EL MEJOR CUENTO DE CORTÁZAR
Por Carlos Mario Aguirre Morales*
En los libros de cuentos de Julio Cortázar hay cuatro temas fundamentales, presentes desde el primero (Bestiario, de 1951) hasta el último (Deshoras, de 1982): 1) la infancia (que es el tema de cuentos como «Bestiario», «Los venenos», «Final del juego», «En nombre de Boby», «Una flor amarilla» y, sobre todo, «Silvia»); 2) el de los sueños (presente en cuentos como «La isla a mediodía», «La noche boca arriba», «Relato con un fondo de agua», «Ahí pero dónde, cómo» e «Historias que me cuento»); 3) el erotismo (del que forman parte cuentos como «Historia con migalas», «Vientos alisios», «Manuscrito hallado en un bolsillo», «Lugar llamado Kindberg», «Verano» y «Las caras de la medalla»), y 4) la escritura (tema de cuentos como «Cartas de mamá», «La salud de los enfermos», «Los pasos en las huellas» y «Tango de vuelta»).
Claro está que se pueden señalar muchos otros temas, pero únicamente estos cuatro pueden ser catalogados como obsesiones de las que Cortázar se ocupó desde muy joven y que, por lo tanto, abarcan toda su producción literaria, desde sus cuentos de principiante hasta los de su madurez como autor.
Ante una clasificación tan diversa, es difícil determinar cuál puede ser el mejor de aquellos cuentos, sobre todo si se tiene en cuenta que tal diversidad no puede atraer siempre a los mismos lectores. Pero, dejando de lado las razones que llevan a muchos a decir que tal o cual es el mejor cuento de Cortázar (porque cada lector tiene su favorito, siempre con muy buenos argumentos), expondré aquí por qué «Deshoras» —uno de los relatos menos conocidos de este autor— podría llegar a considerarse el mejor de todos, mejor incluso que «El perseguidor», que parece ser el favorito de la crítica, o que «Carta a una señorita en París», que es el que más le gusta a Vargas Llosa, por ejemplo.
En esta narración, Cortázar desarrolla las cuatro obsesiones mencionadas (lo cual es ya un mérito bastante grande, puesto que se trata de temáticas muy distintas entre sí) y se vale, para ello, de un lenguaje que no es el que por lo general se le atribuye: un lenguaje «juvenil», absurdo, humorístico y juguetón, a pesar de que los argumentos de sus historias tienden a estar cargados de alusiones intelectuales muy complejas. En «Deshoras», por el contrario, el lector siente a un Cortázar viejo, derrotado ya por la nostalgia, que escribe con el peso de muchos años de experiencia de vida y que es capaz de resumir en pocas páginas una historia cuya trama podría servir perfectamente para escribir una novela extensa.
Son varias las expresiones del narrador que dan cuenta de ese lenguaje: «Ya no tenía ninguna razón especial para acordarme de todo eso» (367); «esos tiempos del sexto grado, de los doce o trece años» (367); «una y otra vez volvía a cosas que otros habían aprendido a olvidar para no arrastrarse en la vida con tanto tiempo sobre los hombros» (367), y aquella hermosa evocación de un Banfield que ya no es tanto un recuerdo, sino más bien una invención de la memoria:
Un pueblo, Banfield, con sus calles de tierra y la estación del Ferrocarril Sud, sus baldíos que en verano hervían de langostas multicolores a la hora de la siesta, y que de noche se agazapaba como temeroso en torno a los pocos faroles de las esquinas, con una que otra pitada de los vigilantes a caballo y el halo vertiginoso de los insectos voladores en torno a cada farol (368)
Aníbal, el protagonista, narra toda la historia de su vida en apenas dieciséis páginas. Lo hace alternando la voz en primera persona (narrador personaje) con la tercera (narrador omnisciente), con tanta habilidad que al lector, durante lo que podemos llamar el «nudo» del relato, se le olvida que la historia está siendo contada por quien la vivió, lo que implica que, en gran parte, puede no ser cierta, que muchos de aquellos hechos son tal vez la invención de un escritor ya viejo.
A pesar de ello, resulta sorprendente cómo la historia consigue crear la ilusión del paso de los años: quien lee siente que abarcó, al pasar las páginas, no solo la niñez de Aníbal, sino también sus años finales en el colegio; su vida universitaria; sus primeros enamoramientos (perseguidos siempre por la sombra de un único amor); sus primeras amantes; el final de su carrera; sus viajes; su entrada al mundo laboral, y finalmente su condena a un matrimonio con hijos.
Me atrevería a decir, a título personal, que esta novela en miniatura es mejor que cualquiera de las cuatro novelas escritas por Cortázar, sobre todo en cuanto a la creación de una atmósfera emotiva y la compenetración con los personajes. Y supera también a «El perseguidor», desde mi punto de vista, porque su anécdota es menos pretenciosa: no quiere plantearse las incontestables dudas existenciales que definen al personaje de Johnny Carter, sino que propone un dibujo sencillo de la vida (que no por ser sencillo carece de complejidad, por supuesto) desde hechos cotidianos que pueden ocurrirle a cualquier persona y con los que, sin duda, muchos lectores podemos sentirnos identificados.
De esa capacidad que demuestra el narrador para abarcar una porción de tiempo tan grande en un espacio tan limitado se desprende el hecho de que el cuento pueda abarcar también tantos temas —en este caso, los cuatro más importantes de la cuentística cortazariana— sin que riñan uno con el otro, sin que se estorben; antes bien, los reúne hasta configurar una unidad narrativa coherente. Sin embargo, es posible identificar en el texto cada tema por separado, así:
1. LA INFANCIA
Al igual que en los cuentos «Final del juego» y «Los venenos», la edad de los personajes de «Deshoras» —Aníbal y Doro—, desde la evocación del narrador, está en la frontera entre la niñez y la adolescencia. Esa condición permite, por un lado, que el tiempo del verano y de las vacaciones sean «solamente de ellos, para ellos, sin horario ni campana para entrar a clase» (368), y por otro, matiza el sufrimiento del personaje al experimentar una pasión que no comprende del todo. Si bien Sara no es en sentido estricto una persona «mayor», sí representa de algún modo a ese mundo adulto que no tiene nada que ver con los niños; de hecho, el narrador la describe en algún momento como «una joven madre de su hermano que se volvía más niño cuando ella le hablaba» (369).
Por lo demás, ese abismo entre la infancia y la vida adulta es tan grande en este cuento que la gente mayor apenas existe: se menciona a las madres de Aníbal y Doro (como siempre, las familias que inventa Cortázar carecen de la figura paterna), al novio gordo de Sara y a un tío fantasmal que a veces les da dinero a los niños. Sara es, en últimas, la única conexión entre esos dos mundos, pero es una conexión marcada por el desencuentro. Esta situación empeora cuando son precisamente los adultos los que destruyen la amistad entre los niños: «solamente podrían verse los fines de semana, amargos de rabia por un cambio que no querían admitir, por una separación que los grandes les imponían como tantas cosas, sin preocuparse por ellos, sin consultarlos» (374).
2. LOS SUEÑOS
El amor de Aníbal por Sara solo se puede cumplir en el plano del sueño y la imaginación. A partir de lo que podemos llamar el tercer capítulo del cuento, leemos que Aníbal sueña con Sara todas las noches, lo que constituye un elemento más de dolor y tristeza, pues tanto la Sara de esos sueños como la Sara de todos los días en la casa de Doro son mujeres reales que definen al protagonista, primero en su condición de niño solitario y después como el escritor viejo que siente la necesidad de poner sus recuerdos en palabras.
Es así, entonces, como el sueño de Aníbal se cumple en dos planos: en el de la idealización de la niñez, cuando Sara es mucho más que un objeto de deseo (como sí lo son, por ejemplo, Yolanda y la chica del almacenero) y se le da más bien un carácter de ser angelical que puede proteger y a la vez merece ser protegido: «Abrazado a la almohada se sentía de pronto tan solo, y cuando abría los ojos en el cuarto ya vacío de Sara era como una marea de congoja y de delicia porque nadie […] podía comprender esa pena y ese deseo de morir por Sara, de salvarla de un tigre o de un incendio y morir por ella, y que ella se lo agradeciera y lo besara llorando» (372); y más adelante se cumple en el plano del recuerdo: antes de su reencuentro con Sara, Aníbal sueña con ella y reconoce que ese sueño no se parece en nada a los de su niñez: «Bruscamente recordó que la noche antes había soñado con Sara y que era siempre el patio de la casa de Doro aunque no pasaba nada, aunque Sara solamente estaba ahí colgando ropa o llamándolos para el café con leche, y el sueño se acababa así, casi sin haber empezado» (377). Tanto en un plano como en el otro, el lector comprende que Sara es una realidad que solo se puede alcanzar mediante el sueño.
3. EL EROTISMO
«Deshoras» es un texto que puede clasificarse entre los cuentos eróticos de Cortázar, no solo por el encuentro final entre Sara y Aníbal (380-381) ni por la escena en que el joven ingeniero tiene su primera experiencia sexual con la que luego será su esposa (377), sino también porque, de principio a fin, hay en el cuento una carga de deseo que se resuelve en frustración y en dolor.
Como ya quedó señalado en una de las citas anteriores, el verdadero deseo de Aníbal no es poseer a Sara, y, en efecto, el niño no la incluye en sus fantasías eróticas («eso no podía suceder con Sara que venía a cuidarlo de noche como lo cuidaba a Doro, con ella no había más que esa delicia de imaginarla inclinándose sobre él y acariciándolo y el amor era eso», 372); su verdadero deseo es morir por ella, estar en sus brazos en el momento de la muerte: «pero eso era el amor, querer morirme porque vos me habías mirado todo entero como a un chico» (379-380).
En cierto sentido, quien muere en el cuento es Sara, puesto que Aníbal nunca vuelve a verla después de que se traslada a Buenos Aires de manera definitiva.
4. LA ESCRITURA
A simple vista, «Deshoras» es un cuento de amor. Pero el recurso técnico de iniciar el relato en primera persona, pasar luego a tercera y retomar la primera para concluirlo indica que el narrador quiere darse a conocer como alguien que domina distintas técnicas literarias y que no solo quiere contar su historia, sino también llamar la atención sobre el problema de escribirla: «y aunque me gustaba escribir por temporadas y algunos amigos aprobaban mis versos o mis relatos, me ocurría preguntarme a veces si esos recuerdos de la infancia merecían ser escritos, si no nacían de la ingenua tendencia a creer que las cosas habían sido más de veras cuando las ponía en palabras para fijarlas a mi manera» (367).
Puede ser que esa tendencia de la que habla el narrador, y a la que califica de ingenua (creer que una experiencia de vida se siente más real cuando se la fija con la escritura), sí sea ingenua en realidad, pero no por ello es menos eficaz, ya que nosotros, como lectores, cerramos la última página del relato convencidos de que toda esa historia le ocurrió de verdad a su protagonista, incluso la última parte, en que se encuentra con Sara, le confiesa todo el amor que sintió y no ha dejado de sentir por ella, y por último la acompaña a una habitación donde se cumple todo lo que había deseado durante años.
El lector sigue creyendo eso, a pesar de que Aníbal expresa claramente que ese último encuentro nunca sucedió en realidad:
las palabras habían vuelto a llenarse de vida y aunque mentían, aunque nada era cierto, había seguido escribiéndolas porque nombraban a Sara […], tan hermoso seguir adelante aunque fuera absurdo, escribir que había cruzado la calle con las palabras que me llevarían a encontrar a Sara […], la única manera de reunirme por fin con ella y decirle la verdad (381).
Eso es así, justamente porque la realidad que crea la escritura es siempre más poderosa que la realidad real, aun cuando esta termine siempre por derrotar a aquella. «Deshoras», por consiguiente, es un relato sobre el poder que tiene la escritura para hacer que los recuerdos, al revivir por medio de las palabras, tengan una fuerza mayor que la del pasado que los produjo, sin importar que ello sea una fascinación exclusiva de lectores obsesivos y de aspirantes a escritores.
Cabe insistir que ningún otro cuento de Cortázar reúne al mismo tiempo esas características y es posible que eso se deba a que quizá el autor quiso dar todo de sí como creador de historias en su último libro de cuentos, y no despedirse, como han hecho muchísimos escritores, con obras mediocres y decepcionantes.
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* Carlos Mario Aguirre Morales es Filólogo Hispanista de la Universidad de Antioquia. Es autor de Los pasos de la furia (cuentos, 2009).
Excelente contenido.
Felicitaciones y un cordial saludo desde Miami, Florida.
Jeniffer Moore
Que buen análisis te felicito