Literatura Cronopio

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Tres perros viejos

TRES PERROS VIEJOS

Por Vicente Antonio Vásquez Bonilla*

—Vea, toma usted por el sendero de la derecha, después de unos dos kilómetros verá la entrada al elevador. No se puede perder.

—Gracias —es tu respuesta y emprendes el recorrido.

Al llegar a la bifurcación vacilas por un momento, el camino de la izquierda, pavimentado y plano, te invita a seguirlo, en cambio, el sendero derecho, sin pavimento y menos ancho, no te parece tan atractivo, pero viene a tu memoria que tu informante te había indicado que la vía de la derecha era la que te llevaría a tu destino.

Avanzas despacio, con la tranquilidad de un despreocupado paseante, observando el paisaje. De repente, aparece un perro gordo, viejo y de andar pausado, que se une a tu paso. No le das importancia. Así como apareció —te dices—, en cualquier momento me abandona y continúa su camino. Más adelante, aparece otro perro y luego, un tercero, con las mismas características del primero. Así, acompañado por tu escolta canina, continúas tu camino. De vez en cuando, los canes, que se han adelantado, se detienen y te vuelven a ver con sus ojos rojizos y extenuados, como para comprobar que marchas detrás de ellos, luego, prosiguen su camino.

Vas rumbo al centro vacacional que te han recomendado. El vendedor te había dicho que es un lugar de paz y tranquilidad. Un centro para personas de tu categoría. Un lugar ideal para pasar un fin de semana agradable o unas vacaciones más largas, en donde encontrarías el reposo deseado. Una construcción de lujo y comodidad para gente de tu categoría, te había repetido, como queriendo acrecentar tu ego.

Para llegar al complejo vacacional hay dos caminos. Uno, con una amplia carretera, por donde se puede acceder por medio de vehículos motorizados y otro para personas amantes de las caminatas. Este es tu caso.

El sendero te conduce hasta el pie de la montaña, en donde el ingenio del hombre ha excavado en la roca e instalado un ascensor que te lleva a la cumbre del acantilado.

La puerta del ascensor te parece lujosa. La decoración exterior incluye un portal moderno, más acorde a la elegancia de una sala de hotel —piensas.

Pulsas el botón para solicitar servicio y la puerta se abre. Dos hombres uniformados, ocupan el ascensor. Entras y tras de ti, los tres perros. Supones que los empleados no permitirán la presencia de los animales, pero te equivocas. No les prestan la menor atención; cualquiera pensaría que están acostumbrados a darles el servicio. Cuando el ascensor llega a su destino, no se abre por la puerta frontal, sino por la puerta trasera. Te das vuelta y sales a una pequeña plazoleta, a corta distancia, desde un mirador, observas a tus pies, un condominio moderno, con bellas casas, con jardines y senderos pavimentados. Con curiosidad, vuelves a ver a tus compañeros de viaje. Los perros, permanecen dentro del ascensor y los ascensoristas los ayudan a salir, luego, vuelves a observar las residencias.

—Lo que hace el dinero –te dices—. Quién iba a imaginarse que en éste lugar viviera tanta gente. Bueno, con la facilidad que hay para su acceso y la seguridad que presenta su aislamiento, en estos tiempos de extrema delincuencia, es comprensible.
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Encaminas tus pasos hacia el club social. Pagas la cuota correspondiente e ingresas. En la recepción te proporcionan los implementos necesarios para el uso adecuado de las instalaciones, según sus reglamentos.

Con un traje de caucho adherido a tu cuerpo para protegerte del frío, te diriges a la piscina. Empiezas a introducirte en ella, utilizando la escalerilla de metal. El agua está fría. Un hombre de edad que está sentado a la orilla de la alberca, te anima a que te metas, asegurándote que muy pronto sentirás agradable la temperatura del agua.

Por alguna razón inexplicable comienzas a sentir terror, tal vez porque a lo lejos oyes el aullido de los perros viejos y lo asocias con alguna imagen de tu pasado, o quizá fuera una premonición. Conforme desciendes, tienes la sensación de que la orilla de la piscina es la que se eleva y no tú, el que desciende. Es como si estuvieras estático, sin movimiento alguno. Cuando tu cabeza está por debajo del nivel del piso exterior de la alberca, miras hacia arriba y te das cuenta que empiezan a aparecer una mano y lo que aparenta ser la cabeza de un ser desconocido. Tu terror crece. La figura siniestra prosigue emergiendo. Se trata de otra persona de edad, enfundada en su traje de caucho. Te tranquilizas y sonríes, sólo ha sido una falsa impresión y tu miedo te parece infantil.

Te sumerges del todo. Caminas unos pasos por el fondo y descubres una puerta, la abres y encuentras un corredor con ventanas que dan al vacío. Avanzas por el pasillo y te quedas asombrado, el agua de la piscina no invade el pasadizo, en la puerta abierta se queda detenida como una especie de cortina, como si fuera algo sólido, quizás gelatina, pero con una consistencia menor que te permite entrar o salir con entera libertad. Te imaginas que algo parecido deben de haber sido los muros de agua, cuando Moisés abrió el Mar Rojo. La altura del precipicio que se abre a tus pies te aterra. Te sientes como suspendido sobre el abismo y temes que de un momento a otro puedas caer, te introduces de nuevo en la piscina, cerrando la puerta tras de ti.

En los laterales de la alberca descubres varios espacios vacíos que te recuerdan las habitaciones de una casa deshabitada. Entras a una de ellas. El fenómeno se repite. El agua no traspasa la puerta. La habitación se presenta luminosa con una cúpula en la parte superior por donde entra la luz. Sin embargo no hay ventanas ni puertas adicionales. Es un ambiente aislado que sólo se comunica con la piscina. Por alguna razón inexplicable, de nuevo el terror se apodera de ti. Te sientes como si estuvieras solo en el mundo, elevas la vista hacia la cúpula, pones tus manos alrededor de tu boca y gritas con fuerza para comprobar que no estás solo. Tu voz es tan débil que te sorprende, vuelves a gritar, con el mismo resultado. Nadie te podría oír, si casi ni tú mismo te escuchas. Por las ventanas de la cúpula sólo entra la luz y el aullido de los tres perros viejos. Con el corazón acelerado, sales de la habitación e ingresas a la piscina, luego, entras a otra habitación de similares características y con los mismos resultados de la anterior.

El terror se apodera de ti. No comprendes los fenómenos que ocurren a tu alrededor y consideras que lo más prudente es salir de allí. Aquello es un mundo diferente al que conoces.

En el vestíbulo, un hombre de finos modales te espera. Se trata de un ejecutivo de ventas, quien pretende que compres una participación del club. Te muestra los documentos y te pide que los firmes.

—Sólo se necesita esto para legalizar su incorporación a este selecto mundo —te dice.

De nuevo, el aullido de los perros llega hasta tus oídos. Tú vacilas.
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Pareciera ser que el aullido le molesta al ejecutivo de ventas. Y como queriendo cumplir con el tramite, lo más pronto posible, te presiona. Tú vacilas de nuevo; no hallas como decirle que no. La experiencia que sufriste dentro de la piscina mantiene fresco el temor en ti. Sin embargo, parece que el vendedor ejerce un hechizo que anula tu buen juicio y estás a punto de firmar. El aullido de los perros se oye más fuerte, como si trataran de comunicarte algo, quizá, es un aviso que no logras interpretar. La reacción del vendedor, ante el aullido, interrumpe tu acción de firmar. Ese pequeño lapso te da el valor para indicar que no. Que lo vas a pensar, dices, y que después le harás saber tu decisión.

—No —te dice él—. Es necesario que no pierda esta oportunidad. Hoy, es cuando se hacen las cosas. No hay que dejar nada para el futuro, pues éste, no le pertenece a usted ni a nadie. ¡Firme!

Molesto por la insistencia, te le quedas mirando a los ojos y le expresas con firmeza:

—El futuro sólo le pertenece a Dios.

Al escuchar aquello, en medio de un alarido, el ejecutivo en ventas explota como bomba voladora, de esas que suelen usarse en las ferias y se disuelve en una nube de humo que no se expande, sino que se concentra en sí misma, en un punto que parece absorberla, hasta que con punto y todo desaparece. Luego, observas el contrato en el suelo, escrito en fuertes caracteres negros y al parecer contagiado de una serenidad transmitida por los aullidos, que ahora se escuchan como jubilosos; lo escupes con desprecio y tu escupitajo lo hace arder hasta que se consume, dejando un fuerte olor a trementina.

Ya liberado del hechizo que nunca logró su efectividad al cien por ciento, sales, te diriges al elevador, pulsas el botón y se abre la puerta. Entras acompañado de los tres perros viejos y escapas.

Ya en el sendero, de regreso al mundo normal, los perros se van quedando en el camino, en el mismo orden en que fueron apareciendo cuando iniciaste este paseo.

Uno de los perros, era tu nahual que te custodia desde la cuna; otro, el cadejo, tu fiel compañero en tus correrías alcohólicas y el tercero, tu amigo, un chacorotal; quienes enterados de los peligros de tu periplo, vinieron a hacerte compañía. Ellos se encargaron de protegerte del mal.

Fue la última acción de los tres perros viejos que, tristes, se jubilan, pues ya nadie cree en ellos.
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* Vicente Antonio Vásquez Bonilla (Guatemala, 1939) ha publicado seis libros de cuentos y una novela, ha obtenido varios premios literarios a nivel nacional, participado en varias antologías a nivel internacional y publicado en revistas, entre las que se pueden mencionar: Revista Maga, Panamá; Revista Camagua, España; Revista La Ermita, Guatemala; y en periódicos, tales como: El Heraldo de Chiapas, México; Siglo XXI, Guatemala; Diario Noticias, Perú. Correo–e: chentevasquez@hotmail.com

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