INQUISICIÓN Y EXTIRPACIÓN EN EL ARZOBISPADO DE LIMA
Por Ana Raquel Portugal*
Los conquistadores españoles, a pesar de que pertenecían a la Edad Moderna, estaban imbuidos de las categorías medievales, como la preocupación por el alma y el fanatismo religioso, el espíritu de aventura y su tendencia a realizarse en horizontes extraños. Aunque llegaron a América en busca de oro —ambición del hombre moderno— no dejaron de lado la ortodoxia escolástica. Estos hombres que cruzaron el Atlántico trajeron en su imaginario, miedos, creencias, brujos y demonios con los que poblaron el Nuevo Mundo.
Corroborando las ideas de Jacques Le Goff (1994) y Cornelius Castoriadis (1982), podemos afirmar que el imaginario no puede ser examinado como algo estático, ya que se origina en imágenes verbales, mentales y visuales que se construyen socialmente. El imaginario está ligado al universo social y político y, por tanto, en nuestro análisis de los procedimientos inquisitoriales y de las idolatrías provenientes del Arzobispado de Lima, percibiremos cómo las creencias demoníacas y las prácticas mágicas estaban, no sólo relacionadas con la necesidad de interpretar el mundo sobrenatural, sino que también representaban el modo de exhibir insatisfacción con el sistema colonial por parte de los grupos populares. La percepción incluyó la comprensión de las tensiones sociales de la vida cotidiana colonial, en las que el Estado y la Iglesia buscaban mantener su poder y la cohesión de la sociedad. Esas manifestaciones fueron parte de un aparato cognitivo simbólico muy extendido.
Varios escritores se dedicaron a desarrollar trabajos que explicaron la presencia del mal personificado en las figuras demoníacas, necesariamente acompañados por brujos y brujas, fieles seguidores de las artes maléficas. Entre ellos podemos destacar a los dominicos Heinrich Kramer y Jakob Sprenger (1487), que escribieron un manual para identificar y castigar a las brujas, que contaban con la ayuda del demonio y el permiso divino para llevar a cabo sus maleficios. De este modo, el miedo a las fuerzas diabólicas fue trasladado hacia América por los españoles del quinientos, que estaban familiarizados con lo sobrenatural, y el desconocido y temido mundo de las tinieblas y sus personajes fantásticos. En este contexto, cristalizó la idea de la brujería, que contó con la participación de los magos, hechiceros y brujos conspirando contra los cristianos y, por lo tanto, la práctica de la magia, adivinación y de las curanderas comenzó a ser asociada a la herejía por los religiosos y eso se consolidó en el imaginario europeo.
Como se sabe, el miedo a lo desconocido, al mar y a los monstruos marinos acompañó a los hombres que cruzaron el océano (Delumeau, 1989); hombres que también tenían la obligación de propagar la fe católica y perseguir a aquellos que conspirasen contra la cristiandad. Llegando a América, no dudaron en matar, saquear y conquistar, material y espiritualmente, a los pueblos que encontraron.
Para que el dominio fuese completo, estos hombres estaban interesados en comprender los signos del «otro», el lenguaje, las costumbres y todo lo que pudiese proporcionar poder y éxito en sus arremetidas de conquista (Todorov, 1988). De este modo, aparecieron las primeras descripciones de la sociedad andina, sus grupos étnicos, formas de subsistencia, religiosidad, esta última equiparada a los modelos demonológicos europeos. Los responsables por el espacio sagrado de esos pueblos fueron transformados en brujos y hechiceros (Souza, 1993: 28), como podemos comprobar en la descripción del cronista Polo de Ondegardo:
«Otro género de hechiceros avía entre los indios, permitidos por los incas en cierta manera, que son como brujos. Que toman la figura que quieren y van por el aire en breve tiempo, mucho camino; y ven lo que pasa, hablan con el demonio, el cual les responde en ciertas piedras, o en otras que ellos veneran mucho (1571: 29)».
Podemos advertir que los elementos simbólicos familiares a los europeos fueron utilizados para interpretar las creencias nativas y por eso, los brujos volaban y daban señales de lealtad al demonio.
Comenzó desde el siglo XVI, en el Virreinato del Perú, una ola persecutoria contra la brujería y las manifestaciones malignas que deberían ser suprimidas, alcanzando a todo aquel que atentase contra la cristiandad, fuese protestante, cristiano viejo o nuevo, o hasta el mismo indígena neófito en la fe cristiana. Aunque a partir de la Real Cédula de 1571, los indígenas no pudiesen ser procesados por la Inquisición, de todos modos, fueron perseguidos y quedaron bajo el ámbito de las autoridades civiles o episcopales. Para ese fin, fueron creadas las campañas de extirpación de idolatrías, que tenían por objeto terminar con todos los ídolos y rituales indígenas, dado que estos contradecían el cristianismo, al adorar criaturas en lugar del creador, el Dios Cristiano (Duviols, 1986: XXVII). Lo anterior significó el intento de cristianizar el imaginario indígena, en que sus dioses fueron transformados en demonios (Gruzinski, 1991). Siguiendo el modelo demonológico de la inquisición europea, fueron perseguidos aquellos que practicaban maleficios, siendo acusados de brujería. La demonización de los dioses andinos fue la forma que los sacerdotes encontraron para interpretar lo desconocido y hacer que los indígenas se separasen de esas creencias, inculcando en ellos nociones, como la del pecado. En los documentos de los siglos XVI, XVII y XVIII, aparecen las representaciones de ese mundo multifacético, en que las figuras del bien fueron convertidas en seres diabólicos, individuos que conocían el efecto medicinal de las hierbas, eran sindicados como hechiceros y los sacerdotes indígenas fueron convertidos en brujos.
Los grandes extirpadores de idolatrías, Francisco de Ávila (1598?), Hernando de Avendaño (1617) y José de Arriaga (1621), fueron los que más propagaron ese discurso demonológico en los Andes. Sus discursos influenciaron a cronistas indígenas, como Garcilaso de la Vega (1609), Guamán Poma de Ayala (1615) y, sobre todo, Juan de Santa Cruz Pachacuti (1613), porque su Relación puede ser definida como un instrumento de conquista espiritual del pasado, es decir, de conquista y colonización del pasado andino. Su discurso refleja una visión que rechaza su pasado cultural y mental en reemplazo de un pasado importado (Duviols, 1992: 93).
La Inquisición se instaló en el Nuevo Mundo con la finalidad de cohibir el judaísmo o cualquier herejía que pudiese separar a los españoles y europeos del cristianismo, pero cuando los religiosos se encontraron con las religiones nativas, y en la imposibilidad de utilizar el Tribunal del Santo Oficio para censurar tales «idolatrías», echaron mano de la Visita de Idolatría, que no era más que una institución análoga y paralela a la Inquisición, que tomó bajo su jurisdicción el caso de los indios idólatras (Querejazu Lewis, 1995: 49).
Por todas estas razones, percibimos que las concepciones de brujería y demonología europeas fueron trasladas a la América Española, e pesar que en España la Inquisición prestó poca importancia al aspecto demonológico y fue relativamente suave en relación a la persecución de la brujería y de otros delitos mágicos, debido al escepticismo de los inquisidores en relación a la brujería, que era vista como mera superstición (Henningsen, 1994) y también a la intolerancia religiosa en relación a los judíos (Trevor-Roper, 1981). En América la brujería asociada al pacto demoníaco se convirtió en parte del imaginario y fue utilizada como forma de expresar las fricciones sociales existentes en la vida cotidiana de la sociedad colonial del Virreinato del Perú, lo que puede ser vislumbrado en procesos contra individuos acusados de ser hechiceros y/o de tener algún pacto con el demonio por el tribunal inquisitorial o, en el caso de los indígenas, por los mecanismos judiciales de la «extirpación de idolatrías» en la región del Arzobispado de Lima entre los siglos XVI y XVII.
El Tribunal del Santo Oficio de Lima se dedicó a la persecución de los practicantes de las artes mágicas y entre otros muchos casos, podemos citar el de Ana Castañeda, reincidente, encarcelada en los autos de 1592 y 1612, fue condenada por primera vez por usar hechizos e invocar a los demonios con mezclas de elementos sagrados y profanos [1] y, en la segunda vez, por la acusación nuevamente de pacto demoníaco y de continuar la práctica del arte de la magia y habiendo admitido todas las acusaciones, recibió 200 azotes y fue desterrada a perpetuidad del distrito de la Inquisición [2]. También la mulata Ana de Almansa, denunciada por diversos testimonios en 1629, fue acusada de practicar conjuros y tener un pacto con el diablo, pues tenía fama de ser maga, quiromántica y supersticiosa. Reconoció sus delitos, pero no el pacto demoníaco. En el acto de fe en 1631, recibió una sentencia de 100 latigazos y diez años de destierro [3]. En 1762, Lorenza Vílchez fue acusada de tener pacto con el demonio. El proceso incluyó una larga relación de testimonios, en que los mestizos, indios y blancos, afirmaron que ella era adivina y no bruja, porque tenía la capacidad de encontrar cosas desaparecidas y también de descubrir los hechizos y desmantelarlos. Sin embargo, esta mujer que ya tenía 50 años, confesó su total ignorancia sobre la doctrina cristiana y además que mantenía relaciones con el demonio, pues este se le aparecía siempre como un hombre gentil. Cabe consignar que los inquisidores regularmente relacionaron las mujeres al encanto de la brujería y después que ella confesó su acuerdo con el diablo, le pidieron a Lorenza que abjurara y que se reconciliaran [4].
Estos procesos nos permiten percibir la creencia en las prácticas mágicas, en esa sociedad colonial, inclusive con la participación del demonio. Mujeres y hombres acusados de hechiceros eran buscados para resolver problemas de salud, encontrar objetos perdidos, realizar venganzas personales y, sobre todo, para atraer al sexo opuesto (Estenssoro Fuchs, 1997: 418).
En el caso de la Extirpación de Idolatrías, el pacto con el Diablo tenía un papel relativamente restringido. Según Nicholas Griffiths, en varios procesos de prácticas mágicas aparece la acusación de pacto satánico, pero esto ocurrió por la existencia de un uso indebido de la Religión en el universo de Dios, lo que hacía necesaria una explicación abstracta para disipar el malestar filosófico que esas actividades provocaban. Las intrigas del Diablo eran una buena disculpa para las imperfecciones de aquellos que ya no podían alegar ignorancia de la verdadera fe. Sin embargo, las teorías demonológicas estaban confinadas al campo de la especulación y no pretendían ser una guía para la realidad concreta de los indios. De cualquier manera, servían al propósito de aterrorizar al acusado que se negase a cooperar con los investigadores y continuase insistiendo en la realidad de sus poderes. En la cosmovisión española solamente una de las explicaciones podía justificar esos poderes reales: el pacto con el demonio y las consecuencias de eso eran terribles. Parecía más razonable considerar tales prácticas nativas como meros engaños, especialmente cuando los indígenas eran vistos por los extirpadores como tontos e incompetentes (1998: 165).
Para ejemplificar este tipo de conducta, podemos citar el proceso de 1662 de Pedro Guamboy, que fue obligado por el visitador Juan Sarmiento de Vivero a confesar que había sido engañado por el Diablo y que sus prácticas curativas eran hechicería. Guamboy dijo haber visto al Diablo varias veces y tenía la convicción en sus poderes mágicos de controlar la vida de las personas y también poder de conseguir que hombres y mujeres se casasen gracias al uso de hierbas que él conocía. Fue condenado por creer en esos desvaríos y no por el pacto con el demonio. María Inés, que fue acusada en el mismo proceso, también le fue llamada la atención por el hecho de hacer como que otras personas creyeran en sus poderes de adivina y de hacer el mal por medios ocultos [5]. También el indio Domingo Guamán Lauri fue acusado en 1662 por el mismo visitador de idolatrías de ser «brujo», pues usaba hierbas, grasa de llama, coca, entre otros materiales, visto que como «indio incapaz el Demônio» le hizo caer en semejantes errores [6]. Eso demuestra el escepticismo de algunos extirpadores en relación a las creencias demoníacas de los indígenas, lo que no significa que todos habrían actuado de esa forma. Hubo religiosos que realmente creían en la acción del enemigo, como en el caso del proceso de 1665 contra María Sania, india natural del poblado de Santo Domingo de Cochalaraos, en que ella fue acusada de pacto tácito con el Diablo porque sus poderes de adivina traspasaban los límites humanos [7]. También fueron comunes los procesos de hechicería contra curanderos, conocedores de hierbas, parteras, cuyo motivo no estaba relacionado con las prácticas en sí, pero con la costumbre que tenían los indios de hacer ofrendas a las piedras, a los espíritus de las montañas o de consultar a las deidades nativas, como fue el caso de Diego Pacha [8], Francisca Mayguay [9], entre otros.
Muchas fueron las causas para la persecución de brujos y brujas en el Arzobispado de Lima en el período colonial. Entre ellas, tenemos el hecho de que la sociedad observaba a los hechiceros como aquellos que conseguían a través de sus técnicas ocultas remediar situaciones que escapaban al control de las personas comunes. Los hechiceros conscientes de su poder explotaban esa situación a su favor. La forma encontrada para combatir ese poder fue a través de la Inquisición y de los tribunales ordinarios con el rescate de las artes maléficas asociadas al pacto diabólico, insuflado por el espíritu de la Contra-Reforma. Era necesario minimizar esa transgresión a los cánones de la ortodoxia, que también simbolizaban peligro para la solidez del Estado. Podemos afirmar que esa fue una solución para algunas de las tensiones existentes en la sociedad, usando para eso el imaginario colectivo del miedo al diablo y de los brujos para, entre otras cosas, desviar la atención de las fallas de la Iglesia y del Estado.
En los procesos inquisitoriales es posible descubrir creencias, miedos y poco conocimiento existente sobre medicina, el temor a lo sobrenatural y también el carácter conspiratorio de tales acusaciones, visto que gran parte de los acusados pertenecía a los grupos más pobres y las motivaciones para tales procesos, a veces, tenían relación con cuestiones políticas o económicas.
En el caso de los indígenas, el combate a las idolatrías pasó necesariamente por la dificultad de lidiar con una cultura tan diferente y desconocida para el español. Con el pasar del tiempo, se percibe que la tónica no estaba más ligada a las dificultades del proceso de alteridad, y sí, a los intereses económicos y políticos de ciertos visitadores y hasta de las autoridades étnicas. Después de sufrir con la represión cultural, los indígenas se apropiaron de esos mecanismos de control a disposición de los sectores dominantes de la sociedad colonial e hicieron uso de ellos para alcanzar sus propios objetivos. Fueron innumerables los casos de visitas de idolatrías ocurridas después de la denuncia por parte de grupos étnicos con relación a los abusos cometidos por los religiosos (Acosta, 1982). Muchos sacerdotes se apropiaban de productos indígenas sin pagarlos [10] o explotaban en demasía su fuerza de trabajo [11] y cuando los procesaban, a veces, se iniciaba una visita de idolatrías en la región a la cual pertenecía el grupo acusador.
Por otro lado, existen varios procesos orquestados por Kuracas (jefes locales) para alcanzar sus propios objetivos, como por ejemplo, disputas por poder local contra otros Kuracas o contra los Encomenderos. En este caso, la presencia o complicidad de un extirpador de idolatrías podía ser el pretexto para iniciar una denuncia por brujería (Puente Luna, 2007: 20).
Toda esta preocupación de los españoles por controlar las supersticiones y extirpar las herejías está ligada al miedo por lo desconocido y, sobre todo, porque, para ellos, el encuentro con otras culturas fue bastante inquietante. Como ha señalado Gustav Henningsen, la creencia en la brujería es una especie de mistificación de las personas socialmente marginadas (1983: 349) y la comprobación de eso la encontramos en los procesos inquisitoriales y de idolatrías que analizamos y que por lo general se trata de acusaciones contra los blancos pobres, mestizos, negros, indios, que son «intermediarios culturales» (Vovelle, 1991: 207-224), pues transitan entre diversos mundos, en la frontera entre la cultura popular y la de la élite. Normalmente los acusados de brujería eran hechiceros, curanderos, envenenadores o aquellos que de alguna forma violaban las convenciones sociales y por lo tanto, debían ser castigados en un intento por hacerlos volver al orden social.
Todos compartieron el mismo discurso, la misma práctica armonizadora de las agruras coloniales y fueron responsables por interpretar las señales del más allá, fuesen ellas positivas o negativas para el mundo de los vivos. Ese homo magus era «capaz de comprender, penetrar e influir en el complicado juego de las fuerzas ocultas que se hace sentir tanto en el nivel horizontal (entre los hombres) como en el vertical (entre los hombres y el universo)» (Bethencourt, 2004: 163). Por otro lado, hubo varias acusaciones de brujería o de pacto demoníaco que estuvieron ligadas a disputas políticas o económicas, a las desventuras humanas, como dolencias, muerte, problemas climáticos, a enfrentamientos entre religiosos, entre otras, y muchas veces los acusadores «víctimas de los ardides mágicos o demoníacos» que encontramos en los procesos, eran en realidad los agresores iniciales. No es coincidencia que en la mayoría de los procesos las acciones mágicas partan de los grupos populares contra la élite, lo que demuestra que es posible detectar en el ámbito de esos procesos, las tensiones sociales del cotidiano colonial.
El trabajo que presentamos es una aproximación a esa cotidianidad en el Arzobispado de Lima, buscando percibir comportamientos comunes, imaginarios entrelazados y rasgos sociales que en el desarrollo de los siglos fueron transformándose, resistiendo, atenuando, adaptando y la suma de esa intersección cultural nos permite comprender las características de esa sociedad colonial rica en creencias, miedos y percepciones de alteridad originaria de dos mundos.
Podemos afirmar que la acción inquisitorial y las campañas de extirpación de idolatrías no fueron suficientes para destruir tales costumbres, pues la lógica mental colonial se formó en esa mezcla de creencias y se adaptó haciendo uso de variados elementos culturales para recrear su propio imaginario religioso. Prueba de eso, es la continuación hasta los días actuales de la creencia en los brujos, en el curanderismo y en el culto a dioses ligados a la agricultura y ganadería, que no es más que el resultado de esa confluencia cultural entre europeos, africanos y amerindios.
NOTAS
[1] AHN, Inquisición, lib.1028, f.231-233.
[2] AHN, Inquisición, lib.1029, f.499-507.
[3] AHN, Inquisición, lib.1030, f.369-373.
[4] AHN, Inquisición, leg.1656, exp.4.
[5] AAL, Idolatras, leg.IV, exp.5, f.10-13v e 57-58v.
[6] AAL, Idolatrias, leg.IV, exp.8, f.1.
[7] AAL, Idolatrias, leg.V, exp.11, f.12-16v.
[8] AAL, Idolatrias, leg.IV, exp.24, f.1v.
[9] AAL, Idolatrias, leg.III, exp.14, f.4.
[10] Ejemplos: Proceso contra Francisco de Ávila, AAL, Capítulos, leg.I, exp.9, 1607; Proceso contra Luis de Mora y Aquilar, AAL, Capítulos, leg.III, 1617; Información promovida por Bartolomé Lobo Guerrero «acerca de la costumbre que tienen de entrometerse en las jurisdicciones eclesiásticas» los religiosos doctrinadores, AGI, Lima, leg.301, 1612.
[11] Proceso contra Diego de Alvarado, AAL, Capítulos, leg.II, 1610; Proceso contra Luis Antonio Luis López, AAL, Capítulos, leg.IV, 1622.
MANUSCRITOS
Archivo Arzobispal de Lima (AAL)
Hechicerías e Idolatrías
AAL, Idolatrías, leg.III, exp.14, , 1660.
AAL, Idolatrías, leg.IV, exp.5, 1662.
AAL, Idolatrías, Leg. IV, exp.8, 1662.
AAL, Idolatrías, leg.IV, exp.24, 1662.
AAL, Idolatrías, leg.V, exp.11, 1665.
Capítulos
AAL, Capítulos, leg.I, exp.9, 1607.
AAL, Capítulos, leg.II, 1610.
AAL, Capítulos, leg.III, 1617.
AAL, Capítulos, leg.IV, 1622.
Archivo Histórico Nacional (AHN) – Madrid
AHN, Inquisición, lib.1028.
AHN, Inquisición, lib.1029.
AHN, Inquisición, lib.1030.
AHN, Inquisición, leg.1656, exp.4., 1762.
Archivo General de las Indias (AGI) – Sevilla
AGI, Lima, leg.301, 1612.
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*Ana Raquel Portugal es profesora de grado y posgrado en Historia en la Universidad Estadual Paulista (UNESP), Brasil. Es historiadora de la PUC de Rio de Janeiro; Magister en Historia en la Universidad del Vale do Rio de los Sinos (UNISINOS) en Rio Grande del Sur; Doctora en Historia por la Universidad Federal Fluminense (UFF) también en Rio de Janeiro. Tiene tres posdoctorados en Historia, uno en la Universidad Federal Rural del Rio de Janeiro (UFRuralRJ), otro en la Pontificia Católica del Perú (PUCP) y el último en la Universidad Estadual de Campinas (UNICAMP).