Literatura Cronopio

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Diez minicuentos

DIEZ MINICUENTOS

Por Pedro Arturo Estrada*

OTRA RAYUELA

Homenaje a Julio Cortázar

Para jugarla no hay instrucciones específicas, como aquellas de cómo darle cuerda a un reloj, subir una escalera o llorar. Olvídate. Ahora es diferente aunque se trata casi de lo mismo, pero en otro plano, es decir no en la acera ni el patio de tu casa. Se trata de la página, la virtual o la de papel. Sigue dando igual. Cuando arrojes la piedrita, o sea, la primera palabra en el primer espacio que tienes ahí, que no vaya al abismo que te rodea… porque esta rayuela está dibujada sobre la nada. Debes entonces empezar a saltar en un pie… es decir, escribir, seguir escribiendo, sin marearte, sin caerte del lado absurdo o ridículo. Seguir avanzando, medio chistoso o tal vez serio, muy serio, hasta alcanzar el último recuadro: allí donde todo se mira en perspectiva, donde el universo pleno brilla y tú estás solo, más solo que nunca. Eso se llamaría cielo. O si quieres, final del juego.

DESPUÉS DEL PARTIDO

Lina salió enojada con el resultado y Augusto, feliz por el triunfo. Cuando fueron a comer se quedó callada largo rato, sin sonreír. Augusto la abrazó, quiso besarla, pero ella dijo, «Deja, no tengo ganas de nada». Llegaron a la casa, y ella se fue directo a la ducha. Quería quitarse esa melancolía, esa rabiecita tonta de la piel, del alma. Augusto la siguió, desnudándose tras ella que ya se metía al chorro, las manos tendidas, los ojos cerrados, al aire los pechos blancos.
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Bajo la líquida caricia del agua, terminaron entrelazados, entrechocando suavemente como jugadores en pugna, dejando atrás toda memoria de tristeza. En la cama, Augusto se acomodó como si estuviera frente al arco en la emoción del último golazo. Lina, entonces, se dejó hacer, disfrutando cobardemente, como nunca, esa contradictoria sensación de la valla vencida una y otra vez. A veces perder es ganar, pensó, recordando maliciosa un dicho famoso del fútbol.

LA CASA

La casa seguía allí, en la calle de siempre. La puerta igual y las ventanas envejecidas. Cuarenta y dos años después parecía como si sólo bastase tocar con el aldabón y la madre abriría de nuevo. Pero no: sabía que todos estaban muertos ahora. Que otros vivían allí. Se acercó, tomó la vieja aldaba y se sorprendió descargándola tres veces como cuando niño. Escuchó los pasos antiguos en el zaguán viniendo hacia la puerta. Con el corazón apurado se alejó por la acera antes de ver quién le abriría.

Los fantasmas también huyen.

CIUDAD SIN MEMORIA
Homenaje a Italo Calvino

Uno deambula solo por las calles del sueño. Extrañamente el corazón se detiene en un recuerdo que, a su vez, se sobrepone a otro, hasta sentir que se camina sobre la memoria de muchos más. De pronto, uno llega a Med Yin. Se interna por sus laberintos, sus espirales de sol y sombra que ascienden al más alto punto del éxtasis o descienden al fondo del terror no ya afuera sino adentro del propio corazón.

El viajero no percibe ya rostros sino voces de cuanto fueron vivas palabras, ecos retornando a la soledad. Allí, un espejo evoca la infancia perdida; el retrato de la abuela, las flores de un balcón soleado frente a la plaza desaparecida; una pared desconchada, la casa familiar sobre cuyo suelo se levanta ahora un edificio. Tantas desapariciones advierten que la vida es hoy una vasta extensión de olvidos y destrucciones. Que está vedado penetrar aquellos recintos, llorar bajo los árboles, sentarse a leer en los parques.

A lo lejos se entrevén las máscaras de los nuevos demonios triunfantes: la gran valla que anuncia el hipermercado; las pantallas luminiscentes que instalaron sobre la gran avenida, donde el transeúnte puede enterarse de la temperatura y del número exacto de fallecidos cada día; el banco, el estadio, las casas de masajes, los centros de la moda.
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El corazón transita de regreso a su nada, expulsado del ámbito de esta ciudad impune a la que creyó reconocer un poco —ya otra— o apenas fantasma de un tiempo sepultado definitivamente. ¿Quién puede reconocer realmente el territorio de lo vivido, extraviado viajante bajo los muros de una Med Yin varada en su propia desmemoria?

Uno recobra los pasos. Trata en vano de descifrar otra ruta bajo las nubes.

FEMME FATALE

La vio cuando salió del café ya mediando la noche. El cabello largo. Llevaba prisa. Quizá la hora y la soledad lo indujeron a creer que era ella, podría ser por fin, la mujer de sus sueños, quien misteriosamente ahora lo invitaba a seguirla. Caminó entonces también rápido tras sus pasos. No se daba cuenta de que mientras más vigor imprimía a sus pies, más le adelantaba ella. De pronto, estaba caminando, casi corriendo sobre las aceras de una barriada desconocida para él. Los contornos de las construcciones parecían desvanecerse a su alrededor bajo la oscuridad. No había alumbrado suficiente por allí. Ella continuaba caminando ligera y hermosa sin detenerse ni dar muestras de cansancio.

Al día siguiente lo hallaron gesticulando solo, como ebrio, extraviado para siempre en los extramuros de sí mismo.

TAMBIÉN LA LUZ

En la oscuridad el miedo le parecía insoportable. Sabía que en ella habitaba el mal. Entonces se decidió a encender la luz. Fue ahí cuando pude degollarlo, sin riesgo de fallar.

OTRA HISTORIA DE HOTEL

Aquel cuarto de hotel barato fue todo lo que encontré esa noche. Hacia la una o dos, tal vez, me desperté extrañamente frío, sudoroso. Fue cuando la vi, con el bebé en brazos, junto a mi cabecera. La espesa cabellera le cubría el rostro, pero pude advertir que lloraba a su niño muerto, porque alcancé a verlo con la claridad que el terror nos concede en momentos extremos. De pronto se levantó llorando aún, y agitando grotescamente el pequeño cadáver sobre mi cara. El llanto se convirtió en aullido y en segundos, sentí que descargaba con furia sobre mi pecho a la criatura que entonces, tomó la forma de un felino feroz cuyas garras comenzaron a abrir terribles zanjas en mi cuerpo. Demasiado tarde, alcancé a darme cuenta: en hoteles de mala muerte, definitivamente, no se puede dormir.
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HISTORIA DE INQUILINATO

El problema era que se ponía a caminar descaradamente desnuda por los patios y corredores del inquilinato. Parecía la reina, no le importaba el escándalo. Los viejos se santiguaban o maldecían tras las cortinas. Las mujeres sólo atinaban a gritarle:»¡Puta, ve a vestirte!». Los jóvenes se alertaban como gatos al acecho de una paloma y los niños, perdían los ojos mirándola embobados para luego escabullirse por los rincones. Yo, simplemente, dejaba de soñarla, y mi amada ideal, desaparecía en el acto.

INQUILINO

Una mañana toco a tu puerta. Cuando abres no entiendes o no quieres entender mi nombre ni que es a ti a quien busco. Con rabiosa incredulidad, todavía preguntas:

—¿Está seguro de que es a mí a quien necesita? ¿Y cómo dice que se llama?

Entonces te respondo con más claridad:

—Soy tu nuevo inquilino, el cáncer.

DESAPARICIONES

Ha comenzado. Hasta hace poco era normal que algunas cosas se perdieran, se esfumaran inexplicablemente del mundo. Pequeños objetos, dinero, animales y luego, personas. Pero con los días, las desapariciones se hicieron más evidentes y continuas. Una noche fue mi hermana y, aunque la reporté a las autoridades y a la prensa, no hubo ninguna señal, una llamada, nada. Luego fue mi marido, al que no eché tanto de menos. Pero después, fue mi propia madre, los amigos, los vecinos, los muebles de la casa, la casa misma, el barrio… y ahora, bueno, parece que es el universo en general según las escasas noticias que llegan por retazos en medio del vacío y los fragmentos de mundo que aún se perciben. Yo misma no sé si ya desaparecí porque alrededor sólo veo sombras, borrosas figuras o manchas de cosas que se desvanecen como si alguien por fin se hubiera puesto a deshilar el infinito tejido de la realidad.

COHABITANTES

Quién iba a saberlo. Llegaron, y como si conocieran de antes nuestro domicilio, dónde y cómo vivíamos, lograron instalarse pese a las habituales precauciones.

Tomaron nuestros más íntimos espacios y se albergaron cómodamente. Comían y dormían a nuestra costa tan tranquilos y salían a tomar el sol, callados siempre. Sólo en la noche, al despertarnos de súbito, medio ahogados y febriles, se hacía más densa su presencia, más fuerte su ronquido y más áspero su roce en la sábana.

No había nada qué hacer, excepto dejarnos ir también, mantener viva la propia debilidad, abrirles todo, dejarles la ropa, las fotos, la estancia y el resto de alma que por las mañanas todavía podíamos adivinar rezongando al fondo de la soledad.
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* Pedro Arturo Estrada —Girardota (Antioquia) Colombia— 1956. Ha publicado Poemas en blanco y negro (Editorial Universidad de Antioquia, 1994); Fatum (Colección Autores Antioqueños, 2000); Oscura edad y otros poemas (Universidad Nacional de Colombia, 2006); Suma del tiempo (Universidad Externado de Colombia, 2009); Des/historias (Cuadernos Negros Editorial, 2012); Poemas de Otra/parte (Cuadernos Negros Editorial, 2012); Locus Solus (Sílaba editores, 2013) y Blanco y negro (Selección personal de textos, Book Press NY, 2014). Ganó el premio nacional Ciro Mendía en 2004; Sueños de Luciano Pulgar 2007; Beca de creación Alcaldía de Medellín 2012, y Premio nacional Casa Silva 2013, entre otros. Textos suyos aparecen en diversas antologías nacionales y del exterior, como Un país que sueña, cien años de poesía colombiana editada en Lisboa; Colombia en la poesía colombiana: Los poemas cuentan la historia; Historia de la poesía colombiana, Casa Silva, Bogotá; Antología de la poesía Colombiana del ministerio de cultura; El país imaginado; Poetry International Rotterdam; Poetas del siglo XXI y Letralia, entre otras. Ha sido coordinador de talleres literarios con el ministerio de cultura y algunas instituciones educativas del país.

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