándonos a los manotazos, mientras la arcaica bestia bramaba desde las profundidades.

Sobre los mosaicos templados por el sol que atravesaba la celosía, mi novia tuvo por primera vez orgasmos múltiples. En cada clímax, estiraba el cuello y repetía un extraño canto: dos notas breves y una larga. El grito erótico se mezcló a los bramidos del dragón. Un momento antes de eyacular, la aparté para observar el rostro; labios curvados en una tensa expresión de alegría y ojos que brillaban con luz profunda. Al terminar quedamos exhaustos, abrazados sobre el piso. Los gruñidos se alejaron. Luego de recibir la ofrenda sexual, la bestia regresó a las profundidades; allí descansaría otros tres meses y sólo al sentir los pies desnudos de Marcela, emitiría lejanos y amenazantes rumores desde el fondo de la tierra.

Ella se durmió sobre las baldosas tibias y al buscar una frazada para arroparla, me asomé a la ventana de la sala que daba a la calle. En la ochava de enfrente estaba Sandra; parada, inmóvil. Día tras día se instalaba en el mismo lugar; en las tardes, cuando Marcela salía a atender sus pacientes, la observaba desde la ventana con un par de binoculares de teatro que pertenecieran a mi abuelo. Durante horas, la profetisa vigilaba mi casa a través de los anteojos espejados; sólo de vez en cuando compraba una paleta helada en el kiosco de la esquina y la chupaba largamente. Sueltos los negros cabellos, alternaba largas túnicas indias, en tonos que iban del dorado al azul y casi siempre estaba descalza. A pesar de su apariencia extraña, la gente pasaba junto a ella sin mirarla. Sólo algunos niños pequeños la señalaban y decían algo a sus padres.

Siempre recordaba las palabras que me dijera al reclamar el mandato de la muerte: …no poder llevarlo mientras esté descalzo. Alguna vez usar calzado. Será inevitable. La sentencia tenía lógica; en nuestra sociedad los zapatos son una de las raíces de la cultura y vivir con los pies desnudos podría ser para muchos una marginación intolerable.

2

Un año atrás, un anciano vietnamita de nombre Dung, compró la vivienda lindera a mi casa. En el jardín sembró hortalizas y hierbas aromáticas. Cada tanto, me obsequiaba zapallo, tomates, espinaca y variedades de frutas; todos frescos y orgánicos. Marcela, partidaria de la comida natural y de las dietas vegetarianas, recibía alborozada esos presentes.

Dung era pequeño, moreno, de ojos achinados y una sonrisa constante. Originario de Vietnam, hablaba despacio y con mucha corrección, a pesar del leve acento. Alguna vez comentó que había cumplido noventa y cinco años. Como nosotros, solía caminar descalzo por la calle y al cruzarnos en el parque, señalaba nuestros pies desnudos con sonrisas y gestos de aprobación.

Una mañana se presentó con una caja misteriosa, me pidió pasar y la abrió con cuidado. Contenía cortezas de árbol cortadas en trozos pequeños o pulverizados, mezclados con grillos muertos y otros insectos desconocidos. Una pasta marrón que servía de base, despedía un fuerte y desagradable olor. El anciano habló con tono firme.

—Esto es para que coma la Nhenchimán. Hay gente que le dirá: dele esto, dele aquello. No haga caso. No puede alimentarla con otra cosa. Podría ser peligroso.

Con un gesto, indiqué que no comprendía.

—Usted tiene una Nhenchimán en la casa. Es parecida a la cigüeña. En la primavera emigra de China al Tibet. Durante las noches y a veces en las tardes la escucho aquí, en su casa.

Mientras aseguraba que estaba equivocado, que no criaba aves, comprendí que se refería a Marcela y al canto del orgasmo. No podía explicar al anciano aquel detalle íntimo e insistí que se trataba de un error. Agregué que durante las noches yo también escuchaba extraños cantos de pájaros en las inmediaciones. Mi vecino me miró desconcertado, pidió disculpas y requirió permiso para colocar en el techo la caja con el alimento. Asentí y lo vi trepar con una habilidad que no era propia de sus años. A la mañana siguiente se presentó a retirarla y comprobó que la comida estaba intacta.

—No sé que ocurre con la Nhenchimán —comentó— debe estar desorientada. Tendré que ocuparme de ella.

La primavera llegó con días fríos. Dung esperaba en el techo hasta bien avanzada la noche y desde el crepúsculo podía ver los pies desnudos del anciano a través de la ventana del desván. Una tarde lo encontré en una tienda de la zona. Había comprado una frazada.

Es por la Nhenchimán —explicó—. Prepararé café y la esperaré durante tres noches. Cuando la tenga a mi lado, le diré algunas frases secretas en el idioma de mi tierra. Debe sentirse sola, volando desde tan lejos.

Se marchó alegre, silbando una tonada.

Aquella noche escuché ruidos en el techo. El anciano cumplía su palabra; cubierto por la manta, se había apostado a esperar esa ave imaginaria, cuyo original retozaría en los cielos de Asia.
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Marcela no supo lo ocurrido y preferí no mencionarlo. Pasado el momento del placer, aquel grito incontenible solía avergonzarla y temí que se sintiera mal ante la confusión de Dung. Al día siguiente, cuando se marchó a atender a los pacientes de pedimancia, me presenté en casa de mi vecino que me recibió con la sonrisa habitual. Había recogido el cabello en una coleta y lucía una bata con el diseño de un dragón amarillo en tonos brillantes. Como de costumbre, estaba descalzo; los pies eran gruesos, de piel morena. La uña del pulgar derecho había crecido demasiado y se plegaba sobre sí misma, formando una espiral.

Mi vestimenta puede parecerle extraña, pero acompaña a las estaciones. El color amarillo, según la sabiduría de mis antepasados, corresponde la primavera. Cuando llegue el verano, verá al dragón volverse morado. ¿Quiere beber un té de jengibre aderezado con hierbas chinas?

Asentí, y mientras Dung preparaba el brebaje observé la sala: era pequeña, casi sin adornos. En las paredes sólo se veía un diseño del Tao en blanco y negro . Cuando el anciano regresó, decidí entrar de lleno en el tema.

—Señor Dung, quiero hablar sobre el ave vietnamita.
—No se preocupe por la Nhenchimán —repuso— esta noche me quedaré en el techo y sé que vendrá sin falta.
—No debe quedarse en el techo. Puede enfermar o sufrir un accidente. Yo no he sido sincero con usted —sentí que me ruborizaba—. El canto que usted escuchó no es de ningún ave. En el momento de hacer el amor, mi esposa levanta el cuello y emite esos sonidos.

El anciano no pareció sorprenderse. Alzó la taza de té como si brindara.

—¿Ha observado si en esos momentos hay una luz dentro de sus ojos?
—Sí —reconocí— es una luz muy extraña.
—La luz y el canto de la Nhenchimán, tres notas cortas y una larga. Dice la gente que si están ambas cosas, el ave ha llegado aunque no veamos el cuerpo. Su esposa es muy especial, pero no puedo dar más explicaciones; no es posible traducir muchas palabras del idioma de mi pueblo. Debe cuidarla mucho. Observo que caminan descalzos. Eso es bueno. Sigan haciéndolo.

3

Eran las cinco y Marcela, que acababa de regresar de sus sesiones de pedimancia, se sentó en el sillón de la sala, cubrió la cara con las manos y empezó a sacudirse. Era tanta la agitación que la pulsera con cascabeles que lucía en el tobillo derecho, sonó con tonos desesperados. No contestó al preguntarle qué ocurría; cuando me acerqué, advertí que lloraba con angustia. Intenté consolarla, pero fue inútil. Los sollozos llegaban uno tras otro y parecían ahogarla. Aquella mañana había comprado chocolates; hicimos el amor cerca del mediodía, y en el momento del orgasmo había vuelto a cantar como la Nhenchimán. Nada parecía justificar aquel llanto.

Algo te ha ocurrido en la consulta. Te pido que me lo digas.

Los sollozos no la dejaban hablar y se limitó a negar con la cabeza. Me quedé a su lado y luego de veinte minutos, se calmó.
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No ha ocurrido nada especial —afirmó secándose las lágrimas— Cuando me veas así, debes esperar a que me tranquilice. No te lo había dicho, pero en la adolescencia me diagnosticaron depresión endógena. Eso significa que la angustia y el dolor llegan de pronto como un estornudo y debo esperar a que pasen.

La tristeza duró toda la tarde y por algunas horas permaneció inmóvil y en silencio observando el horizonte a través de la ventana que daba al sur. Recién al otro día despertó hablando y riendo como siempre.

En las siguientes semanas volvió a tener otro de aquellos accesos. De acuerdo con su pedido, no intervine, y permanecí a su lado hasta que el llanto se calmara.

Aquellas reacciones confirmaban las emociones frágiles de mi novia. No era prudente informarle acerca de la profetisa que vigilaba la casa desde la ochava. Varios meses atrás, la misteriosa entrada de Sandra a su consultorio y el augurio de mi muerte la habían desequilibrado. Antes de cumplirse la fecha para mi cita, me dejó solo y buscó refugio en casa de su madre.

Fuera de estos momentos súbitos de aflicción, Marcela era una excelente compañera. Con frecuencia decidíamos comer en uno de los restaurantes vegetarianos de la alejada autopista del sur, asistíamos a conferencias relacionadas con la «New Age», o nos internábamos descalzos en la zona abandonada del parque, donde crecía una vegetación exuberante y agreste por el paso del tiempo y la falta de cuidados.

Concentrado en esta suerte de constante luna de miel, empecé a olvidar a Sandra. Dejé de observarla durante las tardes y si bien cumplía la consigna de permanecer descalzo, la ignoraba durante días enteros. Lo cotidiano fue tragando su figura terrible y poco a poco pasó a formar parte del paisaje diario, como los transeúntes, los perros vagabundos o las lluvias ocasionales de la primavera.

4

La casa de Marcela quedaba a diez minutos de marcha de la mía, y todas las tardes mi novia debía acudir a ella para atender a los clientes: un grupo de ancianos que la consultaban desde hace algunos años. El consultorio estaba equipado con paños especiales, amuletos, punzones de madera y agujas para perforar la piel superficial de las plantas. Poco a poco, mi novia había comprado los veinticinco elementos básicos de Pedimancia y los diez opcionales. Al iniciar nuestra relación, los pacientes aumentaron. Las profecías eran cada vez más exactas y muchos ancianos mejoraban de dolencias crónicas como la artritis, la presión arterial elevada y la diabetes. Los suaves masajes en los pies, las interpretaciones de las líneas y los detalles de las plantas, así como las mezclas de hierbas que prescribía, cobraron fama de milagrosas. Un grupo de vecinos del pueblo cercano donde vivía la madre de Marcela, la convocó para recibir terapias en el salón de una escuela. Partiría en la mañana, respondería a las consultas y regresaría cerca de la noche. Yo no podría acompañarla; en la tarde mis amigos, compañeros del liceo, habían programado una de nuestras periódicas reuniones.

El día se presentó ventoso. Nos despertamos temprano y llevé a Marcela hasta la estación. Unos minutos antes de las tres, me dirigí a la reunión.

Con el grupo nos veíamos una vez por mes desde hacía treinta años. Yo era el único que había logrado cumplir mis deseos, aunque no trabajara como ingeniero ni ganara como ellos; mi vivienda, mi automóvil y mi nivel de vida, no eran de los mejores, pero tampoco me sometía al estrés de un trabajo. Hacía lo que deseaba, saltando muchas reglas de la sociedad y alguna vez llegaron a confesar que mi hábito de andar descalzo, representaban la libertad que ellos habían perdido.

A pesar del carácter amigable de todos, siempre ponían un pretexto para no encontrarnos en algún lugar público, lo que era frecuente en nuestra juventud. Todos sabían que acudiría descalzo a la reunión, y evitaban mostrarse conmigo en los cafés distinguidos de la Avenida Watson o en las bodegas de moda en Jefferson y Cheroquee. En la intimidad de alguna de su lujosas casas, tan sólo mis amigos y los sirvientes podrían apreciar mis curtidos pies en toda su desnudez.

Aquella tarde, luego de comentar lo de siempre sobre la política del país, el funcionamiento de las empresas y la situación de sus familias, mis amigos me indagaron acerca de Marcela. Les fascinaba que yo hubiera superado los cincuenta y que ella tuviera tan sólo veinticinco. Al terminar, brindaron por el éxito de la relación.

* * *
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Anochecía y decidí recorrer a pie las pocas cuadras que me separaban de mi casa. La brisa de primavera arrastraba semillas de diente de león y disfrutaba al pisarlas con los pies desnudos. Me gustaba sorprender a Marcela con comidas imprevistas y aquella noche pensé en cocinar repollos de Bruselas con salsa Bechamel: una de las exquisiteces vegetarianas preferidas de mi novia.

Al llegar a pocos metros de mi casa, vi luz a través de la puerta vidriera. Pensé que mi novia se había adelantado, pero el viento sacudía la hoja sin llave. El volumen de la música llegaba hasta la calle y aquello no era una costumbre de Marcela. Inspiré tres veces llenando de aire mis pulmones. En una época había practicado karate y aquella era la forma de prepararme para un ataque. En silencio, llegué hasta la puerta y miré a través de los vidrios. En la cocina vi la silueta del intruso, inmóvil y sentado de perfil. De pronto, la luz rebotó sobre los lentes espejados. Reconocí a Sandra. Había entrado a pesar de la llave y el seguro. Sonaba el Introito de la colección de cantos gregorianos. Sentí un sabor ácido, a metal. Hubiera deseado encontrarme con un ladrón. El coro religioso era el tema la película de Bergman, El Séptimo Sello, donde un caballero cruzado jugaba una partida de ajedrez con la muerte.

Pasar, pasar, por favor. Sé que está ahí.

Varios metros me separaban de Sandra, pero la voz resonó a mi lado. Caminé hasta la cocina y me detuve frente a ella. Sentada, con las piernas cruzadas, vestía una túnica celeste, y estaba descalza. La pintura de las uñas de los pies era verde, con diseños de flores. Ella volvió a hablar con aquel acento que nunca supe si era alemán o inglés.
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Querer preguntar qué hago aquí pero no desea ser muy descortés, ya que no se puede tratar mal a la muerte. Entré porque necesitaba el baño. A veces soy la muerte. A veces soy una simple mujer que es visitada por ella. Eso me permitió vivir más que un humano normal. Si usted logra ser visitado por la vida o por la muerte, no se convertirá en inmortal, pero su vida se prolongará. Se prolongará…

Tomó un lápiz, escribió algo en una servilleta de papel y me la alcanzó.

—Esta ser mi verdadera edad.

En el papel figuraba el número 3937. La miré con incredulidad.

—Tiene miedo que repita lo que hice en la Edad Media. Cuando el director Bergmann filmar El Séptimo Sello, basarse en un relato real. Yo jugar al ajedrez con un cruzado. La historia no habla de las relaciones íntimas que mantuvimos después. Suelo tenerlas cada quinientos años con un hombre que lo merezca.

Hubo un largo silencio. Sandra se adelantaba a mis pensamientos y sería inútil que dijera cualquier cosa.

—No ser así —dijo de pronto—.
—¿Qué no es así?
—Sé mucho de lo que piensa pero no puedo tener un control absoluto de usted. Acordarse que soy humana. Una mujer muy, muy vieja aunque no lo parezca. Hay una parte en el centro de usted que ser como una cuerda. Algo que está tenso y vibra con cualquier sonido. Eso no muere. Eso no está bajo mi control. Todos los humanos lo tienen, pero yo no. Ser visitada por la muerte hizo que se llevara eso hace tiempo. Hay un dragón de humo debajo de esta cocina que reacciona con los pies descalzos —ella golpeó el suelo con la planta— ya ve que conmigo no lo hace. Para ser visitada por la muerte, es necesario morir un poco.

La miré fijamente, procurando adivinar sus intenciones.

—Sandra ¿Qué vino a buscar?
—Quiero que me abrace.
—¿Qué la abrace?
—Sólo que me abrace, no pensar en otra cosa. Eso para mí ser una relación íntima.
—Pero si la abrazo podría llevarme.
—Usted mismo decir que hay leyes que no puedo violar. Si llegara a calzarse aunque fuera unos segundos, vendría conmigo. Si no lo hace vivirá.
—¿Hasta cuándo podría vivir?
—Si sigue descalzo, la muerte no llegaría nunca por usted, pero debería dejar de ser humano y transformarse en otra cosa. Para conservar la cuerda vibrante, elegir la soledad. No hay otro camino. Si recuerda lo que hablamos esta noche, encontrará en mis palabras varios trucos que podrían hacerlo vivir para siempre. También servir para entender lo que hago. Ahora abráceme. Lo vuelvo a pedir.
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No era prudente negarme. A pesar de haber entrado sin permiso, lo que ya parecía un hábito, el resto del comportamiento de Sandra era bastante racional. No sabía si aquello que «la visitaba» pudiera enloquecerla y hacer que su poder se dirigiera contra mí. Siempre había temido a las arañas y a las serpientes por sus reacciones inesperadas, y en el interior de aquella mujer sentía un monstruo con las características de esos animales. Ella se puso de pie, se acercó a mí y la abracé. Despedía un suave perfume a incienso y a naftalina. Pasaron los minutos y sentí que su cuerpo se aflojaba. Hundió el rostro debajo de mi clavícula. Las manos, apretaron mi cuello y mis hombros, como si quisieran impedir que huyera. Mis labios rozaron su cuello. La piel era más suave de lo que había supuesto. Cuando ella apoyó sus plantas en mis empeines, advertí que recogía algo de mis pies. Sentí un suave mareo.

—No temer —murmuró junto a mi oído— no temer. Yo no hacer daño.

De pronto se apartó. La sensación de mareo aumentó. Sentí que me conducía al sofá de la sala, y caí en él. Creo que por unos minutos perdí el conocimiento y me despertó el suave perfume de Marcela. Sandra estaba inmóvil frente a mí, sentada en el otro sillón y a pesar de la luz de la lámpara que caía sobre ella, la silueta estaba en sombras.

—¿Estás bien? ¿Cómo te sientes? —Marcela acariciaba mi frente. Señalé a Sandra—.
—Ella… ella es la muerte Es la que me recibió en tu casa cuando estabas de vacaciones. Nos vigila desde la esquina; no te lo había dicho para que no te alteres.
—Ya lo supe — respondió con tristeza—. La conocí esta tarde en casa de mi madre.

Busqué a Sandra con la mirada. Había desaparecido.

—Vino porque necesitaba el baño —mi explicación sonó ridícula. Iba a explicarle lo del abrazo, pero me interrumpí. Marcela sollozaba—.
—¿Qué ocurre?

Levantó el pie desnudo. En la planta, cerca del arco había una mancha oscura y dos líneas que se unían en falsa escuadra. Conocía aquel diseño: era el que había profetizado mi propia muerte.

—Dijo que vendrá por mí el veinticinco de junio.

Intenté consolarla, pero no supe qué decir. Luego de un rato me incorporé y me asomé a la ventana. El viento de la primavera había aumentado y la ochava de enfrente estaba desierta.
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* Ricardo Iribarren (seudónimo: Gocho Versolari, aplicado a su obra poética) es escritor argentino, nacido en 1949 en la ciudad de Mar del Plata. Sus principales publicaciones en papel son «El ángel y las cucarachas», Mérida Venezuela, 2006 y «La vida está aquí —seis ensayos y siete leyendas sudamericanas»  Editorial «Abya Yala» —Buenos Aires— (1992).   La mayor parte de su obra se encuentra inédita en los circuitos comerciales convencionales.

Como aspecto fundamental de la biografía del autor es de destacar su búsqueda de nuevas formas de expresión de los géneros tradicionales apoyadas en las transformaciones tecnológicas y su interacción con el contenido artístico, desde la invención de la escritura, pasando por el descubrimiento de la imprenta hasta llegar a las instancias digitales e interactivas de la actualidad.

Publicaciones permanentes en Internet: https://gochobersolari.blogspot.com/

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4 El Hombre Descalzo y la Nueva Visita de la muerte
Código: 1312209641700
Fecha 20-dic-2013 18:47 UTC
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