Literatura Cronopio

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JOSAINE

Por Carlos Mario Borja*

Entonces, fue ese día en el que la vi caminar por la acera, mirando el cielo y dando pasos sutiles, descalza y de blanco irrumpiendo contra el negro de la ciudad. Pero más que matizar como un puntico blanco sobre la mancha negra y gris, parecía cortar el aire con esa libertad con la que caminaba. Si acaso la hubieras visto, con esa sonrisa tierna, esa mirada dulce y el juego continuo de sus dedos, como si estuviese destejiendo el viento, formando las nubes e hilando el azul del cielo, tan sólo si la hubieses visto por un tiempo fugaz, comprenderías, quizá, lo que es ver pasar la luna en un cielo lleno de estrellas.

Cualquiera hubiera pensado que estaba loca, que dormía donde la luna la encontraba, o que no tenía más amigos que los que merodeaban por el Parque del Periodista. Incluso recuerdo las voces múltiples asegurando que era una puta, que se dejaba enredar en el desdén de las pasiones efímeras y lo repetía con cualquiera. Sin embargo, yo sabía que no era cierto, todo era totalmente falso, comenzando porque era estúpido pensar que ella, que era la luna, durmiera cuando la luna la encontrara, lo que sería una barbaridad, pues esta luna no puede ser avisada por la luna, porque ella es la luna. Y tampoco era puta, créeme que no, porque nadie le pagaba, ella elegía con quien acostarse, un símbolo de revolución que amaba, como una bandera acaramelada que hondeaba en una nube. Y sólo se dejaba envolver por esas mentes brillantes y dementes, le gustaban los hombres tipo Cortázar, yo sé que sí, los poetas malditos, mentes como las de Baudelaire o Verlaine, estoy seguro de que hubiera amado tomar un desayuno con un Neruda o, quizás, cenar con Flaubert. En fin, podría decir que sus gustos eran las letras y los versos que amaba recitar mientras se tiraba a mirar el cielo desde cualquier parte, que se reía sola por quien sabe qué cosas; y precisamente fue por eso que nunca me acerqué a hablarle, sencillamente, yo no era una mente brillante, sólo era un entusiasta que tomaba café, que leía un libro modesto y, si tenía suerte, lograba verla en cualquier lugar del centro.

Recuerdo que una vez, hace mucho tiempo, la vi, cuando estaba en medio de mi caminata habitual, frente al teatro Exfanfarria, estaba de rodillas jugando con las plantas, cantaba algo, sé que era en inglés y que sonreía mientras su dulce voz llenaba el aire frío de la mañana de un calor dulce, se que lo que cantaba era de Louis Armstrong, mas no estoy seguro qué canción era. ¿Y sabés?, a veces me da cólera de la rabia, es como si hubiese una inmensa incongruencia, tan similar a un gran pivoteo de dos cosas que no se logran comprender y que chocan constantemente en el interior de mi cabeza, todo porque siempre me he sentido muy cobarde por no hablarle. Y, en esa ocasión, yo no me le acerqué, habría sido un grave error, temía que me leyera como a un libro sin importancia, que supiera lo que pensaba, que me observara como si me hiciese falta la portada, tal vez me asustaba el hecho de que esa dulce voz se detuviera súbitamente, que desapareciese ese mundo que emergía a su alrededor, que el multicolor que destazaba el triste gris del asfalto, se esfumara y terminase en las nubes, lejos de ella. Era como si el simple hecho de acercarme la eliminara de mi mundo (en el que nunca estuvo) y la pusiese en otro espacio, en otra estrella, en una nube, en otra noche muy distante.
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Ahora camino por estas calles y puedo decirte que no es lo mismo, ¿sabés?, es como si a la tierra le faltase el agua, o, dicho de mejor manera, la luna. Desde que estoy seguro que se fue, desde el instante en que me enteré que nadie sabía qué había sucedido con ella, ando desesperadamente sobre las ilimitadas piedritas de la calle, sobre las aceras (el reloj de las cinco), salto de letra en letra, me deslizo por las palabras y navego en un mar de conjeturas verbales. Tal vez, vos que leés esto no comprendás, lo que en realidad intento es reconstruirla y encontrarla de la mejor manera, trato de palpar su piel entre testimonios, de seguro en vano. Quiero entenderla en las voces al aire, yo, de verdad, intento rehacerla en palabras.

* * *

Pero, ¿por dónde empezar?, cómo encontrar palabras sobre alguien que parecía una gatita blanca (por el vestido), una gatita hermosa que se esfumaba como el vapor, que, al cerrar los ojos estaba ahí, pero cuando volvían a la luz, desaparecía y de seguro terminaba en una nube que caía como agua en otro lugar. ¿Sabés?, quizá era también como el agua, tan fluida, tan incontenible, tan impredecible. Parecía que pensara en estar aquí y, por el viento, las papitas, los churros de la esquina, las hojas del Parque del Periodista, de la nada, decidiese irse así, nada más porque sí; y lo digo porque me lo mencionó mi amigo Agustín (que, como yo, es periodista), y siempre tenía esa incontenible suerte de encontrarla en cualquier parte del Centro, de verla y después perderla de vista. Me dijo que una vez estaba justamente en el Parque del Periodista (y yo que tanto frecuento el lugar y nunca la pude ver ahí), sentada en las raíces del inmenso árbol, leyendo algo, que, quizá era bueno, porque me mencionó que era de esos libros de cuero sin letras en la portada, de los que mantienen el misterio hasta ser abiertos. Me contó, con ese aire de confusión que es evidente en la memoria, que cuando se distrajo sólo un instante para tomar el café (amargo y sin azúcar, como siempre) y volvió a levantar la mirada, la encontró sentada en una banca, junto a esa estatua del niño leyendo, y me dijo que parecía jugar con él, que miraba a ver qué letras habían, que se reía y le hacía comentarios. ¿Te imaginás esa belleza? Se que es difícil, pero intentalo, esos simples juegos que la hacían tan lúcida, tan de allá, ¿me comprendés?, como tan luna. Lo digo desde que la vi y no me cansaré de hacerlo, que ella era como un poema, la extensión no importaba (eso de largo, corto, medio, bestseller…), en realidad la belleza y el sentido eran lo que le plagaba el cuerpo de versos, de esos que sólo se le ocurrían a Cortázar, tan bellos, tan cotidianos, tan de aquí-allá. Y por eso era que tenía cierto aire de libertad. Se lo mencioné en varias ocasiones a Agustín, siempre con el mismo entusiasmo, la misma entonación y la tan igual manera de mirar, casi como en delirio, sin embargo, nunca me creyó. «Déjela, esa mujer está es loquísima y sólo por el hecho de que lea, no significa que sea tan así como tú dices» me decía Agustín. Nuestras conversaciones siempre terminaban en ese punto, y es que en el instante en el que la recordaba, era como si en mí no hubiese otro pensamiento que no fuese dirigido por ella (su recuerdo), comenzaba a preguntarle, insistía en saber si él conocía el nombre de ella, dónde era el lugar en el que la veía con más frecuencia… y mis dudas salían a flote y se mantenían como una boya, al menos mientras estaba con Agustín y, si era posible, si me soportaba. A veces llegábamos al punto en el que me gritaba sin paciencia: «¡Mierda! ¡Pero ya te dije que no tengo ni la menor idea de quién es esa puta, andá y preguntále a otro que se aguante esas maricadas!». Y salía con paso firme de la panadería. Entonces, para la otra semana, había que disculparse y dejar que se calmara, sin embargo, como el tiempo, todo se repetía otra vez, y tendrías que ver el lío que se armaba cuando eso.
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Aun así, con ese datico, seguía sin saber nada. Sólo una repetición de lo que ya había pensado. Y estaba tan angustiado, tan ansioso, y sobre todo preocupadísimo porque estaba seguro que la señora de los mangos de la Plazuela de San Ignacio sabía más que yo. No fue difícil comprobarlo, me le acerqué, un poco temeroso, como quien no quiere la cosa, y le compré un mango de mil. De inmediato la abordé. Nunca comprenderías el asombro con el que recibí esa noticia. Su nombre era tan bello, tan delicioso, pronunciarlo daba gusto, era como si saborearas ese mundo vedado por un instante, justo desde la J hasta la e, cuando ibas en medio esa o tan fenomenal, y la i, ¿sabés?, esa era la letra que le daba un toque esencial y divino. «¿Quién? ¿Josiane? Mm, sí, m’hijo, yo la vi por aquí durante mucho tiempo, era un amor». Me dijo que Josiane le hablaba de cosas que a veces no entendía, que era como medio rara, que siempre intentaba que la comprendiera, que un día le dijo que tenía una amiga llamada Filosofía y que a veces hablaban de cosas interesantes, que la otra, Poesía, era una de sus mejores compañeras, sobre todo cuando de sentimientos se trataba. «¡Ah!, y ahora que me acuerdo, ella me dijo que del amor solo recordaba tristezas». ¿Sólo tristezas? ¿qué nefastos sentimientos rodeaban a Josiane? (aún no deja de embelesarme en ese nombre). No me había imaginado a Josiane llorando, siempre la había imaginado con un rostro de satisfacción, con esa tranquilidad pura, con los ojos mirando allá, y esa sonrisa tan particular, que se esbozaba por el juego caprichoso de sus mejillas, era como si ambas se pusiesen de acuerdo y levantasen sus delicados labios, tomándolos de los costaditos, apenas como para mantenerlos en una simetría admirable, y esa sonrisa era para mostrar lo oculto o, por el contrario, mantener lo inexpresable en su caja de mudanza.

* * *

Josiane, Josiane, Josiane… incluso habiendo pasado tanto tiempo, no me canso de repetir su nombre, es que es tan olor a flores, tan a los parques, a los libros, tan a café con leche, es que en realidad es tan ella. Y quizás te parezca una queja común de un adolescente indefinido, pero en realidad soy un incomprendido. Después de que la señora de los mangos de la Plazuela de San Ignacio me contase que Josiane sabía historias muy lindas, de que le había hablado sobre un tal Oliveira, que le dijese que madame Bovary y los libros, y que Ana Karenina allí y acá, fui corriendo a las oficinas, tan feliz, supremamente eufórico, tan sonriente, que creí parecerme a un niño en un campo verde (aunque claro, estaba en la ciudad gris). Entonces abrí las puertas, saludé a la portera y subí las escaleras, pasé a través de una segunda puerta y me encontré con los muchos cubículos (vos sabés, el constante deseo del ser humano de poner el mundo en cuadrículas), sabía bien que no me perdería. Más calmado, manteniendo en una jaula al demente feliz, caminé hacia el pequeño cubo de Agustín y le dije: «Te tengo una buena noticia, ya sé cuál es su nombre… Josiane». Él me miró un poco asombrado, ¿sabés?, como si no lograse comprender. «¿De dónde sacás eso? Mirá, es que ya todos nos cansamos de seguirte el juego, me parece que esto se ha ido demasiado lejos. Mejor andá donde el jefe, te necesita», no entendí esos gélidos tratos, lo miré como koala y me dirigí a la tercera puerta. Lo encontré y como siempre, me esperaba con una cara agría e inhóspita (Josiane, recordaba). Me necesitaba para lo de siempre, llamados de atención por mi irresponsabilidad y su preocupación constante por mis traslados y esa mujer de la que tanto hablaba. Lo único bueno de esa hora de charla, fue que me regaló una semana de descanso, para que pensara y bla bla bla. Lo único que importaba era que, al salir, me fui para el parque San Antonio (que tiene cara de todo, menos de parque), me senté justo ahí, al lado de uno de los árboles, me puse a contar estrellas (que no fueron muchas, hoy en día las estrellas se esconden), y lancé un suspiro a la intemperie, ¿sabés?, fue uno de esos suspiros largos y que parecen que dejaran al cuerpo sin aire, sin esperanza, proporcionando un inmenso vacío, una nada. Y entonces recordé que alguien me había hablado de la nada, que era algo así como espejismo bastardo que se burlaba de nosotros, más que todo porque sabe que es indescriptible, o más bien, indefinible, y me fui directamente a la filosofía elemental (tomé aire otra vez, los suspiros no son para siempre), donde encontré que nada puede ser definido, incluso la nada, que tenemos un mundo de símbolos que representan todo lo que nos rodea, y por ende, nunca logramos decir con certeza qué es tal cosa, y me hice un ejemplo, como para que todo me quedase claro: una cosa X aparece y yo le pongo nombre: Juan. Esa cosa, que ahora se llama Juan, existe pero yo no sabría definirla, sé cómo es y dónde tiene el ombligo, pero sería imposible definirlo. Cerré los ojos. En esos caminos andaba, cuando llegó un hombre, vestido de negro, con barba y un librito en la mano y sombrero de fieltro, y se sentó al lado mío. ¿Te imaginás severa cosa? Y mi impacto fue mayor cuando me habló.
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—Me dijeron que andás buscando a Josiane, ¿cierto? —hizo una pausa y me miró fijamente—. No te molestés en responder, seas o no esa persona, te vengo a decir todo. Mirá, Josiane era una de esas mujeres megafenomenales, ¿sabés?, no se sorprendía con cualquier cosa, tampoco le atraía eso que todos buscan, ni mucho menos se la pasaba mirándose al espejo. La primera vez que la vi, fue justo en donde se encuentran la calle 41 y Carabobo, en una tarde ajetreada, con un cielo azul clarísimo, y un tráfico del demonio, ¿sabés?, el muñequito del paso peatonal se había puesto en verde y todos los cara tristes (siempre los he llamado así, todos en esta ciudad andan como decaídos, cansados de la vida) comenzaron a cruzar —sonrió y miró al suelo—, lo gracioso fue que yo no quise cruzar, sobre todo por la peculiaridad que me había tocado ver. Ya los semáforos habían cambiado y daban paso a los estúpidos carros, pero todo se había convertido en caos, sobre todo porque los estúpidos conductores de los estúpidos carros comenzaron maldecir y a tocar frenéticamente la bocina, todos comentaban y comenzaban a escucharse algunos susurros. Y allí estaba ella. Mirá, nada más bello, acostada en medio del cruce peatonal, mirando al cielo, como si quisiese tener la mejor vista en toda la cuidad, como si buscase encerrar el cielo en sus ojos.

Él siguió hablando, no paró, y, debo reconocer, que en su voz había cierto toque de lírica, parecía una orquesta, un narrador, escritor, algo loco. Hablaba de forma continua y sólo paraba para tomar aire. Me dijo que la siguió (cuando Josiane dejó de ver el cielo), que desentrañó sus particularidades, que no le quitó el ojo de encima en todo ese tiempo y que, mientras la observaba de manera furtiva, planeaba cómo acercarse. Mencionó que había que ingeniárselas. En cierta forma me pareció bastante lúcido, se le acercó mientras le recitaba un poema de Cortázar:

Mira, no pido mucho,
solamente tu mano, tenerla
como un sapito que duerme así contento.
Necesito esa puerta que me dabas
para entrar a tu mundo, ese trocito
de azúcar verde, de redondo alegre.
¿No me prestás tu mano en esta noche
de fin de año de lechuzas roncas?
No puedes, por razones técnicas.
Entonces la tramo en el aire, urdiendo cada dedo,
el durazno sedoso de la palma
y el dorso, ese país de azules árboles.
Así la tomo y la sostengo,
como si de ello dependiera
muchísimo del mundo,
la sucesión de las cuatro estaciones,
el canto de los gallos, el amor de los hombres.

(Dudo que él hubiera entendido el poema) Me miró y continuó:

—Mirá, después de eso todo fue una mezcla de absoluta incomprensibilidad, un sinnúmero de fragancias unidas, como un salpicón o mucho shampoo en una bañera, aunque a veces era un sinuoso sonidito que abarcaba los momentos y lo sentíamos en la piel, como una hormiguita recorriendo el cuello. Salíamos para todas partes y [nos] manteníamos cantando Jazz, ¿sabés?, pero de ese Jazz viejo, sobre todo las de Louis. Íbamos a la estación San Antonio y cantábamos La vie en rose (a veces era Isn’t this a lovely day?) hasta que el policía nos sacaba con la excusa del turismo, la comunidad, la tranquilidad y no sé qué cosas, o, en las noches, cuando no andábamos paseando en las sábanas, y los deseos de recorrer la ciudad con las luces amarillas encendidas nos abordaban, cantábamos St Infirmary, y la gente se asustaba, pero era por mí, ¿sabés?, porque Josiane tenía una voz que tocaba los cielos —Se perdió nuevamente en el suelo. Quise intervenir—. Esperá, no he terminado, déjame hablar. Amaba los árboles, no sé si comprendés, le gustaba la naturaleza. Todo era tan hermoso, pero, una vez me dijo que se intrigaba por mí, que sólo era eso, que cuando me leyera, quizá no la volvería a ver o algo así. Dos semanas antes de que desapareciera, todo eran versos, recitábamos los de Baudelaire, aunque no los entendíamos, a veces los de Paz y no nos olvidábamos de Neruda. Los viajes en sábana fueron menguando y, en las mañanas, no la encontraba. Y se me hizo difícil, sobre todo porque cada vez parecía más un espejismo que la Josiane que conocía, era como un espectro, desaparecía y no la veía mucho. Entonces… mirá… yo no podía, no, no podía seguir así, era muy frustrante. Un día la seguí y… —Miró a su alrededor, parecía buscar algo, como si se le perdiera una nube o como si hubiese tenido un presentimiento, su respiración se agitó y dijo— La verdad, ya no importa.
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Se paró y se fue. No entendía qué había sucedido, de golpe llegaba y se iba.

Esa noche caminé con más lentitud, era como si tuviese ese presentimiento que quiero creer falaz, pero que en realidad puede ser muy verídico. Llegué a casa y me acosté a dormir.

Durante esa semana el clima era un constante frío, al menos en mi habitación había un ambiente distinto. Las mañanas eran tan grises, el sol no tocaba mi almohada y mi apetito se había ido a las Filipinas. ¿Qué más podría decir? Si ni siquiera tenía ánimos de leer a Borges y las cortinas cubrían la ventana, diría yo, de manera exagerada. En esas noches, todas mal dormidas, soñaba por instantes con ella: La veía caminar, dormir en el cruce peatonal, la miraba en el Parque Botero cantando algo, y sonriendo tras un libro, tal vez uno de Chéjov, saltar de árbol en árbol y, finalmente, despertaba.

Estoy en la última noche de mis «vacaciones» que deberían ser reflexivas. Todo el día he pensado en ella, en su pelo, en su voz, en su sonrisa jugando en su cara. He pensado muchísimo y quizá mañana tenga la respuesta que busco. Abro los ojos, hay sol, escucho una campanita, ¿sabés?, un tilín tilín que viene de algún lado y me hace reír, me parece un poco absurdo. El día es diferente, mirá, quizá sea hoy, sí, puede ser hoy, tal vez hoy la vea caminando por el Parque del Periodista con un libro en la mano, quizá esté mirando el cielo… No sé, pero tengo el presentimiento, de que hoy es el día en el que Josiane va a hacer parte de mi mundo.
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* Carlos Mario Borja Valdés es estudiante de psicología de la Fundación Universitaria Luis Amigó (Medellín, Colombia). Se dice admirador de la literatura latinoamericana, en especial de autores como García Márquez, Cortázar y Borges.

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