Literatura Cronopio

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Huida

HUIDA

Por Juan Miguel Borda Lapébie*

[blockquote cite=»El Independiente, viernes 13 de junio de 2014″ type=»left, center, right»]Asesinado un niño de 9 años a manos de un hombre perturbado en Buñol (Valencia)[/blockquote]

JUAN

A través del cristal de la ventana, un balcón. Junto a la barandilla, el olor de unos geranios, aún humedecidos por la tormenta de la noche, atrapa a Juan en un torbellino de recuerdos de infancia especialmente recurrentes en los últimos días. Tal vez sea la entrada del verano, el tiempo luminoso y cálido, la respuesta del cuerpo súbitamente envuelto en el aire renovado de la nueva estación. Por encima de la cornisa del edificio de enfrente, un cielo azul de junio, liso y monótono.

Se asoma a la calle. La cartera con su carrito amarillo aprieta el telefonillo con discreción. Juan se mete nuevamente en el salón y se dirige al recibidor a abrirle la puerta del portal.

La casa está vacía. La madre ha salido a hacer la compra. En el salón, sobre una mesa camilla, un cuaderno espiral. En una portada azul de cartón, escrito a rotulador: Automoción 2: Estructuras de vehículos. Al lado, una foto en blanco y negro de un hombre sonriente con bigote y cierto parecido a Jorge Sepúlveda. Sólo pervive en el lugar su recuerdo, celosamente protegido contra el olvido del tiempo. Su mirada comprensiva y tierna parece haberse posado en su hijo, en su inestabilidad, en su inmadurez, en su inercia, sin expectativas y sin rumbo. Luego mira de reojo a su esposa, igualmente expuesta en el altar familiar, a pocos centímetros de él. Ella le responde con mirada triste y vencida ¡A este chico, Gregorio, lo que le hace falta es un padre! Yo sola, sin la ayuda de nadie, poco puedo hacer. ¡Todo el día sin dar un palo al agua, sin salir de su habitación, con su música! ¡Si por lo menos estudiara!
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Son las diez. Juan sale a la calle y entra en un bar a comprar tabaco.

AURORA

Un poco más abajo en una calle paralela, se cierra la puerta de un portal tras una mujer joven, como de unos treinta años. Se introduce en una cafetería, se dirige al mostrador y pide un poleo. Se sienta en una mesa. Su mirada recorre la sala. Parece tener miedo a tropezarse con una presencia indeseada. El camarero le sirve la infusión y vuelve a colocarse detrás de la barra. Enfrente, la luna del fondo refleja la imagen de la clienta: pelirroja, cara moteada de pecas, ojos azules escrutadores e inquietos, silueta delgada y fina proyectada hacia adelante, atraída por un invisible imán, dedos alargados y tensos como electrificados. El libro que ha sacado del bolso y puesto encima de la mesa está abierto por la mitad. A nada que el camarero se acercara a la mesa percibiría un olor a incienso procedente de sus páginas. A nada también que se deslizara secretamente en su casa, descubriría otras cosas. Vería que el universo de Aurora —así se llama la mujer— edificado como un castillo de arena sobre las balsámicas citas bíblicas de un pastor evangélico en la celebración semanal de la Palabra y sus predicaciones por las casas, nada tiene que ver con el de su madre, María, esclava de la limpieza diaria de unas oficinas y un hombre que no la merece. Sólo sabe empinar el codo y chulear a esa infeliz, dejándole a veces algún moratón que otro en su cuerpo. ¡Pobrecilla, ya bastante sufrió con la enfermedad de su marido, Mariano, que en paz descanse, como para tener encima que soportar a ese animal!
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Si el camarero prosiguiera su visita, se le agarraría a la garganta una fumata de incienso procedente de Tierra Santa y permanentemente prendido por Aurora en su habitación. Como una nube, viaja a través de la vivienda y al sobrevolar las manos ajadas con olor a lejía de María desvía su ruta. Toma rumbo hacia la Eternidad, más allá de esas paredes, de ese inmueble, de ese barrio, de esa ciudad, hacia donde moran los Elegidos y no esas criaturas vulgares que no saben ver más allá de sus narices y sólo saben sacar adelante a sus familias .

Ella acaba de sacar de su bolso unas cartas de tarot. Pero por favor, que nadie cuente que las echo. A los de la Iglesia, eso de las mancias no les gusta ni un pelo. Mezcla las láminas, las extiende todas boca abajo por la mesa y finalmente las va levantando una a una. Se queda mirándolas con atención, esperando de ellas una respuesta.

Durante ese gesto de espera, alguien abre la puerta y entra en el establecimiento. Es un muchacho. Aparenta ser más joven que ella. Intercambian una mirada y se acerca a preguntarle dónde está el camarero, que ha bajado al sótano a subir unos barriles de cerveza.

HUIDA

El sol inunda el aula de la escuela donde Juan y Aurora han pasado la noche. Se disponen a marcharse y proseguir el camino con la mochila al hombro. ¿Adónde les llevará todo esto? A la Jerusalén Celestial, donde descansan los Justos en la eternidad del Padre, o a los tortuosos senderos que el odio y el resentimiento van trazando, momento a momento, con cruel empeño. Aquellos días dichosos en los que iban anunciando la Buena Nueva por pueblos y ciudades han quedado atrás. La magia del primer encuentro en ese bar del barrio, las cartas del tarot esparcidas encima de la mesa, esos ojos azules a los que Juan se agarró desde el primer segundo como un náufrago y que evitaron por los pelos lo peor, ya son pasado. Ya te lo digo yo, Juan. Me lo están diciendo las cartas, estamos hechos el uno para el otro. Además, ¿no te parece curioso que mi padre y el tuyo fallecieran cuando los dos teníamos 16 años? Otro guiño del destino, tenlo por seguro. Nada ocurre por casualidad.
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Y luego las cosas ya no fueron igual. Hasta los suyos, en las Asambleas empezaron a mirarlos mal. Llegaron a decir que iban por las casas presentándose como miembros de un movimiento extraño y de poco fiar, Nueva Consciencia, y diciendo que su misión era luchar hasta exterminar los espíritus del Mal, y que los más peligrosos eran los atlantes y los lemurianos. Cuando abandonaban los pueblos, la gente murmuraba. Parecen buenos chicos ¡pero raritos son un rato!

Además la fragilidad y la enorme falta de confianza de Juan en sí mismo, así como su carácter apocado y sumiso, hicieron que ella lo convirtiera en su pelele, en su esclavo. Le exigía a su compañero al que llevaba unos cuantos años una sumisión absoluta, y para qué hablar de sus terribles arrebatos de celos que le entraban por un sí o por un no sin motivo alguno.

Hasta que los ojos azules de Aurora dejaron de centellear y ella fue para él Su Majestad y él para ella Mi Secretario, hasta que nació el niño y los Servicios de Protección del Menor les quitaron la custodia, hasta la violenta pelea que ambos tuvieron una tarde. Y luego todo lo demás, la bajada a los infiernos, la huida de Juan de la casa con su escopeta de caza, la desafortunada aparición de un niño en la carretera, los tres disparos y la detención del asesino dos días después.

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* Juan Miguel Borda Lapébie es doctor en Filología Francesa por la Universidad Complutense de Madrid. Desde 1986, ejerce como Profesor Titular de Francés en la Escuela Oficial de Idiomas «Jesús Maestro» de Madrid y desde 1997, como Profesor Adjunto de Francés en la Universidad CEU San Pablo. Es autor de numerosos artículos y ponencias sobre lengua y literatura francesas, así como textos de enseñanza del francés.

2 COMENTARIOS

  1. Muy original, rico en la descripción del entorno de los personajes, con una ambientación inquietante y lograda. Tiene personalidad, en particular en la irrupción cortante del final.

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