Escritor del Mes Cronopio

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Rifas

RIFAS

Por Joaquín Botero*

El que vende boletas de rifas en Morristown, Nueva Jersey, se parece al vendedor de drogas en cualquier país del mundo: sabe que realiza algo prohibido por la ley, y debe ser discreto al ofrecer boletas e intercambiar dinero en ciertos lugares. Pero las rifas son una actividad muy enraizada en la cultura montenegrina: a los montenegrinos** les gusta el vértigo de las apuestas si son compradores, o la iniciativa individual si son vendedores. Puede haber tanto de los unos como de los otros.

Se rifa dinero, se rifan apartamentos en Colombia, se rifan vehículos y taxis nuevos y de segunda. Se juega por la lotería de Bogotá, la de Boyacá, la de Medellín. Se rifa un solo premio o premios anticipados y un premio gordo al final. Cuando son rifas pequeñas se pagan de una vez, o si son rifas grandes se van pagando a plazos. Se rifa por presuntas causas altruistas: ayudar a la operación de un pariente en Montenegro o para sacar adelante los papeles de alguien acá que se quiere casar por conveniencia y necesita pagar a esposa por negocio y al abogado. O para costear la entrada por El Hueco de alguien que está jodido, o en la olla, en Montenegro. Pero a veces sin mucho rodeo se vende y punto: el vendedor busca lucrarse con la rifa y no tiene que andar con muchos preámbulos. Hay rifas de cien números y de mil números. Hay quien le gusta vender pero odia comprar, o «colaborar», un verbo comodín. Hay rifas que se venden en Morristown y en varios pueblos cercanos y en otros alejados como Paterson y Hackensack o en las riveras del río Hudson junto a Nueva York como Fort Lee, Union City, desde donde se vio el Milagro del Hudson: cuando ese viejito piloto Chesley B. Sullenberger se hizo héroe al aterrizar un avión en el agua y salvar a todos los ocupantes. También se venden por control remoto en Colombia y hasta en España. El lejano comprador, adquiere una promesa y todo se hace de buena fe. O algo así.

Según Margarita Ramírez, Juberney Castaño alias ‘El Burro’ fue el que empezó las rifas en 1988. Era muy convincente, «tenía mucho verbo». Era un tipo que respondía por los premios. Pero las sospechas empezaron cuando un cuñado ganó los sorteos en tres ocasiones consecutivas. ‘El Burro’ se desprestigió, pero luego se logró reinventar cuando empezó de nuevo con asistentes que le ayudaban a vender las boletas. Con el tiempo ‘El Burro’ tuvo que desertar y ahora dicen que está en Nicaragua, «abriendo nuevos horizontes», dicen con risa los evocadores. El Burro decía que no había peor corte que la de la Speedwell, el señalamiento de la gente, ganarse el desprestigio. Pregunté mucho y nadie recuerda por qué lo apodaban así.

Luego empezaron otras personas y la práctica se fue regando. Muchos se ganan la vida vendiendo boletas, para otros representa un ingreso adicional. Algunos son lugareños o gente de pueblos vecinos que viene y conocen a paisanos y se ubican en los lugares en que la gente pasa el tiempo como en la avenida Speedwell, junto a la panadería Rico Pan o junto a la salsamentaria Longfellow´s, o va de casa en casa de conocidos. Si alguien que no frecuenta la panadería aparece es porque lleva un talonario con boletas. O del que menos se espera aparece con la libre iniciativa. Hay gente que critica a los que lo hacen como negocio, como manera de ganarse la vida: lo llaman vivir de las costillas de los demás. «Muchos critican pero al final compran porque son ambiciosos, quieren tener las posibilidades de ganar algo» dice Uñis. «Nosotros conocemos el que vive de rifas y el que está realmente necesitado», agrega Margarita.
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Una cuesta arriba enfrentan los vendedores para sacar adelante rifas de cien números y más aún las de mil que requieren mucha logística, y el organizador, varios vendedores auxiliares. A veces llega la hora del sorteo y quedan diez o veinte boletas por vender en las de cien o hasta cien en las de mil: básicamente se ha cubierto el premio y hay ganancias, pero existe un área gris, una terra incógnita, aparecen posibilidades que despiertan suspicacias. Si ocurre que el número ganador cae entre los que no se han vendido, se sospecha que el líder de esa rifa ha acordado un plan con un conocido, alguien no muy cercano: que esa persona diga que ganó el premio y por debajo de la mesa recibe una comisión del organizador que resulta ganador de su propio premio, menos la comisión. Un código de honor raramente seguido en esos asuntos consiste en que la rifa se debe repetir poco después si no cae el número ganador. Pero como todo es de buena fe, entonces queda como utópico entre colombianos, además por aquello de que la gente luego no puede denunciar nada ante las autoridades, porque es tan ilegal comprar como vender. El nombre es Ilegal raffles. El castigo es el desprestigio, la corte del pueblo.

«Al principio las rifas eran muy sanas, ahora todos desconfiamos de todos. Lo ideal sería que la víspera de cada sorteo de buena fe el organizador mostrara un listado de los números de las boletas vendidas y las que no lo han sido», dice Margarita Ramírez. El escenario ideal: que aunque no se pueda mostrar a los cuatro vientos, ni publicar ni poner en un paredón, pues se de fe del estado de cosas previo al sorteo. En 2.010, un señor recién aparecido de Medellín llamado Rodrigo Restrepo tumbó al ganador de 20 mil dólares. Había convencido a la gente y decía que llamara a otros que habían ganado en pueblos aledaños. Ellos confirmaron: desconocidos, de acento conocido. Pero luego Don Rodrigo desapareció sin dejar rastros. Felicitaciones.

Un señor de Quimbaya, Luciano Arroyave, era exitoso con las rifas que organizaba y tenía muchos compradores. Gozaba de credibilidad. Poseía una agencia de envíos y una organización, Fundación Quimbaya, recuerdan que se llamaba mis compradores de crónicas. Pero un día antes de que jugara una rifa, aseguró con aspavientos que un negro lo había asaltado: que llegó encapuchado, armado, le robó todo el dinero que tenía en la caja registradora, sus ahorros y los frutos de la rifa y que también había arrancado las cámaras. Eso dijo. El premio fue ganado por alguien de Florida que había comprado la boleta a la distancia. Un pariente la había pagado. Supo de la eventualidad después del sorteo y voló a Morristown a cobrar el premio. Arroyave le respondió por el tiquete de avión pero no por el dinero. Le mostró su negocio convertido en un caos y le sostuvo la mirada a los ojos. «Pero como nos encanta apostar, por eso caemos» dice Margarita.

Lo del organizador y el cómplice que hacen serrucho con lo de los premios ocurre con frecuencia y luego entre amigos y conocidos, en las casas y esquinas se rumora que entre fulano y zutano se robaron la plata del premio de tal y cual rifa. Pero todos se siguen encontrando en fiestas, esquinas, asados de carne en el verano y como si nada hubiera pasado.
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A veces hay fatiga de los compradores, u organizadores que por su inexperiencia o mala suerte en cierto punto no han logrado vender más de la mitad de las boletas. Y luchan y luchan pero llegan a un punto muerto, se chocan contra un muro, traduzco esa fuerte metáfora del inglés. Entonces para que no sea peor el remedio que la enfermedad, se le recomienda al organizador cancelar la rifa y devolver la plata. O decir que qué pena pero que va tener que aplazar la rifa, lo cual crea conflictos especialmente con el que pudo ser ganador una fecha y no lo fue porque el sorteo fue aplazado o cancelado.

Rifas pequeñas, de cien números, son fáciles de explicar. El premio puede ser de cinco o siete mil dólares y listo el pollo. Una de las grandes que se hizo en 2011 fue así, más carnuda y compleja. Mil números. El precio por boleta fue de $700. Se empezó en febrero y terminó de pagar en noviembre. Hubo diez sorteos, uno por mes y el comprador debía pagar con anticipación setenta dólares mensuales. De febrero hasta julio se jugaron diez mil dólares, en agosto y septiembre veinte mil, cuarenta mil en octubre, cien mil en noviembre y en diciembre ciento cincuenta mil. El comprador debía haber pagado los setenta dólares antes de cada sorteo mensual. De lo contrario quedaba fuera del juego. A veces si se ven cortos de dinero, buscan un socio que tome la posta y le ayude a seguir pagando. En total se reparten 390 mil dólares. Y si se vende toda se pueden recaudar 700 mil dólares. Lo que deja una ganancia de 310 mil dólares para el organizador, que empieza a reducir sus ganancias en tanto les paga a sus vendedores asistentes quienes reciben cien dólares por boleta vendida.

Otra rifa gorda, pero no tanto: mil números, los precios de las boletas pueden ser de $220 dólares cada una, el premio son cien mil dólares para el ganador y 5 mil dólares para los números anterior y el posterior. Con premios anticipados.

Aunque todo es ilegal, se debe gozar de prestigio para sacar adelante una rifa tan grande, la gente que la hace tiene que ser seria.

Se espera también que el comprador sea serio y pague sus boletas a tiempo porque podrían ocurrir conflictos. Puede ganar un premio anticipado y no haber pagado y aunque llore y llore y pelee y saque excusas y se exaspere, no le pagan. Entre vecinos y amigos a veces se perdonan. Uñis dice que hace años le pagó un premio a mi primo Juan Carlos Berrío alias El Calvo. Pero hay algunos que dicen: «no dañemos la amistad, mejor no te pago, aprende a pagarme a tiempo para la próxima».

Peor suerte corrió hace poco alguien que no había pagado la boleta aunque el vendedor le insistió con dos llamadas. A la tercera llamada el comprador fracasado le dijo que no lo molestara, que iba para Union City y que hiciera lo que diera la gana con la boleta. Resulta que era un número apetecido y el organizador la vendió fácilmente a los pocos días y ese segundo comprador-pagador ganó, mientras que su antecesor quedó furioso porque perdió cinco mil dólares. Dicen que presuntamente, como dicen los periodistas, para evitar demandas, telefoneó a la policía, una llamada anónima, y la cosa estuvo muy caliente los siguientes días, hubo mucha paranoia, y la gente muy asustada miraba de lado a lado de la Speedwell Avenue. Y los organizadores tuvieron que cambiar de punto usual de encuentro, por miedo a la policía. Cuando la cosa se pone caliente hay que proceder como los vendedores de drogas: ser prudente, cambiar de lugar, meterse en ciertas partes para finiquitar el negocio.

En épocas de zozobra con el mundo del azar, las rifas tienden a decaer, por temor a que aparezca la policía encubierta. La gente teme las cámaras de seguridad en las esquinas y hasta las de los mismos negocios que captan lo que pasa adentro y afuera, en varias partes de esa calle, especialmente cuando la gente sale de misa los domingos de la Iglesia Santa Margarita de Escocia, un momento propicio para ir a ofrecer y cobrar en la Speedwell.
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Hay gente que es muy supersticiosa con ciertos números y siempre los compran, o piden que se los guarden, si están interesados en ciertas rifas. O los vendedores saben a quiénes les gustan y llaman al principio para ofrecerlos. La gente familiarizada con el mundo de las rifas conoce los números favoritos de la gente allegada a las rifas.

Existe una modalidad de rifa express que se llama el fifty-fifty, que se da cuando se quiera colaborar en caso de calamidad económica. En una fiesta cada asistente pone cinco dólares, recibe una ficha y lo recaudado se reparte mitad y mitad entre el ganador y a quien se le quiere ayudar. También de la venta de licor y comida se pueden obtener beneficios en esa fiesta, para el que necesite una mano.

Uñis ha sido vendedor, pero no recientemente. «Es como pedir limosna, es un dolor de cabeza. De pronto si se está atrancado o en una necesidad, pero es duro». Si usted está necesitado en vez de pedir plata pues hace una rifa: un amigo le colabora y a la vez tiene el chance de ganar. Los críticos de los que realizan rifas a veces les preguntan a sus amigos o a los libres empresarios: «¿usted por qué no trabaja?» El cinismo aniquila la ironía: «Es que tengo los cien marranos que me colaboran».

La mayoría de los compradores son montenegrinos residentes de Morristown, o del condado de Morris. Pero también hay centroamericanos y estadounidenses que les pica la curiosidad y ven el corrillo en los ambientes de trabajo cuando se habla del tema: meten las narices y terminan comprando. Y a veces hasta han ganado. Pero en la calle, en la Speedwell, no se acostumbra ofrecer boletas a desconocidos por aquello de que no se sabe quién es quién y podría haber policías encubiertos o forasteros envidiosos, que denuncien, hablen de más o llamen la atención.

De todo se rifa en la Speedwell: promesas, esperanzas, sueños, casas, apartamentos. A veces llegan vendedores con fotos de taxis o de autos. Otras veces aparecen los vendedores ufanos con los vehículos representándose a sí mismos. Y al final del juego, cual cuento de Cortázar del que sólo recuerdo el título, la verdad no se corresponde con la promesa: los vehículos están en mal estado, las fotos fueron de años atrás o quizás de otros carros y ahora los taxis-premio están en mal estado, se deben impuestos y los problemas heredados se pueden seguir enumerando. Otro asunto picaresco puede pasar con autos de gente que se va del país o del estado y quiere deshacerse de su vehículo: ¡pues lo rifan! Pero lo siguen manejando en vez de dejarlo quieto y cubierto. Y el comprador ve un día su ansiado premio gastando motor y llantas por la Speedwell. «Hubo uno que rifaba un carro y se la pasaba de arriba para abajo, mientras los compradores lo rechiflaban en la calle», recuerda Uñis.

Yo vendo una boleta para la rifa del borrador de este libro: con su colaboración quizás lo pueda terminar, editar yo mismo, publicar y hacer algo de dinero que no he hecho casi nada con mis dos anteriores. El premio puede durar mucho tiempo. O pasar inadvertido como los libros ahora en el mundo literario dominado por los tweets. O puede resultar en algo sin valor para los demás excepto para el individuo de la iniciativa individual.
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* Joaquín Botero es periodista de la Universidad de Antioquia. Actualmente reside en Nueva York, donde trabajó como reportero durante cuatro años. Desde 2003 se ha desempeñado como corrector, lavaplatos, repartidor de comida y ayudante de mercados de comida. Publicó con Aguilar «El jardín en Chelsea», libro con el que recibió una mención especial en el Primer Premio Crónicas Seix Barral que organizó la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Participó en la antología El gringo a través del espejo, publicada por la editorial mexicana Cal y Arena. Es colaborador del diario El Colombiano y las revistas Avianca y Kinetoscopio.

** La presente crónica hace parte de un reportaje de largo aliento, aún inédito, sobre la comunidad de quindianos (de la región de Montenegro, Quindío, en Colombia) en la ciudad de Nueva Jersey.

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