Escritor del Mes Cronopio

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Inframundo

INFRAMUNDO

Por Federico Ferroggiaro*

Si no tuviera una ventana a la calle y no fuera justo junto a ella y sus cortinas gruesas que instalé mi sofá de lectura, los ruidos de la madrugada hubieran sido apenas otros sonidos remotos colándose en el entramado silencioso de mis vigilias. Cuestión que yo leía anoche, y esa novela me rechazaba, me impedía entrar en su relato porque el autor, y la voz que había creado, no acababan de permitirme acceder a ese universo que las palabras creaban. La frustración y mi persistencia en el esfuerzo me distraían y por eso el ruido ─una suerte de explosión, seguida de un derrumbe de rocas y tierra─ acaparó el interés que la ficción estaba despreciando. Resuelto a informarme de lo que había sucedido, me quité las gafas y la carga de aquel libro poco hospitalario para salir a la calle a ver si era capaz de sorprenderme la realidad.

Conviene aclarar aquí que, desde hace unos días, mi cuadra adolece los incordios que genera la preocupación de las empresas por un brindar un servicio mejor, de excelencia. Efectivamente, en las veredas y en las calzadas se abren como cráteres lunares los pozos de Aguas Provinciales. Ésta es una constante del paisaje urbano que afecta por igual a coches, viandantes y frentistas, colaborando en acentuar el caos de tránsito en las horas neurálgicas. Fuentes confiables, y algunos taxistas, señalan allí la panacea del negociado municipal. Lo cuento porque es cortito y una digresión siempre se disculpa. Resulta que, según mis informantes, la trampa está en los corralitos ─un dispositivo bastante primitivo que consta de una suerte de cerco perimetral que evita que zopencos y Parménides caigan dentro de los agujeros─ porque la empresa que se los alquila al Estado cobra por día. Entonces, los generosos funcionarios públicos, para beneficiar a sus cómplices empresarios, permiten que los hoyos y roturas en calles y aceras permanezcan durante meses, sin importar el perjuicio a los vecinos. Total, para aquellos, que las calles estén destrozadas no pasa de ser una cuestión estética, y por cierto muy redituable.

Pero, volviendo al hecho: ya decía yo que anoche, desvelado y aburrido, tras sentir el ruido, salí a ver lo que ocurría. No había peatones en las inmediaciones y no recuerdo si pasó algún auto o colectivo. Avanzando por el estrecho pasaje de baldosas entre las vallas y la pared de mi casa, iba mirando hacia los pozos para ver en qué parte se había originado el sonido. De pronto, justo bajo mi ventana, tumbado al borde de uno de esos enormes huecos, noté que yacía una presencia humana. Efectivamente, un tipo pequeñito ataviado con un extraño uniforme negro y un casco de minero, jadeaba con el rostro apuntando hacia el cielo y el pecho inflándose en estertores desesperados. La poca piel expuesta, en la cara, estaba sucia, tiznada, y eso me impedía precisar su edad, saber si era un hombre o un niño el que allí agonizaba. En una de sus manos, que estaban cubiertas por unos guantes amarillos, me pareció distinguir el brillo de un objeto metálico, como un secador de pelo, quizá de color plateado. Sin nadie a quien recurrir, en quien buscar ayuda o colaboración, retrocedí sobre mis pasos para llamar una ambulancia. Por descuido, nervios o exceso de confianza, dejé la puerta sin llave y, mientras esperaba ser atendido, con el teléfono en la oreja, sentí que protestaban las bisagras.
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─¡Corte! Por favor… no llame a nadie ─me ordenó él ingresando súbitamente en la órbita de mi casa, de mi cocina. No me sorprendió tanto su impertinencia, el atrevimiento de inmiscuirse en propiedad privada, en un hogar ajeno, como el tono de voz moribundo y el hedor a humedad, a encierro, a ropa transpirada que emanaba de su cuerpo. Ya no portaba los guantes amarillos ni el extravagante secador de cabellos.

Obedecí, pero no por temor ni porque sea sumiso, si no por la fragilidad, el aspecto agonizante que el intruso presentaba. Colgué, y rápidamente salí a su encuentro. Por fortuna, porque apenas me puse delante, él se derrumbó sobre mis brazos perdiendo el casco de minero. Ya dije que era pequeño. Bueno, también era livianito y calvo. Lo alcé con facilidad y, tras empujar la puerta, lo llevé a mi dormitorio para acostarlo en la cama, que es lo más adecuado en circunstancias semejantes. Su respiración se agitó apenas lo coloqué sobre el colchón. Preocupado, le desprendí la chaqueta de su atuendo similar al vestuario de un filme de Javier Fesser. Curiosamente, su pecho estaba negro, oscuro, como si más que sucio estuviera quemado como una hoja de papel y a punto de quebrarse. Trastabillé mientras me alejaba, un poco por el espanto y también porque el olor acre que desprendía había aumentado.

─Barro… barro… ─jadeó él.
─¿Quiere agua? ─pregunté dispuesto a atender sus demandas.
─No… agua con tierra… mezcladas… así se hace el barro. Bien diluido, por favor.

Al rato le llevé la infusión o refrigerio, que preparé con tierra de la maceta del jazmín en un cacharro que guardo con los rezagos. Esa pasta chirle y asquerosa que tragó con entusiasmo lo reanimó un poco. Y digo un poco porque, aunque permaneció tendido y exánime, se largó a conversar que era un contento, como si estuviera de tapas o happy hour con un colega que no encontraba desde el bachillerato.

Parece, por lo que dijo, que está jodida la cosa por allá abajo. Él hacía varios años ya que había sido destinado al inframundo. Un honor, al principio, pero cuando se vive enterrado las transformaciones son muchas, en la psicología, en el carácter. Ellos, los defensores, se vuelven hoscos y el miedo los mantiene tensionados y expectantes. Porque los seres a los que combaten        atacan en hordas y por sorpresa, salen como hormigas de los pasajes subterráneos y las cacerías rayan lo salvaje. Decía él, este soldado herido, que pueden pasar semanas de patrullaje sin que se produzcan encuentros y, apenas se relajan, se topan con una colonia de nativos y deben exterminarlos.

─Son ellos o nosotros: no hay tregua posible. Somos la fuerza que los mantiene controlados, que impide que saboteen el mundo que ustedes disfrutan y conocen, este mundo que, será una mierda, pero que ellos pueden volver peor, más hostil, cruel, desequilibrado.

Me contaba que a veces terminaban luchando cuerpo a cuerpo, a la usanza de las guerras de antaño, y aunque los enemigos son débiles, endebles, la cantidad los vuelve una potencia intimidante. De curioso, le pregunté si se asemejaba a lo que muestran las series y películas de zombis, tan de moda en los canales yanquis. Se rió, o más bien tosió como si se hubiera ahogado. Me corrigió, aclarando que éstos son decididos y ágiles y que no matan por necesidad o para alimentarse de cerebros, si no para lograr sus objetivos nefastos. Le hice notar que jamás había oído algo semejante, y eso que veo los noticieros y leo los diarios.

─Es un secreto a voces, pero los gobiernos quieren que la sociedad lo ignore. No quiero imaginar el caos que se generaría si en las ciudades supieran de la guerra que se ha desatado allá abajo, en el inframundo, y que estamos lejos de ganarla.
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Tras esa angustiosa revelación quedó algo agitado. Solícito, le pasé una toalla húmeda por la cara pero la carbonilla que lo cubría ni disminuía ni se apagaba. Daba la impresión de que la suciedad provenía del reverso de su piel, del interior, de adentro suyo. Tal vez, notando mi preocupación, volvió a rogarme que no buscara ayuda, que ya su estado le resultaba deshonroso y debía evitar el escarnio público. Quise persuadirlo de que, frente a la agonía, recibir atención médica constituye un mal minúsculo. Pero tenía él una idea demasiado inflada de la dignidad y su convicción era inquebrantable.

─Si quiere ser útil ─balbuceó unos minutos después─, puede buscarme el equipo que dejé, creo, cerca de la salida del pozo. Es como un bolso de lona negra… ya se va a dar cuenta usted… ahí tengo unas drogas que quizás puedan salvarme…

Llegué hasta la puerta y ahí pensé: «yo ni ebrio dejo a éste solo acá… a ver si me roba la billetera o las tarjetas de crédito». También, lo admito, me asustaba acercarme a los huecos que había en la vereda, advertido de los peligros que existen en las entrañas de la tierra. Así que hice tiempo, ojeé un rato mi libro a ver si me enganchaba, pero no hubo manera. Volví a la pieza a darle la mala nueva de que no había visto su equipo, en el lugar adonde lo había hallado a él, hacía un par de horas. La noticia no le agradó, pero de inmediato pareció resignarse y, ni bien me ubiqué a su lado, en el borde de la cama, empezó a hablar con renovado ímpetu de las escalofriantes aventuras que transcurren allá abajo.

Francamente, lamento no haber escuchado más, no haberlo interrogado a fondo. Pero su charla fluía tan pausada y monótona que era más una canción de cuna que un relato bélico apasionante. Una lástima, sí, porque a cada rato yo cabeceaba y me perdía sus confesiones que ahora juzgo únicas, importantes, trascendentes. Porque el convaleciente me explicó lo de los pozos, por qué las empresas de servicio a cada rato rompen las ciudades con la excusa de arreglar caños y cambiar cables, cuando en realidad están montando accesos logísticos, para apoyo y aprovisionamiento de quienes combaten en las profundidades. A su vez, las jaulas o corralitos, o bien las tapas o puentes de madera con que cubren los hoyos, son dispositivos que disuaden a los habitantes del inframundo de irrumpir en la superficie y llevar su guerra a los ciudadanos comunes, como usted o como yo, que tan confiados pagamos los impuestos y protestamos enérgicamente por el daño que pozos y vallas producen en la estética urbana. Apenas me despabilaba un poco, yo insertaba un comentario pobre o le tomaba la fiebre o volvía a pasarla toalla por su rostro en el infructuoso intento de limpiarlo. Sin embargo, se me mezcla todo porque, a causa del sueño, del cansancio, sus palabras se me escapaban o se me confundían con la voz de mi consciencia que me aconsejaba tener cuidado con ese extraño.
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A las cinco de la mañana entró en convulsión. El desgraciado se sacudía como un sonajero arriba de mi cama, mientras de la boca le emergía un pitido desesperado. Exhausto por la conversación y por ser testigo de su sufrimiento, me retiré a la sala. Allí me asomé por la ventana, arrodillado en mi sofá de lectura, para ver si captaba alguna anomalía, movimientos o sonidos inusuales. No: nada, nada llamativo salvo el andar fantasmagórico de los primeros madrugadores y los últimos trasnochados. En aquel estado, pensaba que capaz que fuera un loco disfrazado porque, aparte de su testimonio, carecía de pruebas que demostraran la veracidad de su relato. También se me ocurría que, tal vez, él mismo fuera uno de los habitantes del inframundo, uno de aquellos extraños seres que querían apropiarse y destruir la vida tal cual la conocemos. Pero, ¿por qué?, ¿quiénes eran?, ¿qué querían?, ¿por qué había que enfrentarlos y asesinarlos como si fuera inalcanzable la sana convivencia?

Urgido por obtener ésas y otras respuestas, regresé presuroso a la pieza. Lamentablemente, ya era tarde. Una montañita de carbonilla con su silueta, ahí, sobre la cama, me indicaba que se había muerto e incinerado a sí mismo en el mismo acto. Puede que así fuera la muerte que le correspondía, por su naturaleza, por las heridas que sufría o por los años que llevaba luchando en las profundidades. Con asombro, azorado, sacudí las sábanas y sus cenizas formaron una alfombra negra sobre el piso de mi cuarto. Las barrí con aprensión, con asco, separando los dientes y las uñas que podían resultar sospechosos si alguien los encontraba entre la basura cotidiana. Por eso, a estas partes del cuerpo que no se habían carbonizado, las enterré en la maceta del jazmín y confío en que calcificarán mi planta.

Amanecía, ya eran las seis y cuarto, y no quedaban rastros de esa presencia que había alterado mis planes, deparándome una noche realmente extraordinaria. Porque hasta el casco de minero, por ejemplo, que se le había caído cuando lo alcé, no aparece por ninguna parte. En fin, todo este episodio me ha dejado sensible, alterado. Temo que sea cierto, verdadero, eso del inframundo y la guerra, la razón de los grandes hoyos que abren en las aceras, que la vida acá afuera está en riesgo de desmoronarse… Mañana mismo cambiaré de sitio el sillón de lectura para que no me lleguen más los ruidos de los pozos y de la calle.
(Continua página 2 – link más abajo)

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