Literatura Cronopio

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Senectud acelerada

SENECTUD ACELERADA

Por Félix Acosta*

Según acontecimientos de los últimos días por cierto ha de existir algo denominado «senectud acelerada». Años atrás no habría dudado en atribuir tal padecimiento a mi tío Néstor, creador del término que identifica el síntoma; hoy, francamente, no sé qué decir.

Sucedía con frecuencia en las tardes calmas, cuando intentaba leer, que terminara distrayéndome con sus andanzas de viejo atolondrado. Era cosa común que de pronto, mientras cepillaba su dentadura postiza, recordara haber dejado su bendita gorra colgada del naranjo y fuera por ella, abandonando aquellos dientes desolados bajo el agua del grifo abierto. Que yendo hacia el naranjo sintiera el coche de mi hermano Javier y se volteara presuroso por ver si traía su pedido. Que entonces se le cruzara el perro y decidiera, así de improviso, darle un baño. Para de inmediato preguntar a voz en cuello si estaba listo el almuerzo y ahí sí, avergonzarse al no sentir la dentadura.

Ha ocurrido que le escuchemos decir que dormirá una siesta apenas culminado el desayuno y verlo salir puertas afuera suponiendo llegar tarde al trabajo, siendo que está jubilado desde hace quince años. Tal cosa no nos importaba pues en la esquina se volvería por dinero. Al regresar comentaría que la panadería estaba cerrada o explicara que había sentido el timbre pero nadie llamaba a la puerta, para culminar con que ha de haber sido algún niño aburrido con ánimo de bromear.

A veces cuando me decía: –¡Che tibio, vení! –lo observaba siempre con la misma cara de fastidio, sabía que cuando me acercara me diría que en su juventud a un amigo idéntico a mí le decían «El tibio», y contaría un par de anécdotas del sujeto al parecer no demasiado listo. Eso era lo único que me importunaba de él, que me comparara con el «tibio» de once años de su pandilla en tanto yo pisaba los treinta.
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Se le había dado por usar el bastón que fuera de su abuelo, de su padre, del mío y que, además de considerarlo ahora de su pertenencia, afirmaba que algún día sería mío como si debiera aguardar con anhelo tal eventualidad y a él correspondiese realizar el legado.

Desde que comenzó a emplearlo adquirió la costumbre de abrir las puertas valiéndose de él, apartar al perro de su camino y arrimar al naranjo la gorra, demostrando una rara habilidad para tal cometido. También se rascaba la espalda rasgando su camisa, o golpeteaba mediante ese bastón sus pies o el piso con monotonía exasperante.

A la sombra del naranjo con gorra armaba algún tabaco de cuando en cuando. A él nada de cigarrillos, pues muy bien había oído por televisión que es nocivo para la salud. Mi tío Néstor era un caso y todos en la familia así lo considerábamos. Constantemente lo mandábamos a bañar y no es que oliera mal, sino que debíamos asegurarnos que una vez cerrada la puerta del baño no olvidara entrar a la ducha. Es posible que nuestra actitud provocara que algunos días se bañara más de una vez. Si fue así nunca se notó.

–Ese perro taimado pelea con mi gato –se quejaba con frecuencia. Tal gato era en realidad el perteneciente a su difunta esposa, al que maldecía en cada reunión familiar como si el animal aún existiera. De la banderola se acordaba bien, pues cada vez que narraba el episodio de la banderola, abierta para permitir la salida del gato, la pintaba al detalle. También que por allí había ingresado quien abrió la puerta a los ladrones que –ya los voy a agarrar a esos –y el bastón se elevaba amenazante sobre nuestras cabezas.

Cuando veíamos televisión aunque estuviera fuerte el volumen preguntaba: –¿Qué dijo? –Si no le interesaba lo que veíamos nos hablaba, pero pronto aprendimos a no prestarle atención. Se aburría y nos avisaba: –Voy al cuarto –pero salía al balcón con torpeza, el paso aminorado por el bastón.

Me gustaba hablar con él cuando bebíamos vino. Daba la sensación que la lucidez lo encandilaba. Se volvía coherente, ameno, y hasta relataba anécdotas jamás evocadas. Si estábamos solos se ponía picante. Intentaba dialogar preguntándole al «tibio» cómo va el asunto de los amores:

–¿A quién le estás arrimando la pierna? –preguntaba como al descuido, y cuando me disponía a evadir la respuesta él se despachaba con lo suyo. Había sido bandido. No creo que inventara semejantes historias aunque quisiera, me inclino a suponer que hacía un racconto de cuantos romances llevaba oídos, aderezados con colores emanados de sus largos soliloquios junto al naranjo.
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Si éramos muchos los presentes ensayaba temas profundos, ora místicos, ora filosóficos, terminando siempre en el fútbol y la final del cincuenta. Tanta era su lucidez cuando bebía que jamás excedía cierto límite, manteniéndose luego escuchando sin beber una gota todo el tiempo que fuera.

Siempre andaba mal con las fechas, que hoy lunes siendo sábado o que haría tal cosa a las cinco cuando en la TV comenzaba el informativo de las siete. Ni hablar de si era dos, treinta, o de qué mes se trataba.

Me daba por suponer que lo hacía adrede, como si la muerte le fijara citas que él simulaba dejar olvidadas. Mucho pensaba en eso y tanto me lo había creído que no se lo decía tan sólo para que la muerte no se enterara de su jugarreta.

Los últimos días se le había dado por decir que él no pensaba morirse. –¡Qué necesidad! –exclamaba alguno de nosotros. A lo que él respondía de inmediato y pleno de convencimiento: –Van a venir a buscarme unos amigos y me iré con ellos. –¿Quién podría imaginar qué cosa pensaba? Siempre quedará la duda pues durante más de cinco años nunca faltó quien comentara algo como: ¡Las cosas que tenemos para contarle al tío!

Él se fue. Desapareció de un día para otro. Nadie recuerda si cenó esa noche o si desayunó por la mañana. La que reparó en su ausencia fue mi hermana Joanna luego de traer a los niños de la escuela y cocinar. Nos llamó uno por uno, al trabajo o donde sea que estuviésemos: –¡El tío no está! –decía. –No te preocupes, andará en la vuelta –decíamos.

Por la noche hicimos la denuncia y zozobramos del modo que suele hacerlo una familia en situaciones semejantes. Evaluamos miles de conjeturas y agotamos todas las posibilidades a nuestro alcance: en vano, no volvimos a saber de él.

En tanto y debido a su estado nervioso y ocho meses de gestación Joanna dio a luz su tercer hijo, Emilio, aguardado para el mes siguiente. Y pasó el tiempo, cinco años para ser exactos.

A veces nos deteníamos ante su cuarto vacío, sorprendidos de hallar la puerta abierta. Luego caíamos en que Antonia andaba por allí, se encargaba de airear una vez por semana desde los días inmediatos a su desaparición. Luego, no seguros de su muerte, mantuvimos el lugar desocupado como si fuese posible que volviera alguna vez.

En el lapso Emilio fue creciendo y una noche Joanna planteó que el niño estaba grande para dormir en la misma habitación de sus hermanas mayores y entendía que debería mudarse al cuarto del tío. Ninguno de nosotros puso objeciones pues si bien la casa es grande la familia ha crecido y era ilógico mantener habitaciones desocupadas.

Se decidió entonces que se acondicionara la habitación para Emilio, quien ajeno a tales consideraciones pasaba los días inmerso en sus ocupaciones de niño. Sin embargo, cuando le llegó la noticia exclamó sumamente excitado: –¡Si tío Néstor está de acuerdo yo encantado!
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Nos quedamos con la boca abierta y alguno de los más devotos se persignó con suma presteza. Mi hermano mayor, poseedor de gran sentido común, diría más tarde que Emilio había crecido en medio de nuestros relatos sobre el tío, y haciendo alarde de su inocencia había deslizado un comentario incongruente, siendo que no lo había conocido. ¡Fue la última vez que mi hermano pudo hacer buen uso de su sentido común!

El tío apareció al otro día. Joanna salía a dar de comer al perro y lo vio allí, debajo del naranjo y tan distraído como siempre había sido. A ella le temblaron las piernas y dejó caer la fuente con los restos de comida. Se quedó estática, como si estuviera ante un delirio de su imaginación. Emilio sintió el ruido de la fuente al caer y salió al patio. –¿Qué pasa mamá? –dijo con preocupación. Ella pasó una mano sobre sus hombros y le preguntó: –¿Qué ves allá, bajo el naranjo?

–¿Cerca de tío Néstor? –preguntó él a su vez como si no hubiera nada extraño.

No tardamos en estar todos rodeando al misterioso reaparecido, algunos preguntándole dónde había estado, otros enojados por haberse ido sin avisar nada, los demás en silencio.

Él nos miraba uno a uno como si le hablaran en chino, tan asombrado como nosotros. –¿Qué pasa? –dijo –¿Rompí algo? Recién sentí un ruido como de que algo se quebraba pero no fui yo.

Cuanto hicimos para que nos quitara las dudas fue infructuoso, una y otra vez repetía que siempre había estado con nosotros y el último viaje que recordaba era su luna de miel en Florianópolis.

De más está decir que no aceptó haber faltado un solo día, mucho menos cinco años, y todavía se jactaba diciendo que estábamos envejeciendo más rápido que él. Entonces fue cuando nos acusó de padecer «senectud acelerada».

Nuestro hermano mayor se había mantenido expectante y en silencio durante nuestros cambios de pareceres. Al cabo llamó a Emilio y le ordenó: –¡Andá a la sala y traé las fotografías de tus cumpleaños!

Los demás sonreímos al suponer que lo habíamos atrapado, descontábamos que el tío no podría justificar su ausencia en los registros gráficos de semejantes festejos. Observé el rostro de mi hermano ufano y satisfecho y le dije con sorna: –Creo que te debo el privilegio de ser justo heredero del bastón del tío.

Al ver las fotos, literalmente, se nos cayeron las quijadas, testigos de la peor de las contradicciones: el tío aparecía en gran parte de ellas, siempre como abstraído, con el aire de disimulo que lo invade luego de alguna de sus torpezas. Alguien inquirió que su figura no lucía tan nítida como las otras, mientras sus ojos iban de las fotos al semblante flemático y candoroso del tío como si dudara de una identificación obvia a todas luces.

–¿Me quieren volver loco? –dijo el tío en un raro estallido de furia que no tardó en disolverse de sus facciones, del mismo modo que nos tenía acostumbrados… ¿cinco años atrás?

–¿Quién es este de la foto, Emilio? –preguntó Joanna a su hijo.
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–Tío Néstor. ¿Quién va a ser? –Y el sentido común de mi hermano se fue al diablo. –Las posibilidades no son muchas –diría más tarde especulando con las alternativas. –O es un fantasma o todos nosotros estamos para internar.

No sé. Observo al tío tras algún indicio que me permita vislumbrar si nos ha jugado una broma pesada, o definir si es en realidad un fantasma encarnado para enloquecernos.

No puedo aceptar esa historia de la senectud acelerada y que todos estemos tan desorientados. A veces me digo que sí, pues me ha sucedido de ir por algo y a mitad de camino no recordar de qué cosa se trataba, dónde debía hallarla y para qué la necesitaba. También estar seguro de haber armado la cama, por ejemplo, y al volver a mi pieza encontrarla deshecha; hay días que tengo la sensación de haberla ordenado varias veces. Joanna también pasó por situaciones parecidas, como la de inventar la paella azucarada tras confundir recipientes.

Mi hermano insiste con que él va a dar con la verdad sea como sea, pero ya se ha quedado varias veces en mitad de la carretera con el coche sin nafta, así que tras la verdad no llegará muy lejos.

Al tío es al único al que se le siguen aceptando las distracciones acostumbradas y nadie hay tan calmo y animado en la casa como él. Los demás no nos podemos permitir tantos desatinos y andamos intranquilos y nerviosos procurando evitarlos. Además nos preocupa que en un par de días el tío comparta su habitación con Emilio: desde el momento en que se lo propusimos el niño no hace más que exigir su traslado.

Ambos tienen miradas con brillos de astucia y a veces al verlos observo a dos niños, otras a dos ancianos. En lo personal, encuentro entre ellos un aire de complicidad que me pone la piel de gallina, sobre todo cuando no encuentro algo que sé exactamente donde lo he dejado, y pienso que ese dúo nos está haciendo pérfidas jugarretas.
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El presente relato fue premiado en 2004 por el Accésit Premio Internacional Julio Cortázar de relato breve de la Universidad de Laguna.
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* Félix Acosta Fitipaldi nació en 1963 en Montevideo, Uruguay. Autor de dos novelas, un centenar de cuentos y un poemario. Ha sido publicado en suplementos culturales locales y las revistas literarias «El sur también insiste» y «La letra breve». Ha participado en la elaboración de libros cooperativos como «Vuelo de cinco plumas» y «Mariposas, mujeres sin capullo», así como en libros editados por certámenes literarios. También escribe para varios blogs y sitios literarios de Internet. A inicios de este año (2015) publicó la novela «Ctrl-Alt-Supr reiniciar». Ha obtenido premios en el ámbito local e internacional, resultando finalista en otros varios concursos: 2001 –No te será tan fácil –Premio Ecqus Internacional, 2002 –Tetraedro -Segundo premio Concurso de cuentos de «El sur también insiste», 2003 –Esa mujer herida –Relato publicado en selección realizada por «La Estada», Montevideo, Uruguay, 2004 –Senectud acelerada – Accésit Premio Internacional Julio Cortázar de relato breve de la Universidad de Laguna, Finalista en cuatro de seis participaciones en los concursos de Yoescribo.com: Año 2004 con el relato «Las pantuflas del abuelo». Año 2005 con el poemario «Amor desamorado». Año 2006 con el relato «Astrid». Año 2010 Finalista certamen de «Mis escritos». Año 2011 uno entre varios ganadores del Concurso Internacional Latin Heritage Foundation de Cuentos sobre la Experiencia Personal del Inmigrante.

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