Literatura Cronopio

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Sobre la poesia de luis jorge boone

SOBRE LA POESÍA DE LUIS JORGE BOONE

Por Ignacio Ruiz-Pérez*

Se habla con frecuencia de la estrecha relación entre lectura y escritura. Según este lugar común, crear es reescribir otros textos o recordar aquellos que acaso se han olvidado. La idea, por supuesto, no es nueva: ya en la tradición clásica los poetas practicaban el centón, que consistía en componer una pieza a partir de fragmentos ajenos. En cambio, lo novedoso consistía precisamente en encontrar el ars combinatoria que diera cuenta de la originalidad y el ingenio del creador. Lo mismo se puede decir de la práctica de la traducción: traducir es reescribir o, aún más, traicionar —recuérdese el adagio traduttore tradittore—. En ese sentido, las «aproximaciones» intentan trasladar el sentido del texto original para profanarlo. Pero hay algo contradictorio en el acto necesario por imposible de la traducción: en esas profanaciones el texto entra en un proceso de extrañamiento y se hace otro, se altera. El recurso del traductor es acaso el mismo que el del creador, esto es, hablar en lenguas, dejarse atravesar por otras voces. Lo cual lleva a un resultado irónico, pues si bien el texto traducido es una lectura del traductor, ese mismo hecho revela que todo texto es en el fondo intraducible y que, más aún, todo acto verbal es en el fondo babélico. No es casual que las bases de la poesía moderna se funden en el concepto descarnado de una subjetividad fragmentada y múltiple; tampoco lo es que la tradición de esa modernidad comience precisamente con la conciencia de que el poema busca traducir al objeto sin decirlo del todo. Para Rafael Cadenas, la «historia misma nos lleva, o nos trae, a la escritura fragmentaria […] La fragmentación del mundo tal vez conduce al fragmento». Desde Rimbaud hasta Celan, la práctica del fragmento se confunde con la crisis del lenguaje y su secuela máxima, la página en blanco. El signo de la modernidad es la conjetura, la contradicción y el balbuceo.

Valdría la pena documentar, con mayor detenimiento, el grado de incidencia del fragmento en la poesía mexicana para estimar no sólo su impacto estético, sino también su sentido y sus alcances. Lo que digo no es apresurado. Incluso en los poetas más jóvenes se percibe ya esa práctica, posiblemente abrevada en autores tan diversos como Alejandra Pizarnik, Juan Luis Martínez, Héctor Viel Temperley, Raúl Zurita y Antonio Gamoneda. Una empresa semejante sería útil para completar el panorama de la poesía mexicana en la encrucijada hacia el reconocimiento de su modernidad; ayudaría, además, a delimitar el curso de esas propuestas estéticas y a distinguir entre los meros epígonos y las voces más sugerentes. En esa tesitura, me parece, deben leerse Primavera un segundo: antología 1998–2008 (2010) y Los animales invisibles (2010) de Luis Jorge Boone.

En lo que toca a Primavera un segundo, una antología a tan temprana edad podría parecer una impostura. Sin embargo, el volumen tiene la virtud de restituir al lector versos de los primeros libros —Galería de armas rotas (2004), Legión (2003) y Material de ciegos (2005)— de uno de los poetas esenciales de la lírica mexicana reciente, mientras pone en perspectiva dos de sus últimos títulos —Novela (2008) y Traducción a lengua extraña (2007)— y reactualiza un puñado de poemas sueltos. Además de sus versos decantados y pulcros, el volumen muestra un agudo sentido de la autocrítica, rasgo que se aprecia en el sentido, a ratos aforístico, de algunas piezas del libro. Cito, por ejemplo, Taller de bonsáis: «—Cada rama y hoja deben estar en el lugar justo./ Coloca, según requiera, una pesa o muleta». Acto seguido, el poema concluye con una nota al pie que revela que el texto es la traducción «de un rollo de seda escrito en caligrafía Li Shu por maestros taoístas (China, dinastía Han, 205 a.C.)». Así, el texto se convierte en la metáfora minimalista de una lectura lateral y crítica que reconfigura el poema —lo que por otra parte es una práctica sistemática de Boone en sus libros: demostrar que escribir es necesariamente releer lo ya escrito. Por eso no extraña que el poeta acuda con frecuencia a diversos juegos paratextuales en los que las apostillas, las traducciones y las glosas desempeñan una función ancilar. Incluso se me ocurre que Primavera un segundo está compuesto por apuntes de diversos libros que, en su conjunto, forman un collage politonal de intención más o menos homogénea —una «botella que regresa a la isla», precisa Luis Jorge Boone—. O, dicho de otro modo, una serie de variaciones o diversiones orquestadas por una misma voluntad de lectura cuya mayor virtud es la reconfiguración de sus partes, lo que proporciona al paisaje una nueva temporalidad.
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Por su parte, Los animales invisibles es la continuidad de los hallazgos estéticos de Novela y Traducción a lengua extraña, un seguimiento basado en el radical acto de resistencia «a desaparecer/ Continuidad del aire». De hecho, los tres volúmenes parecen capítulos de un mismo itinerario de escritura. Desde sus dos últimos libros, el poeta había decidido narrar en sentido estricto las tribulaciones de su experiencia creativa. Contar en ese caso significaba proporcionarle al poema un sesgo testimonial, a fin de reflexionar sobre las posibilidades del poeta en cuanto creador y fabulador. No obstante, Novela y Traducción a lengua extraña, también destacaban por su sentido autorreflexivo, un decir que volvía sobre sus propias huellas (o ecos). Parte de esa tentativa permanece en Los animales invisibles. Se trata de versos que pasan de la reflexión equilibrada a la glosa, y de la glosa al espacio en blanco. En otras ocasiones, el poema semeja una mera apostilla o nota al margen, que bifurca los sentidos del texto creando espacios alternos. El concepto que mejor define esta práctica es el «sampleo» (que diría Boone): la mezcla de diversas voces para crear un artilugio propio en el que persisten los ecos de otros —el poeta y el poema como una alteridad de alteridades—.

Acaso lo que subyace detrás de Los animales invisibles es que todo poema es en fondo y forma una perversión de otras escrituras. Boone asume la idea anterior no tanto como una «ansiedad de la influencia», cuanto como una consecuencia natural de las diversas transformaciones por las que atraviesa la literatura misma. Cuando Borges afirmaba que «cada escritor crea a sus precursores», lo decía para resaltar que detrás de todo acto de escritura y de lectura existe un acto oblicuo, un arte de la distorsión. De ahí que el poeta base el efecto de sus poemas en esa suerte de «desdoblamiento» crítico que construye al desarticular. En Traducción a lengua extraña, por ejemplo, se podían leer poemas de notable factura que reflexionaban en torno a las relaciones entre el sujeto y la televisión. El procedimiento proporcionaba al texto un efecto cinético que terminaba por disolver el poema de manera irónica como si se tratase de un zapping verbal: cambiar de canal equivalía a cambiar de página, y una interferencia en la señal era un paréntesis o una nota al pie. Los animales invisibles continúa esa veta lúdica y minimalista, e intensifica las disquisiciones sobre la memoria y el espacio (verbal o gráfico) y sus relaciones con el acto de crear. De tal forma que el volumen termina por configurar un espacio imaginativo en el que la memoria es una «isla de edición» y la página una «legión de ángeles ajenos».

Si en Traducción a lengua extraña Luis Jorge Boone se complacía en enmascarar su voz —pienso, por ejemplo, en la espléndida serie dedicada a H. P. Lovecraft—, en Los animales invisibles el autor advierte que la literatura es una y diversa, pero también que todo verdadero poema es «un fantasma del recuerdo» en pugna con la página en blanco. Esa paradoja —la literatura vista como la infinita variación de un mismo texto— indica una actitud crítica marcada por una fatal, aunque necesaria, crisis del lenguaje. No exagero al decir que Los animales invisibles confirma el temple crítico de quien ya es una de nuestras voces necesarias.

BIBLIOGRAFÍA

Luis Jorge Boone. Primavera un segundo: antología 1998-2008, Universidad Autónoma de Coahuila, Saltillo, México, 2010.
—. Los animales invisibles, Universidad Autónoma de Zacatecas, Zacatecas, México, 2010.
Cadenas, Rafael. Obra entera: poesía y prosa, 1958-1998. 2ª ed. México: Fondo de Cultura Económica, 2009.
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* Ignacio Ruiz-Pérez (1976) es licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la Universidad Veracruzana (México) y doctor en la misma materia por la Universidad de California, Santa Bárbara (Estados Unidos). Ha recibido, entre otros, los siguientes reconocimientos: Premio Nacional de Poesía «José Gorostiza» (2004), Premio Regional de Poesía «Rodulfo Figueroa» (2005), Premio Nacional de Poesía Joven «Salvador Gallardo Dávalos» (2006) y Premio Mesoamericano de Poesía «Luis Cardoza y Aragón» (2013). Ha publicado los libros de poesía La canción del desterrado (2004), Navegaciones (2006) y Deslizamientos (2007). Es autor de los volúmenes de ensayos Lecturas y diversiones (2008) y Nostalgia de la unidad natural: la poesía de José Carlos Becerra (2011), así como editor del libro Independencias, revoluciones y revelaciones: doscientos años de literatura mexicana.

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