Escritor del Mes Cronopio

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Microbio

MICROBIO

Por Fernando Gómez Echeverri*

Lina agonizaba. Sólo llevaba puesto un camisón de algodón y su piel ardía al rojo vivo. Su cuerpo —considerado en otro momento y en otro lugar una pieza de exhibición tan memorable y tan sublime como una escultura griega— se había transformado en un nido de llagas y horrores y en un auténtico ícono de la todopoderosa Iglesia católica: una foto suya podía encajar en una serie de cuadros con los martirios de Jesús —su piel estaba más lastimada que la espalda del Nazareno— y podía decir, sin miedo y sin temor a la blasfemia, que sufría más que el diácono del papa, san Lorenzo de Huesca, santo patrón de los cocineros que, por avaro y por tacaño, por no entregar los bienes de la Iglesia al emperador romano, fue asado vivo —con el culo en las brasas calientes— en una parrilla gigante.

Ella habría entregado todo. Tenía que mantener los brazos abiertos para que los pellejos que le cubrían las axilas no hicieran contacto y el dolor no fuera más intenso; en el interior de los muslos el panorama era peor y escondía un sinfín de ampollas listas para explotar. La planta de los pies estaba destrozada por un hongo descontrolado que las había convertido en una superficie porosa y maloliente. Su piel era una colección de suplicios que no soportaba ni siquiera el contacto de las gasas y las cremas. Su mal era una combinación imposible de enfermedades nuevas y viejas; para curarse de sus heridas, según los cálculos clínicos más optimistas, debía tomar una cantidad tan poderosa y desproporcionada de antibióticos y antimicóticos que perdería el hígado y el páncreas con las primeras dosis. Los médicos no podían explicar el mal, pero ella sabía qué había pasado, y por pudor y por vergüenza no se atrevía a hablar.

Diego, su novio, estaba encajonado en una silla al frente del vidrio de seguridad del cuarto de cuarentena, con un tapabocas y una mirada desolada y perdida. Después de hacer todas las diligencias y de oír todas las explicaciones que podían darle sobre la enfermedad, se había derrumbado sobre la primera silla que vio y llevaba cuarenta minutos prácticamente inmóvil. Había aplastado el mentón sobre los nudillos y lo hacía oscilar hacia adelante y hacia atrás, como una escoba en movimiento con las cerdas destrozadas; no se había afeitado esa mañana y la angustia hacía que su cara luciera los estragos de una semana de insomnio. «Nadie se deteriora de esta manera en una sola noche», pensaba Diego.

La apariencia de Lina era la de una víctima simultánea del ébola y la peste negra. Habían tenido una pelea por un asunto estúpido, nada que no se pudiera solucionar con un trago o con una película triple x un viernes en la noche; había dicho que no lo soportaba y se había largado de su apartamento con una mochila en la que recogió su cepillo de dientes y su ropa interior.

—No me puedes decir inmadura, idiota. Mírate en el espejo: ¿qué haces con el pelo largo y una camiseta desteñida de Jim Morrison? ¡Tienes treinta años, imbécil!
Veinticuatro horas después una enfermera lo había telefoneado del hospital. «Buenas tardes», ¿hablo con el señor Diego Beltrán?», preguntó. «Soy yo», respondió Diego. «Lo llamo de la Clínica de Occidente por un asunto urgente —dijo la enfermera—, hay una paciente que pregunta por usted».
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Los médicos no le permitieron entrar en el cuarto; no podía abrazarla ni tocarla, pero todavía tenía una ligera esperanza de verla levantar la cara para saludarlo. —¿Cuánto tiempo lleva inconsciente? —preguntó.

—Está despierta —dijo el médico encargado. Diego sintió la tentación de golpear el vidrio con los puños. «Todo el hospital está en jaque —le había dicho el doctor—, enviamos las biopsias a Estados Unidos esta mañana; no vamos a dejar que se muera». «Yo tampoco», pensó él; sabía que Lina respiraba por inercia y que mantenía los ojos cerrados para soportar mejor el dolor, sabía que él estaba ahí y no quería saludarlo. Pero, ¿para qué lo había llamado? Se mantuvo firme en su silla durante otra media hora, cada tanto se levantaba y manchaba con su aliento el vidrio de seguridad. Estaba a punto de darse por vencido cuando Lina trató de incorporarse; iba a llamar a los médicos, pero ella le indicó que se quedara donde estaba, tenía que decirle algo que nadie más podía saber, le pidió que leyera sus labios y Diego no tardó demasiado en descifrar el mensaje:
—Fue Camilo.

2.

Camilo era el mejor amigo de Lina y el mejor rival que tuvo Diego en la universidad. Era un gigantón desproporcionado. Tenía la contextura y la consistencia de un mastodonte joven y era, en palabras suyas, el científico más importante de Colombia desde los tiempos de José Celestino Mutis y Francisco José de Caldas. Medía dos metros cerrados y sus manos eran capaces de aplastar a dos ranas toro en pleno apareamiento. Su perímetro torácico era el de un pesista olímpico acostumbrado a levantar 250 kilos diarios sobre su cabeza. Sus amantes adoraban sus masajes, y después de hacer el amor con él se tumbaban boca abajo y le pedían una atención extra. Todas argumentaban nudos o estrés para quedarse dormidas y satisfechas con sus dedos en la espalda. Lina no había sido su amante —«o por lo menos», pensaba en la soledad de su habitación, «nunca con mi consentimiento»—, pero compartía con ellas la fascinación por sus manos y lo obligaba a usar un arsenal de cremas hidratantes después de sus excursiones en el campo; ella misma se las aplicaba y le acariciaba los nudillos.

Camilo siempre le había parecido un niño tonto, un boy scout sin uniforme y sin condecoraciones. Y demasiado torpe para ella. Se habían conocido dos años atrás en un parque por el que Lina pasaba todas las mañanas para iniciar el día y trotar sus diez kilómetros diarios. Se levantaba entre las seis y las siete de la mañana, se ponía un par de tenis viejos y salía sin un rumbo fijo. Nunca tenía una ruta predeterminada. Por lo general se dejaba guiar por una brújula caprichosa que la llevaba por barrios residenciales habitados por familias de clase media con dos o tres hijos, que se las arreglaban para vivir en apartamentos de sesenta metros cuadrados, pasaba por barrios donde todavía había una tienda en cada esquina, por barrios comerciales que tenían en cada vitrina una chaqueta de cuero o que, por el contrario, se habían especializado en la venta de objetos de hierro o cobre. En ocasiones trotaba en línea recta por la carrera séptima hasta llegar al Palacio de Nariño, otras veces tomaba su auto —un ajetreado coupé japonés modelo 92— y lo parqueaba junto a los cerros en la avenida Circunvalar, y corría por encima de las agujas de pino del bosque hasta llegar a un claro que le servía de mirador y de línea de meta; otras veces se internaba en la plaza de mercado y hacía un recorrido fresco —sus pulmones siempre lo agradecían— en medio de toneladas de verduras apiladas en cajas de tablones de madera, y por el sangriento laberinto de reses recién sacrificadas y abiertas por la mitad.
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Había descubierto barrios colonizados por afrodescendientes de Guapi y Buenaventura, el corazón del Pacífico colombiano, donde vendían el mejor pescado de Bogotá, y lugares donde se acumulaban docenas de inquilinatos y podía oírse el murmullo de las 67 lenguas indígenas de Colombia. Su paso por estos sitios siempre se convertía en una novedad para sus habitantes, pero ella no daba tiempo para nada y sólo se frenaba por la visión de una edificación antigua que, en su cabeza, se transformaba en un palacio. Hasta en los barrios y los guetos más perdidos, Lina siempre encontraba un motivo de asombro: un antejardín con rosales tan viejos como ella, la fachada republicana de un colegio público pintada de blanco, macetas repletas de flores de un balcón art decó, el arco de entrada de un convento clausurado o la particular botánica de los moteles de barrio que, para ocultar la identidad de sus usuarios, tenían en la entrada una hilera de macetas de arcilla con árboles enanos lo suficientemente sanos y frondosos para crear una barrera verde.

En ocasiones —más allá del mediodía, los días en los que una resaca asesina la obligaba a levantarse más tarde de la cuenta— se detenía en restaurantes en los que el plato más lujoso era una mojarra frita, sólo para ver el interior de la casa o el diseño de los mosaicos del piso. En ese trabajo de arqueología arquitectónica —la única carrera que, en el fondo de su corazón, siempre quiso estudiar— había encontrado una que otra joya, y uno de sus eternos proyectos era comprar uno de esos antiguos palacetes para remodelarlo y convertirlo en su hogar. «Merezco vivir como una estrella de la era dorada en Hollywood», decía. O por lo menos eso creía. Era una vaga sin remedio y todavía —con veintiocho años— vivía de lo que le mandaban sus papás. Hacía ocho años que se había estancado en el maremágnum académico de dos carreras sin futuro; su aparente sed de conocimientos y sus magníficas notas eran la excusa perfecta para que sus padres no se cansaran de mandarle dinero y pagarle sus caprichos. Había salido de su casa diez años atrás.

Se había graduado de un colegio bilingüe en Cali y durante doce años había cantado el himno de Colombia y el de Estados Unidos todas las mañanas. Antes de entrar a la universidad había pasado un año en París para estudiar francés y descansar del ritmo del colegio. En Europa tuvo sus primeros amantes profesionales y descubrió el poder de las drogas sintéticas, regresó directamente a Bogotá y sus papás la instalaron en un apartamento amoblado de ochenta metros cuadrados —el mismo en el que todavía vivía— y le contrataron una empleada de servicio de tiempo completo que no tardó en despedir. «No la necesito», les dijo. Pero la verdad era otra: no quería que la vieja, en un ataque de fidelidad por sus verdaderos patrones, hablara más de la cuenta y su vida secreta quedara al descubierto. Sería el final de sus noches felices, pensó. Lina había sido precoz en todos los aspectos de su vida: aprendió a leer cuando tenía cuatro años y antes de los once se había convencido de que los besos y el sexo eran tan banales como un par de monedas o un billete de mil pesos: eran sólo limosna afectiva.

Camilo no había recibido ni siquiera ese consuelo durante veintisiete meses de entrega; hasta donde se lo permitían su orgullo; su cabeza había desplegado todo su genio para conquistarla, pero Lina siempre se había burlado de sus intentos o se las había arreglado para ignorarlos. No lo había hecho por maldad, porque ella —se dijo con cierta dignidad— no era una vulgar calientapollas; lo había hecho para conservarlo, le había dado el título de «mejor amigo» y creía que con eso había aliviado todo tipo de tensión, pero era evidente que no: los vapores que se escapaban de su cuerpo y que se alzaban como una nube apestosa sobre su piel se encargaban de recordarle que Camilo era todo menos su amigo. Pero ella lo había creído. En los últimos tiempos, antes de la aparición de Diego, Camilo había sido su único síntoma de estabilidad; era el único hombre con el que se veía con frecuencia y con el único que no terminaba en la cama para luego echarlo a patadas; podían dormir juntos y ver películas un domingo en la noche, sin necesidad de terminar cansados y desnudos. No era que él no lo intentara, recordó, pero ella había podido esquivar sus arremetidas con la dulzura de una mujer mayor que se enreda con un adolescente y en el minuto final se arrepiente de robarle la virginidad. No lo quería echar a perder, se repitió. Y eso era lo único que había hecho desde que tenía capacidad de seducir a alguien.

Entre los doce y los quince años contabilizó en su diario y en su cabeza cuatrocientos setenta y tres besos. Los marcaba con rayas y con cruces. Los clasificaba de uno a diez y antes de acostarse a dormir los revivía estrechando la boca contra la palma de la mano. Era la segunda o la tercera niña más popular de su curso y se esforzaba en confirmar su estatus; no le importaba ser clasificada como puta, fácil o zorra. Su lengua —en esos días de «educación sentimental»— se paseó por la boca de los adolescentes más guapos del colegio. Nunca —desde ese entonces— le habían faltado novios o pretendientes, pero hasta la llegada de Diego su cuerpo había rechazado todo tipo de compromiso con la energía de una reacción alérgica. Por eso supo que estaba enamorada.

La primera noche que pasó con él durmió hasta más allá de las diez de la mañana. Su despertador biológico no funcionó y ese fue el primer campanazo. Todos los días, pasara lo que pasara, trataba de levantarse a las seis de la mañana para sudar las calorías de las comidas y el vodka de la noche anterior. Lina adoraba la noche, pero nunca había estado dispuesta a renunciar a su cuerpo; al final de su rutina, luego de un desayuno con café, cereal y trozos recién cortados de mango, papaya, manzana, naranja y piña, y una ducha de media hora, dormía una siesta que podía durar hasta más allá del mediodía. Por lo general almorzaba atún —en su rutina necesitaba una proteína— y ensaladas que ella misma improvisaba con vegetales frescos, berenjenas, aceitunas y algunos ingredientes de moda, como la quinua boliviana. Ocasionalmente se permitía un inmenso plato de fetuchini con mozarela, tomates cherry y albahaca, y en situaciones desesperadas —por falta de tiempo y de dinero, o simplemente por pereza— se conformaba con una caja de arroz chino, coronada por un apestoso huevo de codorniz.
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Se las había ingeniado para tener clase exclusivamente en las tardes y su promedio por semestre nunca había bajado de cuatro con cinco. Ese había sido su salvoconducto para mantenerse lejos de las responsabilidades y de la vida de los adultos. Sus papás eran dos viejos jubilados que no tenían nada más que hacer que suspirar por su hija y exhibir su boletín de notas como la prueba material de su inteligencia. Sus pedidos y sus exigencias —el arriendo y no demasiado dinero— eran razonables desde la distancia. Cuando estaba en sexto semestre de administración de empresas —siempre con notas sobresalientes— decidió que su camino era la literatura. Sus viejos aceptaron el cambio sin decir nada y ella se empeñó en ser la mejor de su curso, pero después de leer el Orlando furioso y de hacer varios análisis insulsos de La vorágine, de José Eustasio Rivera, y un gran estudio de María, de Jorge Isaacs, en cuarto semestre, entendió que la literatura era una carrera sin rumbo y que necesitaba dominar otra profesión para extender su panorama laboral, se matriculó en ciencia política y les prometió a sus padres que iba a terminar ambas carreras con el mejor promedio de la universidad.

Sus viejos —una vez más engañados por la capacidad discursiva de Lina— vieron en la elección de su hija una combinación apropiada. Lina podía ser embajadora o canciller y ellos, luego de revisar su galería de imágenes y personajes, terminaron evocando —con ella como guía— a sir Winston Churchill, el héroe máximo de la Segunda Guerra Mundial y premio Nobel de literatura; rápidamente encontró la fórmula para ser la número uno en ambas carreras: matriculaba una o dos materias obligatorias en cada una y cumplía con la cantidad de créditos que necesitaba por semestre con cursos opcionales con nombres tan diversos como Arquitectura y sociedad o ¿Por qué estamos en guerra? Lina tenía talento para la escritura, era buena con las palabras y con las mentiras, y entendió que la fórmula perfecta para recibir un cinco era combinar información, citas textuales, opiniones propias y, en algunos casos, estar sutilmente de acuerdo con los planteamientos del docente de turno. Por lo general se ganaba la simpatía de todos sus profesores sin muchas complicaciones, ninguno resistía la tentación de ver sus escotes en la primera fila, caían rendidos ante sus pecas y sus lunares color canela y la facilidad con la que destrozaba el estereotipo de la niña linda y bruta.

Con las docentes de su mismo sexo era más fácil: siempre les daba a entender que eran su modelo intelectual ideal —las miraba con devoción durante la clase— y que las admiraba por el simple hecho de ser mujeres. Todavía le quedaban dos años de universidad, pero antes de que se acabara la fiesta había planeado vivir un año por fuera, en un lugar exótico y en una cultura extraña para aprender su idioma y sus costumbres. El inglés y el francés —los dos idiomas que manejaba con soltura— no eran suficientes para llegar tan lejos como se había propuesto y ya había planeado cómo establecerse en Beijing —con Diego o sin Diego— y aplazar un poco más la hora de asumir algún tipo de trabajo. Era una de las escasas alumnas de mandarín en la Facultad de Idiomas y de nuevo sus padres se encontraban perfectamente alineados: les había dicho que antes de quedarse por no menos de doce meses, ¡necesitaba dominar el idioma! Podían aprovechar la ocasión para hacer juntos un viaje por el gigante asiático. Pero por ahora, el viaje y su vida se mantenían en suspenso por cuenta de un encuentro maldito en un parque veintisiete meses atrás: el día en que conoció a Camilo.
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El presente relato es un fragmento de la novela Microbio, publicada por Laguna Libros en 2013.

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* Fernando Gómez Echeverri (Palmira, Valle – Colombia, 1974) es autor de las novelas Microbio, ¡Salta cachorro! y Muérdeme suavemente. Es director de las revistas Bocas y Don Juan.

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