Literatura Cronopio

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Mi lugar inexistente

MI LUGAR INEXISTENTE

Por Olvido Andújar*

Tengo un lugar que no existe.
Tengo un lugar que no puede verse, que no puede tocarse.
Tengo un lugar en el que no se posa el polvo, en el que no hay arañas tejiendo juiciosas su red de tiempo y olvido.
Tengo un lugar imposible de geolocalizar en ningún navegador gps y, sin embargo, es de todas mis posesiones la más valiosa.
Tengo un lugar que no existe y que, paradójicamente, ha ido creciendo con el tiempo, como si fuera un ser vivo, una mansión infinita, un planeta que se expande.

Tengo un lugar secreto en el que voy colocando los salvavidas con los que me voy tropezando y que hacen del mundo un lugar más respirable. Fotogramas de películas que me arrancaron una risa helada o un torrente de lágrimas saladas, poemas que se  me clavaron en las entrañas, canciones en las que quise quedarme a vivir, libros que volví a empezar nada más leer la última página…
Tengo un lugar que no existe pero que es ya un hogar, habitable, placentero y también, como todos los lares, a veces cruel y despiadado.

Tengo un lugar secreto en el que conviven Florentino Ariza con Fermina Daza, Francesca Johnson, Robert Kincaid, Henry Chinaski, Rick Blaine, Ilsa Laszlo, Alonso Quijano y My Funny Valentine. En mi hogar secreto que no existe han pernoctado personajes, películas, canciones que, más tarde, tomaron su hatillo y no volvieron. Muchas de las películas que me emocionaron en el cine, no sobrevivieron a un segundo visionado. Muchas, incluso, no superaron la digestión de los días posteriores. Incluso hay algunas historias que no guardé en un primer momento por creerlas triviales o presuntuosas y que, con el paso del tiempo, al volver a tropezarme con ellas, tocaron a la puerta de mi lugar secreto y las metí corriendo bajo mis sábanas, para protegerlas con mis piernas y que nadie me las quitara nunca. Lo mismo me sucedió con algunas canciones de John Coltrane y algunos versos de Federico García Lorca.
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Tengo un lugar del que en ocasiones saco una película, un relato, una canción o un poema y se lo regalo a alguien. Y, cuando lo hago, me acuerdo de mi abuelo, al que siempre llamé –no sé por qué– “el abuelo gamberro”. Muchos de los momentos que viví a su lado también habitan ese lugar secreto que no existe y que, sin embargo, me salva la vida cada cierto tiempo. Recuerdo, como si hubiera pasado ayer, que yo saltaba de la cama nada más oírle trajinar en la cocina. Él era sigiloso como una serpiente, pero mi sueño nunca ha sido el más imperturbable y yo sentía una inmensa admiración por aquel hombre enjuto, lleno de arrugas y con una boina calada. Se levantaba siempre de noche, se preparaba un café con galletas y, aún de madrugada, se iba caminando a un pequeño huerto que tenía a unos diez kilómetros de casa. Cada día iba y volvía caminando. Algunas veces, ante mis súplicas, me llevaba con él. La niña urbana que yo era, por supuesto, no podía aguantar los diez kilómetros de ida y mucho menos los diez de vuelta. De modo que aquel hombre enjuto y lleno de arrugas se veía obligado a cargar con su nieta en brazos. Nunca protestó ni borró su sonrisa. Nunca dejó de inventarme historias mientras me sujetaba en sus brazos. Los días que no iba con él, simpre traía consigo un regalo –un hallazgo– para mí. Se trataba de cachivaches que encontraba en el camino. Un pendiente, un reloj roto, una patata con una extraña forma que rápidamente se convertía en un bebé o en un extraterrestre… Daba igual, para mí siempre eran los mejores regalos del mundo, porque los traía mi abuelo, que era un hombre que me fascinaba. Nunca me dio un regalo sin repetir la cantinela “los mejores regalos nunca cuestan dinero”. La niña de cuatro o cinco años que yo era no estaba muy de acuerdo, porque me encantaba sacar mi hucha en las reuniones familiares y que tíos y primos la llenaran de monedas. Como era la sobrina y prima más pequeña, además de la única rubia de ojos verdes en la familia, siempre conseguía un dineral. Daba igual, al día siguiente mi abuelo regresaba del huerto con la cabeza de una Barbie y ese era el mejor regalo del mundo. “Los mejores regalos nunca cuestan dinero”, repetía él triunfante mientras yo jugaba con la cabeza de una muñeca o con un reloj sin manillas.

Aquella cantinela se me quedó grabada a fuego y, a día de hoy, solo llegan a conmoverme los detalles y regalos que no cuestan dinero. El microrrelato sobre la escuela y la guerra que me envió una amiga por correo electrónico, el vals de Anthony Hopkins que me compartió un antiguo alumno en una conocida red social, el kilómetro que un amigo corrió en solo tres minutos y cincuenta y cinco segundos y que me dedicó a mí, de entre todas las personas del mundo, no sé si del todo consciente de lo mucho que me emocionan estos regalos.

De vez en cuando, abro la puerta del lugar que no existe y saco un regalo para alguien. La rutina que seguí en mi primer día de corredora –runner– se la he regalado ya a unos cuantos amigos, con la esperanza de que este deporte les atrape como me envenenó a mí un día salvándome la cabeza y el equilibro. Los versos de León Felipe en los que el poeta narraba cómo había visto que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos / que el llanto del hombre lo taponan con cuentos… / que los huesos del hombre los entierran con cuentos… Y que el miedo del hombre ha inventado todos los cuentos.
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En ese lugar que tengo, que no existe, sobre el que no puede posarse el polvo, se encuentran casi todas las cintas en blanco y negro que veía en el vídeo Beta sentada en las rodillas de mi padre. En aquel tiempo, el mundo estaba habitado por mujeres muertas que se le presentaban a pintores para devolverles la inspiración, por halcones con piedras preciosas incrustadas y por magnates de la prensa que soñaban con un trineo de la niñez. En aquel tiempo, el mundo tenía la banda sonora del pianista Sam, todas las enfermedades de Woody Allen y el cinismo de Humphrey Bogart. Mi padre estaba enamorado de la mirada de Jacqueline Bisset y yo soñaba con convertirme en la mujer que se quitaba un guante negro mientras cantaba, insolente, «put the blame on mame boys, put the blame on mame…»

De vez en cuando vuelvo a bajar al sur en el que crecí y en el que había un mundo habitado por celuloide y fotogramas en blanco y negro. El salón, donde estaba el sillón en el que mi padre me refugiaba en sus rodillas, cambió de tamaño, de casa y de calle, pero yo hago como que no me he dado cuenta. Ya no me siento encima de sus piernas, cansadas de tantas noches trabajando y tantos meses arrancados del calendario. Tampoco yo soy ya la niña que se tapaba los ojos para no ver cómo la protagonista moría a manos de los nazis malvados. También yo he arrancado unas cuantas hojas del almanaque. Él ya no es el padre que grababa en un magnetófono las canciones que me inventaba y las historias que improvisaba. Pero, en cierto sentido, seguimos siendo los mismos. Yo sigo queriendo parecerme a aquella mujer que se quitaba un guante negro y cantaba “put the blame on mame boys, put the blame on mame…» y él no ha superado todavía el miedo atroz que le consume, el miedo a sobrevivir a alguno de sus hijos. Creo que tampoco ha superado todavía su profundo amor a la mirada de Jacqueline Bisset.

Y así, sentada a su lado, con mi tisana humeante, voy sacando regalos que no cuestan dinero de mi lugar secreto que no existe. “Sideways”, “Vivir es fácil con los ojos cerrados”, “Blue Jasmine”, “El lado oscuro del corazón”… De vez en cuando, mientras llena el cenicero de colillas e irrita mi mirada, mi padre se ríe, suspira o dice que no le importaría que esa película durara diez horas. Y, entonces, yo sonrío y me acuerdo de mi abuelo y de sus maravillosos regalos que tampoco costaban dinero. Mi abuelo siempre será uno de los hombres de mi vida. También mi padre. Los dos me han hecho siempre los mejores regalos del mundo. Los dos han sabido conmoverme sin necesidad de gastar un céntimo.
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Las películas-regalos-hallazgos que le llevo a mi padre siempre acaban. Es la tragedia y la grandeza del séptimo arte. Y siempre, cuando empiezan a salir los títulos de crédito, vuelvo a ser por un momento la niña que fui un día. Agarro la película con ansia y la meto de nuevo en mi lugar secreto, ese que nadie puede tocar porque no existe, porque no es un lugar físico ni puede localizarse en ningún mapa. Y, asegurándome de que se queda bien guardada, la meto dentro con una sonrisa feliz dibujada en la retina.

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Olvido Andújar es es doctora (Ph. D.) con mención Cum Laude en American Studies, Máster en Historia y Estética de la Cinematografía, Certificado para la enseñanza de la Lengua y la Literatura y Licenciada en Periodismo. Actualmente es profesora de Lengua y Literatura en la Facultad de Ciencias Sociales y de la Educación de la Universidad Camilo José Cela y con anterioridad ha sido docente en la Universidad Autónoma de Bucaramanga en Colombia, en University of Malta, en la Universidad de Alcalá y en la Universidad Europea de Madrid. Asimismo ha sido investigadora en la Universidad Complutense de Madrid, en el Instituto Franklin de la Universidad de Alcalá y en University of California, Berkeley. En la actualidad es académica correspondiente de la Academia Norteamericana de la Lengua Española, correspondiente de la RAE en Estados Unidos, investigadora del Proyecto de investigación competitivo “Espacio Educativo de Literaturas Interactivas” de la Universidad Camilo José Cela y miembro del Euro-Mediterranean University Institute de la Universidad Complutense de Madrid.

Sus líneas de investigación son los estudios fílmicos; el jazz en el cine y la literatura; la cultura y las letras hispanas y la didáctica de la lengua y la literatura. Entre sus publicaciones destacan aportaciones al campo de la literatura creativa, como el cuento “¡Os quiero matar a todos!”, en la colección de relatos Los académicos cuentan, publicada por Axiara Editions; y estudios y ensayos científicos como “Rosario Pi: una narradora pionera e invisibilizada”, en Revista Nómadas; “El jazz va al frente: el personaje del músico en el cine de la Segunda Guerra Mundial” y “El músico de jazz en el primer cine sonoro”, en Revista de Libros la Torre del Virrey; “Salva a la animadora, salva el mundo. Una lectura propagandística de Héroes”, en Frame; “El cine que nunca fue mudo”, en Síneris; “Lady Sings the Blues. La construcción del personaje cinematográfico de Billie Holiday”, en el libro Estudios de Mujeres. Volumen VII. Diferencia, (des)igualdad y justicia; y “La representación del personaje hispano en la nueva ficción televisiva norteamericana. El caso de Desperate Housewives”, en el libro Nuevas reflexiones en torno a la literatura y cultura chicana. Ha colaborado también con la Academia Norteamericana de la Lengua Española como editora de El país sí tiene quien le escriba: La narrativa colombiana de entre siglos, de Germán Carrillo; y como coautora en el libro de corrección lingüística “Se habla español”.

2 COMENTARIOS

  1. Muchísimas gracias, Chente, por tus amables palabras y tu cálida bienvenida. Espero que sigamos compartiendo piezas de ese santuario. Un abrazo, Olvido

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