Literatura Cronopio

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Cupe y otros relatos

CUPÉ Y OTROS RELATOS

Por Nicolás Tascón*

Dentro del carro, me senté cómodo. Hice que la llave girara. Escuché el rugido del motor. El aparato avanzaba y yo era de nuevo el dueño de todo cuanto existía. Pisé con dulzura el acelerador. La mole avanzó cuanto yo quise. Bajé la ventanilla, apoyé el antebrazo izquierdo sobre el vidrio inexistente y miré hacia atrás; no realmente porque necesitara ver nada, como por querer lucir bien ante los ojos de los viandantes. Cuando me aseguré de que me hubiesen visto enfilé la calle. Me movía con velocidad. Salí de la ciudad.

Afuera frío. Era el ocaso, el cielo violáceo ya no se resistía a la muerte. En los bordes de la desorbitada carretera, puros arbustos que casi lograban ser altos. En alguna parte, por allí cerca, había un lago argentado, que despedía dulces brillitos deslumbrantes ante la lumbre moribunda de un sol fulminado. El cómodo marco de mis WayFarer Ray-Ban, sexys al punto de ser irresistibles, pernoctando sobre mi curvilínea naricilla.

El camino era una lengua de asfalto inagotable. Me aburría, pero manejar me hacía sentir mayor. Eso era atractivo. Casi sin advertirlo se hizo de noche. Bueno, no del todo. Pero por poco el cielo no era totalmente negro y apenas las sombras se distinguían.

Había un carro, como totalmente solo, aparcado, con un disfraz de varado sobre sí, a un discreto lado de la carretera, sin embargo era imposible no fijarse en él. Lo hice solo de largo; no me puse a analizar todos sus detalles. Solo vi de refilón que era un cupé plata, una de sus puertas estaba abierta, hacia el enorme pastizal. Me pareció escuchar una tosecilla desvanecida y percibir el reflejo de un tono cobrizo. Seguí derecho.

Y los vellos de mi cuerpo, todos y cada uno, se erizaron al compás de una sinfonía monofónica. Tuve miedo. Sentí pisar el acelerador con fuerza sin fijarme si había carros adelante o atrás. La carretera estaba desolada. Y entonces me pareció aún más sola que antes. Aceleré y casi salí disparado mientras las manos se me crispaban en torno al volante y me sentía desaparecer en una extensa línea hacia adelante.

La puerta del cupé se cierra.

Un disparo rompió la quietud.

Y luego vinieron, en el cielo recién sombrío, las luces de colores.

JUEGO EN EL C AMBIADOR

Dentro del almacén de ropa había música sexy. De aquella música que hace que uno se sienta como caminando en una pasarela y que todos lo están viendo mientras que la verdad es que todo el mundo apenas se fija en que alguien nuevo ha entrado al local; de esa música classy, medio minimalista medio vivaz. La dulce dama me sonrió. Era muy guapa. Una sonrisita llena de descaro y bailarinas perlas blancas. Busto ajustado. Piernas delgadas, bien torneadas, cintura ceñida. Las comisuras de mi boca se estiraron en contra de la gravedad. De mi total agrado.
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Me deslicé por entre el suelo tan limpio que brillaba, y busqué ropa para hombres. El primer sueldo siempre era lo máximo; es más, el primer cualquier cosa era lo más maravilloso que pudiera existir. Después de haber recibido los pesos, me sentía más que multimillonario.

Zapatos Del Barcos, cortes marineros, driles con botas remangadas, bufandas monocromas, lentes de sol, sandalias, mangas largas, gorros, Top Siders, Ray Ban y Polo Ralph Lauren, Hilfiger, Denim, Arturo, et cetera.

Me moví al cambiador. La dulzura tenía unas piernas que válgame Dios. Y aquella manera tan sensual de moverse. Me acompañó sin que se lo hubiera pedido; casi me molestó pero estaba bien. Mi humor era simplemente parfait.

Me pasó una camisa de mangas largas y volvió a sonreír con esos ojitos rasgados del color del caramelo. Se ató el cabello en una rápida coleta caoba. Mi cuello se coloreó. La prenda totalmente blanca, impávida, impertérrita, inmaculada, increíble. Las mangas se movieron por sobre mis brazos desnudos como si fueran agua, y así fue como la pechera cubrió mi pecho desnudo y el resto se posó sobre mi abdomen desnudo. Se sentía suave si yo no era el que lo hacía.

Después me pasó un pantalón a su gusto. Y mis muslos se retorcieron bajo la suavidad del toque. Era amarillo desvaído. Casi había intimidad. Se levantó. Volvió a sonreír; esta vez ella.

Una bufanda se enrolló en torno a mi cuello excitado. Estaba sudando. Mi gesto torpe, pueril. Volvía a tener las manos crispadas: entornadas. La coleta se movía hacia arriba y hacia abajo, de adelante hacia atrás. La dulzura se reía burlona, y volvía al cambiador, y salía del cambiador, y volvía al cambiador. Había una sobria cortina blanca que me dejaba verla, recortada en umbras de través de la luz. La dulzura casi saltaba de felicidad, estaba realmente contenta de verme. Yo era algo tímido, pero un completo sinvergüenza; hay que creer.

Me tendió con su bracito delgado un sombrero, y entró al cambiador, a ayudarme a alisar las solapas de muesca; a aplanarlas. Se reía contenta y su coleta nuevamente bailando a mi son. Era cálida y sabrosa. Me deslizó unas Way Farer a través del cabello y por sobre la nariz; y yo sonreí, sin evadirlo. Se acercó más. Olisqueó cariñosamente mi cuello, como si fuese una cachorrita, notando de pronto una esencia agradable. Y olía como al frescor de los árboles, a sudor y a belleza. Ganaba confianza.

La cortina se cerró y desde fuera nuestras sombras se recortaron. Vi su cabecita sobre mi hombro un solo instante mientras se mordisqueaba el labio inferior, y mi rostro dormilón, como sorprendido, me vi así guapo, todo, ella y yo y el cambiador, en el enorme espejo de enfrente. Ella salió de detrás del otro hombro, moviéndose lentamente. Sus ojos, sus labios como cerecitas, su piel caucásica. Se rio y luego desapareció tras mi espalda.

Pasaron varios segundos. Y volvía a oler a frescor de árboles, a sudor y a belleza, ella, la cachorrita. La dulzura. Pasaron más de varios segundos y nadie la advertía desaparecida. Y ella estaba muy callada mientras me ayudaba a cambiarme de ropas. Y mi mano se impregnaba de una saliva jadeante y plácida. Presión y distensión. Presión y distensión. Cerraba los ojos, los abría mucho. Tenía unas pestañas largas. Más saliva en el dorso de mi mano. Más sudor. Cada vez tenía más vergüenza.
La muchacha salió mientras se soltaba el cabello caoba. Su expresión era impertérrita, como si de verdad nada hubiera pasado. Era una actriz consumada. Alrededor, la vida del almacén seguía inmarcesible. Todo estaba en perfecta calma. Ni siquiera lo habían advertido.
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Me arreglé la corbata. De nuevo la sonrisa, no pude evadirla.

Al pedirme el dinero que valían las prendas noté nuevamente el descaro tras sus ojitos juguetones. Nunca había sido tan genial. No tenía comparación.

Había sido magnífico.

CUMPLEAÑOS

Y arribé a tierra ajena. Y me sentía raro.

Un forastero. Un ser extraño.

En los pueblos pequeños suele suceder que cualquier novedad, por nimia que parezca, suele adquirir una grandeza inigualable. Y por tanto, todos miraban al muchacho alto, delicado y de aire sutil, que vestía de blanco y dril, zapatillas marineras, una bufanda, un abrigo y una boina. Me paré frente a la puerta, las valijas cayeron al suelo. Se me escapó un suspiro. Cerré los ojos mientras seguía dejando que el aire saliera por mi boca convirtiéndose en un dulce chorro de vapor blanquecino. La nieve se derretía alrededor, en los tejados, caía como gotitas petrificadas y casi se quedaban suspendidas en el aire; en líneas tan finas que por poco dejaban de existir. La primavera llegaba. Las flores se desperezaban bajo el aguanieve, bostezando mientras abrían extensos sus etéreos pétalos.

Recuerdo su voz. Su calidez al abrazarme. Y su temor de lanzarme a todo un universo extraño, del que él mismo no podría salvarme aunque lo haría si hiciera falta. Sentía su miedo, contagiándome y evitando que mi sangre corriera tranquila; la paralizaba y me quitaba la movilidad. Recuerdo su cabello como el mío, sus ojos como los míos, su nariz como la mía, su cuerpo como el mío. Soy capaz de revivir todos y cada uno de sus momentos; y de los míos, mientras ahora espero a que los pasos tras la puerta me traigan de vuelta a la realidad. Me abrazó fuertemente, entre sus enormísimos brazos, yo también lo abracé. Luego se separó de mí, y por primera vez en mi vida; oscilando entre la sorpresa y la ternura, vi que a sus ojos les humedecían las lágrimas.

―Te voy a extrañar. ―dijo, y su voz sonó fuerte como una muralla. Aunque a un solo tiempo tan débil como si se estuviera derrumbando.

Yo sonreí con torpeza y volví a abrazarlo.

―Yo igual.
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La señora me abrió la puerta. Era pequeñita y me miraba con recelo. Tenía un rostro apretujado: casi no quedaba espacio para la nariz entre los dos ojos y la boca se sentía sola así que estaba demasiado junta al resto. Tenía una pequeña frente y el cabello prieto en un moño alto canoso.

Su francés era perfecto, naturalmente, y el mío era peor que el de un infante, pero aun así me sonrió y me dejó pasar. Sentí que las ardientes miradas del resto se quedaban atrás mientras la puerta se cerraba a mis espaldas.

El vuelo me había dejado deshidratado, y dotado de una linda cefalea. Podía sentirlo en mi cuerpo de una manera extraña. No es que tuviera sed, aunque casi bebí una jarra entera, sino como un desconcierto muscular, una falla psicológica. No entiendo por qué, si esto era todo lo que había querido durante toda la vida.

Dejé caer las maletas en el suelo. La señora me dijo amablemente que el desayuno estaba servido. Yo agradecí. Me tendí lo que duran dos respiraciones profundas sobre la cama y luego, bajé las escaleras. El desayuno estuvo bien. Solo éramos la señora y yo. Comí en silencio. Salí a la calle.

El cielo era blanco. El suelo era blanco. El mundo era nieve. Y yo seguía allí solo. ¿Qué hacer entonces sí tenía al pueblo por entre las manos? Una muchacha salió. Me sonrió. Cerró la puerta de la casa. Y se sacudió el cabello. Tal vez podía hablar con ella, no sé…

Pero desapareció rápidamente tras una bifurcación de la calle.

Me dediqué a caminar vanamente por ahí. Había un parque. Me senté en una banquita de madera. Me suponía que los niños ya debían estar en la escuela, pero aún estaban las madres, con vestidos y chales, y algunos pequeñajos, soportando el frío que yo no toleraba, como si nada. Algunas tejían mientras los nenes se reían y manoteaban, construyendo bolitas de nieve y lanzándoselas entre ellos. Hermosísimo. Me sentía fresco y en paz.

Ella ya no estaba. Se había ido hacía muchísimo. Nos hacía mucha falta. A veces, cuando él y yo; mi papá y yo, nos quedábamos solos en la casa, un silencio muerto se cernía sobre nosotros, como peso salvaje y nos medio desorientábamos. Sabíamos en el alma que ella hacía falta, en general. No solo a nosotros, sino a toda la casa. La cocina la echaba de menos, el tocador que había permanecido intacto desde que ella se fuera. Algunos de los vestidos aún la esperaban en silencio allá, en la intimidad del armario.

Un señor calvo se sentó en la misma banca que yo. Un traje le cubría la prominente barriga, tenía una nariz ganchuda y un gesto hirsuto que se concentraba férreo en el diario extendido. Lo miré un solo segundo, con mi característico mirar desconcertado y luego ya no le presté más atención.

¿Qué estaría haciendo la muchacha bonita que había salido de esa casa? ¿Por qué cerraba la puerta con llave?
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A lo mejor vivía sola porque había peleado con sus padres y decidido irse a un apartamento ella misma y tuviera un trabajo medianamente bueno con el que subsidiar sus gastos, y por eso salía tan temprano, tan maquillada pero tan sencilla, y cerraba la puerta con candado. O tal vez tuviera un novio y hubiera quedado embarazada cuando no debía y había tenido que irse a vivir lejos de sus decepcionados padres y su marido habría salido con el bebé y ella había tenido que salir a trabajar y por eso había cerrado la puerta con llave. O total que no era más que una muchacha como yo, cuyos padres se encontraban a leguas y leguas de allí y que tenía que vivir con una señora como yo, y cerraba la puerta porque se iba a estudiar francés al instituto o a repasar su inglés como yo. Tantas historias podrían ser la verídica…

Me quedé buena parte de la mañana viendo a los niños, y al señor gordo que leía y que cada vez me gustaba menos, porque tenía unas manías insoportables, como succionar algo en el interior de su boca, o apretar los labios de un modo intolerable, o toser y hacer borborigmos extraños, me daba un leve asco. Y luego, salí a dar una vuelta por ahí. El pueblo no era muy grande, no creía posible perderme. Pero es que soy tan despreocupado, tan dormilón… ¡No es mi culpa! Mi papá también es así, y su papá, y el papá de su papá, y el papá de el papá de su papá, et cetera.

El caso es que caminé por entre las casas en silencio, como un niño perdido, y es que todo era tan de ensueño. No podía desear nada mejor en mi día. Porque, de hecho, este era mi día. Vi personas hermosas. Aquellas nenitas que hablaban francés eran preciosas; como muñequitas de porcelana, pero tenían el descaro impreso tras los ojos. Caminé por en medio de ese pueblito bello, deseando haber nacido por allí, pero admirando mí deseo desde lejos, porque sabía que si fuese realidad no aprovecharía el momento, sino que le aborrecería por su tinte monótono.

Perdón. Nunca he tenido la capacidad de resumir un gran sentimiento en tres palabras. Por eso me explayo tanto. Disculpe si aburro. Seguí caminando.

Entonces llegó una horda de muchachos, varones y señoritas, todos envueltos en risas, y me pidieron con señas que me uniera. Fue simplemente fabuloso. Seguí caminando con ellos, una magnífica reunión de jóvenes de todas partes del mundo, y almorcé allí, sentado en algún restaurante con mesas en el asfalto; de aquellas estiradas, totalmente classy. Mis amigos los desconocidos y yo fuimos a comer helados, y me reí de muchos de sus chistes, intercambié códigos pin, números de teléfono et des autres choses à francés. Estuvo genial.
(Continua página 2 – link más abajo)

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