Invitado Cronopio

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Bajo las horquillas del fenix

BAJO LAS HORQUILLAS DEL FÉNIX

Por David Fernández Rivera*

El sueño
dispuso mis mandíbulas
a horcajadas
de un caballo
metálico,
mientras el costado
reposaba la estrechez
a través de las virutas
de un capó
que todavía sostiene
la lanza
atravesada sobre la placa
de cemento
en la viga maestra.

Sesgando
el envoltorio
del polvo,
la almohada
simula esposarme
a las tuberías interiores
de la resistencia.

Y comienza a llover…

El jergón del habitáculo
se desliza
por los peldaños
de mi garganta,
cuando los nervios
incrustados
en el anzuelo anterior
del vendaval,
me llevan
bajo la lámpara
de la plaza
decimonónica.
En ella,
se disuelven
las proyecciones sepia
de la infancia,
y una mujer
me invita a visitar
los raíles
que amortiguan
la encomienda de su fachada
mientras sostiene
una madeja de helio
en sus guantes
de goma blanca.

No puedo responder,
la trampilla
se descuelga
en la profundidad acuosa
de un diferencial,
donde dos antorchas
fecundan la esperanza
de poder entregarme
a los cimientos oceánicos
de la fortaleza.
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En el zahir de la misma,
una de las dos llamas
se consume
en el deseo de resurgir
sobre la arena
de la playa;
allí,
todavía se promulga
la plegaria
de poder aguardar
el corte celeste,
ahora desplegado
bajo la nocturnidad
agitada
en el escalofrío
impreso
bajo el mural
adherido
a los colmillos
de las gigantescas
avenidas
del fénix.

LA CORDURA DEL SUICIDA

Las ballestas de los camiones
deslizaban en el pasador
de sus entrañas
la bombona rojiza
de una niña vestida de comunión.

En ella pude adivinar
la rejilla neumática
sobre el gancho que sostiene la vitrina quemada
en su tabique nasal.

Allí puedo verme cuando era niño,
y dibujaba en los folios en blanco de la escuela,
una estantería con las mismas hélices de juguete
que ahora pisotea la plomada del auxilio
bajo los pistones
ensangrentados del autobús.

Esta visión,
quiso alejarme de la persiana
para incrustar en cada paso
una granada de azufre
en el continente que seguía perforando
la tristeza
con la colmena
que enmascara mi lecho
en los vendajes
que cubren la grava del revólver
sobre la herida abierta
en el silencio del micrófono.

Mientras tanto,
la astenia colectiva
desplegaba una ovación
en los tacones
que esconden los pliegues de la savia,
a través de un zumbido que sumerge
bajo los calambres del metro,
la ilusión que ahora anestesia
el útero perdido
en el sudario blanquecino
de un caballito infantil…

Se detuvo el pulsómetro
y quise volver a verla,
sin embargo,
ya sólo quedaba un encaje blanco
en la misma niebla que atraganté
por entregarle mi mano
lejos del neón que discutía
más allá de la ventana.
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OBERTURA

La vajilla desgastada
del tiempo
atraviesa mis mandíbulas
con el aguijón
alborotado
en la misma combustión
que atraviesa los cojines
con la boquilla de una bombona entreabierta
en el útero de la ventana.

En él,
puedo ver las caderas nerviosas de una niña
vestida con los tacones
que succionan el torniquete
de mis anginas
hacia el intestino que fecunda
las sandalias del alfiler.

Los viandantes me esperan al otro lado del comedor,
cuando alguien me contesta
arañando el silencio
afilado
en cemento la dictadura
de mis lágrimas.

Lo siento,
no puedo escuchar
lo que ahora se agrieta
bajo el tapete asfaltado
en la tachadura
imprecisa
de la mordaza.

«Ven».

PRESENTE

En el disparo que sostiene los grandes almacenes,
alguien sueña que desinfecta sus manos
con el apretón de una esfera de cuchillas.

El aguamanil describe sobre la pletina cerámica,
el dorso en espiral
con negro
una línea esmaltada.

La sangre cae sobre las líneas
que cubren los tornillos
cuando sus gargantas
supuran
a través
de los capilares asépticos
en el pellejo astillado
del tocador.

Al abrir el grifo,
la hebilla succiona los trazos
que desnudan
un desagüe manchado
con los mismos botones
que sorprenden
la tristeza
en el iris rojizo
con la lima
dentada
del poeta.

La vigilia araña sus tímpanos
con la misma piedra que se enciende
en el mechero de los padres
que alborotan los dientes del niño
con la sonrisa del vagón
que se aleja en la zanja
de una brecha sin ventanas.

Tras el candado,
una mujer rompe las nueces perdidas
en el orificio que les aguarda bajo la plancha
que sostiene
la producción sintética

en los platillos
que taponan la fractura del tabique
con la inminencia blanquecina
del lavabo.
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***

En el vapor de mi ansiedad,
los canales irrigan el pellejo disecado
al interior de sus cascos negruzcos.

Sobre el despertador sólo hay un sendero
que podría llevarme
al enigma vertebrado
en las paredes
de la hipnosis,

es decir,
reencarnarme sin ojos
en las llantas agitadas
tras los labios interiores

del presente.
(Continua página 2 – link más abajo)

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