Literatura Cronopio

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La condesa de paros

LA CONDESA DE PAROS

Por Armando Rojas Arévalo*

Bruno conservó durante muchos años tristemente viva, esa escena ocurrida una noche en «El Pelón», un bar en la zona roja de Coatzacoalcos. Con frecuencia recordaba el incidente en reuniones con amigos, pero no lo celebraba con risas, sino como una evocación amarga que le había dejado una lección de vida.

Había llegado al puerto con un grupo de periodistas a «cubrir» la gira de trabajo de un presidente de la república. Luego de la jornada de trabajo bajo el sol que atravesaba la piel, y con el sudor que empapaba la camisa y le perlaba la cara, se metió a la ducha en el cuarto de hotel que le asignaron y luego bajó a escribir a la sala de prensa.

Se le antojó un trago, pero el estado mayor presidencial había ordenado al hotel no servir bebidas, así que decidió salir a tomarlo a otro lugar después de escribir su información.

Previamente se había puesto de acuerdo con otros dos colegas periodistas a hacer la incursión a algún bar del puerto. Cuando el grupo salió del hotel buscaron un chiringuito tranquilo para tomar un trago antes de irse a la cama, porque al otro día muy temprano habría que tomar el avión de regreso a la ciudad. Pero he ahí que todos los bares estaban cerrados por la «ley seca» que se acostumbraba a imponer en las visitas presidenciales.

No había bares ni tranquilos ni no tranquilos a varias cuadras a la redonda.

Joaquín, uno de los periodistas, recomendó preguntar al taxista dónde más podían hallar un bar o de perdida una cantina, para tomar una «cuba» refrescante.

–No, pos no hay ninguno abierto, sólo en la zona roja –contestó el chofer.
–Llévanos al mejor que haya –dijo Antonio, el otro periodista.
–Conozco «El Pelón», pero no es un bar como el que ustedes están acostumbrados. Es un bar de puerto a donde llegan marinos y trasnochados, y no sé si les vaya a gustar. Asómense y me dicen si los dejo o los devuelvo al hotel.

Y allá fueron los tres.

La zona de «tolerancia», cruzando las vías del tren y junto al malecón desde donde podían apreciarse los barcos de carga anclados sobre el profundo río, los recibió con sus luces mortecinas y su calle sin pavimentar.

Bruno recordó que así era el pijuyal de su pueblo. Calle de tierra. Poca luz. Rocolas a todo volumen con canciones vario pintas que se escuchaban pero las letras no se entendían porque se cruzaban entre sí.

Cantinas y burdeles con mujeres de minifalda y tacones altos sentadas en las banquetas gritando «pásale güero, pásale». Unas lonjudas, otras flacas. Morenas de cejas pintadas de prisa y sin gusto, y labios de carmín subido.

–Uta, no vinimos a las putas –le dijo Bruno al taxista.
–Todavía no llegamos. «El Pelón» está aquí enseguida, jefe.

El olor a orines y a cerveza y los gritos de los parroquianos traspasaban las ventanillas del taxi modelo Tsuru.

–¿Aquí no matan, verdad? –preguntó Antonio con ironía y miedo a la vez.
–No, mi jefe, aquí es muy seguro. Hay policía.

«El Pelón» les dio la bienvenida con su desvencijada marquesina que tenía varios focos fundidos, y su puerta resguardada por un hotentote de cara agria y de muy pocos amigos.

–Asómense y me dicen si los espero o me retiro –dijo el taxista.

«Bar de variedades presenta a su estrella importada, Erika Renati», decían la marquesina y una lona impresa pegada a la pared.

–Directamente de Italia –dijo Joaquín con sorna.
–¡«El Pelón» y su bailarina italiana, pura catego! –bromeó Antonio.

Los tres periodistas entraron al tugurio ante la mirada impersonal del hotentote, traspasando una cortina de conchas. ¡Vaya, era un bar de puerto!

Un mesero de camisa blanca con moño negro de mariposa y pantalón negro, con una servilleta de tela sobre el brazo los invitó solícito a sentarse a una mesa de pista. No era necesario pedirla, puesto que el bar, por ser entresemana, estaba prácticamente desierto.

En una mesa cuatro hombres jugaban dominó y en otra, cinco mujeres con las piernas cruzadas fumaban y cuchicheaban.

Tres mujeres que no se antojaban ni al más desesperado marinero se les acercaron ofreciéndoles compañía. Olían a imitación de Eternity mezclado con el sudor ácido que expelían sus axilas velludas.

–No, reinas, sólo venimos a tomar una copa y a ver la variedad –dijo Bruno. «Pinches chilangos», alcanzó a decir una, y las tres se retiraron a la mesa donde las moscas caían de sopor.
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«¡Tres cubas para los señores. Que sea del mejor ron. Ya sabes!», ordenó el mesero al cantinero. «O tal vez prefieran una botellita de Flor de Caña con el servicio de cocas y hielo. Sólo 600 pesos», dijo el empleado dirigiéndose a los nuevos clientes.

–No, sólo las copas que le pedimos –aclaró uno de ellos.
–Güerito, invítame un trago, necesito ganarme una ficha –suplicó a Bruno una de las muchachas que se aburrían en una mesa.

Bruno le hizo una seña al mesero para que le sirviera la copa a la mujer, con la advertencia de que fuera sólo una y que se la tomara en otra mesa. Sin necesidad de que se lo dijera, el mesero captó la intención, llamó a la dama y le señaló con la mano que se retirara.

La música estridente de una salsa que salía de la rocola y el humo del tabaco de los pocos parroquianos que había, inundaban el recinto pintado con murales de sirenas y peces multicolores. A un pez espada disecado, detenido por alcayatas en la pared, ya mostraba los estragos del tiempo con el aserrín saliéndole por un costado.

–La variedad no tarda, caballeros –justificó el mesero al percibir que los tres amigos empezaban a desesperarse.

«Acá entre nos, esperamos que llegue más clientela», susurró disculpándose, como para que el barman no le escuchara.

–¡Erika…Erika…Erika! –corearon los tres entre aplausos para obligar a que diera inicio del show que afuera se anunciaba como la gran exclusiva «¡desde Italia!».

El pequeño escenario se iluminó con los reflectores y de un disco salió la música de fondo, de trompetas de heraldos.

–«¡Señoras y señores, el bar El Pelón se enorgullece de presentar a su distinguida clientela a la singular, a la hermosa, a la exuberante artista traída directamente de Italia. Sin mayor preámbulo, con ustedes Eeeeeeerikaaa Reeeenatiii», anunció por el micrófono el locutor de smoking negro abrillantado por el uso de los años.la-condesa-de-paros-03

–¡¡¡Recibámosla con el aplauso generoso!!! –pidió desgañitándose, como lo hacen los presentadores de variedades.

Un bailarín homosexual de malla pegada al cuerpo y una boa rodeándole el cuello, saltó al escenario extendiendo los brazos solícitos en señal de bienvenida hacia la cortina de donde emergería la diosa–vedette italiana.

Se apagaron las luces del congal y un reflector apuntó hacia el centro del escenario.

La vedette salió a la una de la madrugada, una hora después de que se anunciaba su aparición en el cartel de la entrada. Vestida a la Josephine Baker con un tocado de plumas en la espalda y mostrando los senos, Erika empezó a recorrer contorneándose el pequeño escenario acompañada de una melodía sensual, y al llegar frente a la mesa de los tres periodistas no alcanzó a estirar el brazo para saludar, porque quedó estupefacta.

Los tres se miraron incrédulos, mientras ella corrió a refugiarse tras las cortinas. No volvió a salir. El locutor trató de explicar que de repente se sintió indispuesta, pero para los tres periodistas no era necesaria una explicación.

La Erika Renati era Valeria Ledón, quien había sido reportera de guardia en una agencia de noticias en la ciudad de México y de ahí no pasaba. Fatigada por las trasnochadas y que el salario no alcanzaba para sostener a su hijo sin padre y a su mamá, un día decidió probar suerte en otras actividades aprovechando su llamativo trasero que sus compañeros siempre manoseaban y dijo adiós a todas y a esas húmedas escaleras del viejo edificio de las calles de Dolores que todos los días subía y bajaba. No se volvió a saber de ella… hasta esa noche en un bar de Coatzacoalcos, que olía a orines y humo de cigarrillos.

Bruno recuerda el incidente con amargura. El periodismo para la tropa es cruel, dice cada vez que narra esta historia.

* * *
El presente relato hace parte de su libro «La Condesa de Paros… y otros naufragios» en espera de ser publicado.

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* Armando Rojas Arévalo es originario de Arriaga (Chiapas, México). Es periodista profesional desde hace más de cuatro décadas; se especializó en asuntos políticos de su país y publica en varios medios impresos y digitales su columna Epistolario. También colabora con crónicas y artículos en algunos medios extranjeros, como Revista Cronopio. Es egresado de la Facultad de Ciencias Sociales y Políticas de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la que es docente en la carrera terminal de Periodismo, imparte las materias de Géneros de Opinión y Metodología de la Investigación Periodística. Es autor del libro «Historias a Fondo», que se utiliza como texto en la mencionada Facultad y el poemario «Poemas para leerse en la oscuridad». Es coautor de «La vida del Rayo Macoy (Rafael Ramírez Heredia», de Editorial Fontamara, y «El Reto», de editorial Diana.

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