Literatura Cronopio

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Por que leer los clasicos

¿POR QUÉ LEER LOS CLÁSICOS?

Por Gustavo Solórzano-Alfaro*

[blockquote cite=»Roland Barthes» type=»left, center, right»]Una obra es “eterna”, no porque imponga un sentido único a hombres diferentes, sino porque sugiere sentidos diferentes a un hombre único, que habla siempre la misma lengua simbólica a través de tiempos múltiples.[/blockquote]

El epígrafe de Barthes invierte la fórmula según la cual los clásicos tienen un mensaje único, inalterable, que viaja a través del tiempo e ilumina la vida de los seres humanos. Como contraparte, nos ofrece la multiplicidad de significados, pero no como un faro sino como una sentencia: nos buscamos siempre porque jamás nos encontramos.

En tiempos posmodernos (aunque ya pasaron), lo usual ante un problema como el que nos convoca sería hablar sobre el significado (relativo) de la palabra «clásico». He preferido escamotear esa opción, para adoptar justamente un «espíritu clásico», más emparentado con Harold Bloom que con lo que él mismo define como «escuela del resentimiento». Así las cosas, hemos de partir de que todos podemos identificar cuáles textos son clásicos y cuáles no lo son, y además, en virtud de qué ostentan tal categoría. Que cada quien pueda formar su propia lista de clásicos, que estas listas cambien con el tiempo o que sean diferentes en una cultura o en otra —en fin, que los cánones se transformen— no debe ser la conclusión, sino apenas el evidente punto de partida en el cual a lo mejor vale la pena reparar, so pena de quedar paralizados desde el vamos.

En todo caso, la tarea o el intento por definir qué es un clásico ha sido realizada con bastante éxito por Italo Calvino en un libro que es ya —él mismo— un clásico, aunque apenas supera las tres décadas —a pesar de que no por clásico todos lo hayamos leído—.

En este libro, Calvino comparte las ideas de que un clásico no termina nunca de decir lo que quiere decir, se sacude fácilmente el polvo de la crítica y se confunde con el inconsciente colectivo. Dice: «Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres)».

Pues bien, armados con esas herramientas mínimas, y hechas las salvedades del caso, vamos directo al problema.

Calvino argumenta que es más fácil leer los clásicos que no leerlos. Siguiendo esta posibilidad, aventuro una primera respuesta, que quizá peque de grosera: ¿Por qué leer los clásicos? Porque sí. Porque están ahí, a la mano. Pero más allá de la rudeza o de la simpleza de dicha respuesta, esta nos sugiere dos caminos: a) la posibilidad de hacerlo justamente porque carece de toda «utilidad» —el otium es quizá una de las mayores transgresiones en nuestras sociedades— y b) porque no hay ningún imperativo para hacerlo. ¿Por qué leer los clásicos o por qué no leerlos? Alejemos ese tufo moral y reivindiquemos el derecho de leer lo que cada quien desee, tal y como nos invita Pierre Bayard a partir de un personaje de El hombre sin atributos, de Musil (clásico que no he leído): entender la lectura como la capacidad para establecer una red de relaciones, más que como una acumulación de obras.
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Entonces, una vez escogida esta primera respuesta, podemos aventurar otras opciones.

Queremos leer los clásicos porque en ellos lo actual deja de importar, y el tiempo mítico nos permite entrar en contacto con lo eterno, es decir, con lo que está fuera del mundo y de sus miserias cotidianas. Pero no se trata de una lectura evasiva, se trata de una lectura de plenitud. Los clásicos nos arrastran con su fuerza verbal en un torrente que atraviesa los siglos, un vendaval de voces que nos sugieren que el mundo es más extenso y más complejo que nuestra pequeña parcela diaria. Un clásico no necesariamente debe tener mil años porque un clásico es un palimpsesto, un banco de coral en el que se depositan, cual sedimento, los ecos de palabras dichas hace mucho.

Pero también dejemos algo claro. Los clásicos no confortan. No dan sentido a la vida. Muy al contrario nos descubren el vacío. Son clásicos porque enfrentan al ser humano con sus miedos, y no le dan respiro, y no le dan tregua, y lo obligan a reconocerse pequeño e insignificante en el universo.

Al respecto, reflexiona Bloom:

¿De qué sirve la sabiduría si sólo puede alcanzarse en soledad, reflexionando sobre lo que hemos leído? Casi todos nosotros sabemos que la sabiduría se va de inmediato al garete cuando estamos en crisis. La experiencia de hacer de Job es, para la mayoría de nosotros, menos severa que para él: pero su casa se desmorona, sus hijos son asesinados, está cubierto de dolorosos forúnculos y su esposa, magníficamente lacónica, le aconseja: «¿Todavía perseveras en tu entereza? ¡Maldice a Dios y muérete!» Eso es todo lo que le oímos decir y se hace difícil de soportar. El libro de Job es una estructura en la que alguien se va conociendo cada vez más a sí mismo, en la que el protagonista llega a reconocerse en relación con un Yahvé que estará ausente cuando él esté ausente. Y esta obra, la más sabia de toda la Biblia hebrea, no nos concede solaz si aceptamos dicha sabiduría.

Extrañeza, fuerza, sabiduría. Para Bloom, la «extrañeza» es «una forma de originalidad que o bien no puede ser asimilada o bien nos asimila de tal modo que dejamos de verla como extraña». A la vez, los clásicos nos muestran nuestras limitaciones, nos acercan a la muerte, al misterio último, al único absoluto que existe: la muerte, según Terry Eagleton. Para Bloom, la literatura incluye «todos los trastornos de la humanidad, incluyendo el miedo a la mortalidad, que […] se transmuta en la pretensión de ser canónico […] La retórica de la inmortalidad es también una psicología de la superviviencia y una cosmología».

Ahora bien, hasta ahora he estado ensayando una respuesta para lectores. Una para escritores debe ser algo diferente.

Un escritor sí debe, sin duda alguna, leer los clásicos, simple y llanamente porque son la voz de la tradición y por tanto serán el fundamento de su propia voz. Porque solo en el diálogo es posible crear nuevas formas, porque la escritura es una actividad humana, concreta, material, convencional, con normas y parámetros. Solo quien considera la literatura —o la escritura— como algo espiritual, como un don o como una profecía piensa que la tradición no es importante, y más aún, piensa que no hay reglas ni parámetros, con lo cual la actividad del escritor sería magia, religión o metafísica. El escritor frente a la tradición no es una bacante o un acólito, sino un arqueólogo, un espeleólogo o un cirujano. El lugar de un clásico no es un altar, sino la mesa de disección. Solo escarbando —excavando— en la tradición seremos capaces de encontrar las huellas y los cimientos del presente.

Reencontrados el lector y el escritor, avancemos.
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Es importante insistir en la noción de diálogo. Los clásicos no son monumentos impenetrables, piedras angulares que deben permanecer sin ser tocadas o contaminadas. Al contrario, el mayor homenaje que se le hace a un clásico es leerlo, pero sobre todo releerlo; sí, vivirlo, llorarlo, sentirlo, encarnarlo en la propia piel, pero también desarmarlo, exprimirlo, darle vuelta, faltarle el respeto, encararlo, luchar con él y contra él, porque todo placer implica ante todo un trabajo y además un displacer. Corolario: un escritor siempre estará en lucha contra Cervantes o contra Góngora.

Los clásicos parece que nos hablan en una lengua muerta, por eso lo primero que presentimos es su ritmo: nos dejamos seducir por la música antes que por el sentido. De ahí su extrañeza, esa extrañeza que nos atrae y también nos repele. Escuchamos una voz que no entendemos, pero seducidos, entre sus capas empezamos a descubrir su poder simbólico. Los clásicos son el canto de las sirenas de la Odisea.

El presente nos obliga a estar vigilantes del significado inmediato, el que nos sirve para comunicarnos y por ende para sobrevivir. El pasado, como es eterno —aunque no siempre vaya a serlo— nos da también otro camino, uno en el cual podemos atisbar la trascendencia o el abismo (son lo mismo y se confunden). Los clásicos nos separan del mundo, suspenden el tiempo, lo superan todo, nos llevan a un espacio diverso. Voluntad de perpetuidad y anhelo de futuro.

William Logan afirma que la tradición ha probado ser permeable, pero sobre todo resistente, capaz de recuperarse y de adaptarse, motivo por el cual se reimprimen viejas novelas y poemas, porque los lectores agradecen más los encantos del lenguaje que la crueldad del crítico. De igual forma, aduce que los profesores de literatura, armados con su jerga («transgresión», «el otro», «deconstrucción»), cada día enseñan menos literatura y más filosofía e historia social. En todo esto coincide con Bloom, quien cree que a pesar de las modas, la mente siempre retorna a su ideal de belleza, y con Adam Zagajewski, quién sabe que a pesar de qué nos dejamos seducir por la ironía, siempre estamos aguardando por la manifestación de lo sagrado.

De los clásicos, podemos afirmar lo que apunta Logan sobre la mejor poesía: a menudo ha sido tan compleja, tan oscura, que los lectores han luchado apasionadamente por ella. Dice Zagajewski:

Despertarse y dormirse, dormirse y despertarse, atravesar períodos de duda, de melancolía, pesada como el plomo, de indiferencia, de tedio, y después, en épocas de animación, de claridad, de intenso y alegre trabajo, de felicidad, de gozo, recordar y olvidar y acordarse de nuevo que aquí a nuestro lado arde el fuego eterno, un Dios de nombre desconocido, y que nunca podremos llegar a él.

Leer los clásicos porque sí, porque están ahí, porque anuncian aquello que apenas logramos suponer. O tan solo porque es infinitamente más divertido y estimulante sufrir por un mal de amor que por el precio de la luz o el pago del alquiler.
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Así, quisiera creer que Las ciudades invisibles, libro hermoso como el que más, ilustra en parte lo que Calvino buscó expresar en Por qué leer los clásicos, y por esa misma ilusión, quisiera creer que puede servir de cierre a mis propios balbuceos. Por eso, para terminar, permítanme un cierre circular, con un texto tomado de aquel libro, a modo, si se quiere, de (no) definición tautológica:

Las ciudades y la memoria. 2

Al hombre que cabalga alegremente por tierras agrestes le asalta el deseo de una ciudad. Finalmente llega a Isidora, ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracolas marinas, donde se fabrican con todas las reglas del arte, catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres siempre encuentra una tercera, donde las peleas de gallos degeneran en riñas sangrientas entre los que apuestan. En todas estas cosas pensaba el hombre cuando deseaba una ciudad. Isidora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad soñada lo contenía joven; a Isidora llega a edad avanzada. En la plaza hay un murete desde donde los viejos miran pasara la juventud: el hombre está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos.

Eso, señoras y señores, es un clásico. Y por esa convicción —inquebrantable y vital— debemos leerlo.
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* Gustavo Solórzano-Alfaro (Alajuela, Costa Rica, 1975). Escritor, editor y profesor catedrático. Realizó estudios de filología española en la Universidad de Costa Rica (UCR), donde también obtuvo una maestría en literatura latinoamericana. En dicha institución imparte lecciones de teoría literaria y es doctorando en estudios culturales. Coeditor de la revista electrónica internacional Las Malas Juntas, y desde el 2007 editor de la Editorial Universidad Estatal a Distancia (Euned). Incluido en la antología Judas. 12 + 1 poetas nacidos en Costa Rica después de 1970 (Guatemala: Catafixia Editorial). Ha publicado los libros de poesía Las fábulas del olvido (2005), La múltiple forma del delirio (2009), La condena (2009) e Inventarios mínimos (2013); el ensayo La herida oculta. Del amor y la poesía. Una lectura del poema «Carta de creencia», de Octavio Paz (2009) y la antología Retratos de una generación imposible. Muestra de 10 poetas costarricenses y 21 años de su poesía: 1990-2010 (2010).

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