Escritor del Mes Cronopio

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Entre dos aguas

ENTRE DOS AGUAS

Por Plinio Apuleyo Mendoza*

Recordándolo hoy, la historia convulsa que le ha tocado vivir empezó en la primera hora del año; la primera del siglo, del milenio. Ningún presagio oscuro. Aquella noche todo en torno suyo era exaltación y alegría. Ve luces, lluvia de luces cayendo sobre la cúpula de San Pedro. Se desgranan lentas y tan finas como tules desgarrados, mientras otras estallan en lo alto dibujando en el cielo bruscas estrellas o espléndidas corolas de fuego. Bajo su efímero resplandor, aparece de pronto, arrebatado a la oscuridad de la noche, el vasto y solemne panorama de Roma. Muchos de quienes minutos antes recibían con gritos y abrazos las doce de la noche, ahora se han asomado a la terraza del Palacio y callan, fascinados por el derroche de fuegos artificiales, de modo que puede escucharse, en el súbito silencio, el estampido de la pólvora en el aire. Él se ha quedado solo en el extremo de la terraza contemplando el reguero de luces que desciende con majestuosa lentitud sobre la Basílica, cuya cúpula parece también flotar en el aire de la noche. Ajeno a la fiesta, que minutos antes ardía en el salón y que minutos después, disipada la novedad de los fuegos de artificio, volverá a arder con mayor ímpetu, experimenta una extraña sensación de irrealidad como si estuviese soñando lo visto. Recuerda lo inalcanzable que veía el año dos mil cuando estaba en el liceo. Nunca llegó a imaginar que vería su llegada. Y ahora que en Roma, donde vive desde hace cinco años, lo recibe el nuevo milenio con resplandores de júbilo, lo asalta la zozobra de una pregunta: ¿Cuántos años le quedan por vivir y, sobre todo, dónde y cómo los vivirá?
Lo sorprende una voz a su lado:

—Te veo muy callado. ¿En qué piensas?

Apartándose de sus amigos, Simonetta se ha acercado a él. Fina, ligera, el traje negro de coctel que lleva esta noche hace resaltar, en la oscuridad de la terraza, el rubio ceniciento de sus cabellos y el fulgor de sus ojos azules, que lo miran con un brillo suspicaz. Seguramente le inquieta percibir que él se siente de sobra en esta fiesta suya; de sobra, sí, en lo que él llama con humor su mundo de la dolce vita romana, mundo compuesto por gentes que rara vez se levantan antes del mediodía y que cada semana más de tres veces se acuestan a la hora en que en las calles, desiertas bajo la luz de los faroles, sólo queda algún gato furtivo o el grito de los cuervos marinos que vienen del Tíber.
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Sabiendo que con ella no hay secretos que valgan, tan aguda es siempre su percepción sobre lo que encubre cualquier estado de ánimo suyo, se decide a responderle:

—Estaba pensando en cuántos años me quedan por vivir. Ya no son muchos.

La mirada de ella tiene, en la oscuridad de la terraza, un brillo de burla.

—En tu caso y en el mío es la pregunta más inoportuna que uno puede hacerse.

Ríe y él la contempla sintiendo brotar dentro de sí, en alguna latitud secreta del corazón, un desasosiego de adolescente que lo sorprende y lo perturba. Quizás es la fascinación que le produce su aura infinitamente femenina, los cabellos que le diseñan sobre el rostro una curva rebelde dejando ver apenas en el lóbulo de sus orejas dos perlas blancas, o la manera como la risa y el resplandor de los ojos, la línea delicada de la nariz y de la boca, le devuelven, en un repentino fogonazo, toda la belleza que tuvo. La edad sólo le aparece en las finas arrugas que se le dibujan en torno a los ojos, en una expresión de la cara cuando se pone seria, en sus trajes estrictos y elegantes cortados sobre medidas, tal vez en las manos, y en todo caso en el título de condesa que le dan criados y choferes y que corresponden a su condición de aristócrata florentina. Pero basta el ímpetu de la risa para que todo eso se disipe.

Ella se ha quedado absorta contemplando los últimos derroches de luz que siguen encendiendo el cielo de Roma y que por momentos le iluminan el rostro.

—Ahora eres tú la que debe decirme en qué piensas.

Ella tarda en responder.

—Pienso en Carlo —murmura al fin sin apartar la vista del cielo de Roma, y en su voz hay algo trémulo, muy íntimo—. Le habría gustado recibir el nuevo siglo.

«Es natural que ahora lo recuerde», piensa él.

A Carlo Corsini, el marido de Simonetta, muerto seis meses atrás, lo había conocido poco antes de su fallecimiento. Los tres habían cenado en Al Moro, un restaurante de moda cercano a la Fontana de Trevi, lleno en todas las paredes de recuerdos de Federico Fellini, quien al parecer iba allí con frecuencia. El marido de Simonetta había salido del hospital dos días antes, el mismo hospital al que luego volvería para morir, pero aquella noche, luego de haber bebido dos vasos de whisky, comer un plato de espagueti a la carbonara, beber más de una botella de vino y fumar varios cigarrillos con el café, no daba la impresión de un hombre sentenciado a muerte por un cáncer, sino todo lo contrario: de un bon vivant, exuberante, simpático, con una chispa de humor y de maldad en todo lo que decía. Nada que hiciese pensar en una muerte próxima. Incluso lo había sorprendido la manera amistosa como cruzó dos frases en francés con la actriz Catherine Deneuve cuando ella entró en el restaurante acompañada por varios amigos.
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—¿Sabes una cosa? —le habla ahora Simonetta, sin dejar de contemplar los remotos destellos de luz en el cielo de la ciudad. Su voz lenta parece avanzar entre una niebla de recuerdos—. La muerte de un hombre tan vital como Carlo me ha hecho pensar mucho en la manera de vivir cuando uno tiene ya muy poco qué esperar del futuro. Hago lo que él me pidió: seguir viviendo como él quería y entendía vivir. Por eso, en vez de quedarme sola, decidí organizar esta fiesta. «Uno no debe renunciar a nada», me decía siempre. Y yo estoy de acuerdo. Non bisogna renunciare a niente, capiccie? — agrega en italiano, como le ocurre cuando la vehemencia de un pensamiento no cabe en su castellano cantarín—. A niente. Ogni giorno combato la tentazione de starmene tranquila. Libri, viaggi, teatri, concerti, tutto e bienvenuto

—¿Amores también? —pregunta él, y enseguida se arrepiente de haberlo dicho, porque ella vuelve a mirarlo con una expresión que él no sabe si es de extrañeza o recelo, como si buscara alguna intención en sus palabras.

—Prefiero hablar de amistades —responde al fin sonriendo.

—¡Claro está! —se apresura él a decirle. Siempre ha evadido con Simonetta cualquier intención equívoca. Desde cuando quedó viuda, y con mayor razón cuando estaba casada, se ha repetido que como amigo se ha aproximado a ella y como amigo debe quedar. Tal vez a esa actitud le debe la confianza que ella le muestra, la manera desprevenida como le acepta invitaciones a cenar o a ir al teatro. Sin embargo, no puede evitar ahora que una grieta de decepción le ensombrezca el ánimo. Algo en ella le revive las zozobras de su adolescencia frente a mujeres que consideraba inaccesibles. «Creo que no tengo cura», piensa burlándose de él mismo, de su timidez y de sus sueños extraviados de siempre.

—¡Simonetta!

Desde la puerta corrediza de vidrio que comunica el salón con la terraza, sus amigas la están llamando.

—Ven, no te quedes ahí mirando las estrellas —le dice ella invitándolo a entrar. Pero de pronto, asaltada por una duda, lo observa con un vago escrúpulo—. Dime la verdad, ¿te aburren mis amigos?

—En absoluto —miente él, incapaz de decirle que se siente de sobra («como cucaracha en baile de gallinas», piensa con humor) en aquella fiesta llena de gente que él desconoce, gente del alto mundo romano donde alternan bonitas muchachas con jóvenes italianos de buenos apellidos y algunas personas mayores vestidas con una sobria elegancia—. Lo que ocurre, Simonetta, es que debo continuar mi ronda de la noche. Prometí a unos amigos de la stampa estera que pasaría por la casa donde están reunidos.

Ella parece sopesar un instante estas palabras.

—Tu mundo… —dice como si fuese una íntima reflexión suya que se le hubiese escapado en voz alta.

A él esta reflexión le incomoda

—Simonetta, he vivido en tantos lugares y con gente tan diversa, que ya no sé cuál es mi mundo —le dice—. ¿Me lo crees?

—Te lo creo —acepta ella sonriendo, y en un repentino impulso le da un beso en la mejilla dejándole sentir por un instante el perfume sutil de su piel y de sus cabellos, algo que recuerda el aroma de jazmín de los veranos y jardines romanos. —Y ahora —le ordena con un simulado gesto autoritario—, escápate; file a l´anglaise, sin despedirte.
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«Tu mundo». Aquella frase de Simonetta despierta aún en su ánimo un eco lúgubre, mientras el taxi que lo lleva al centro de la ciudad corre a lo largo del Lungotévere; en el lado opuesto del río aparecen a trechos cúpulas o fachadas iluminadas. La idea de no pertenecer en definitiva a ningún lugar, precisamente por haber vivido en muchos, le devuelve la idea de ser sin remedio un marginado, incluso en su propio país. Piensa que tal vez ése ha sido su sino desde siempre, tal vez desde cuando desembarcó en París a los 18 años de edad y se encontró despavorido en el cuarto de un hotel vetusto sin poder asociar cuanto le rodeaba —el papel floreado en las paredes, un lavamanos en el rincón y la ventana que daba a un patio color ceniza— con la ciudad de sueños que él había creído percibir leyendo en la Biblioteca Nacional de Bogotá los poemas de Baudelaire o de Verlaine. Sin embargo —recuerda ahora, mientras a través de la ventanilla del taxi descubre en el aire frío, bajo el resplandor de los faroles, algunas prostitutas rubias o muy morenas, con botas altas y casi desnudas bajo sus abiertas pellizas de piel— al poco tiempo de llegar estaba sumergido en el Saint Germain des Près existencialista de aquellos años, con sus cavas penumbrosas donde se oía de pronto la corneta de un Sydney Bechet o la voz ronca de Juliette Greco cantando «je suis comme je suis, je suis faite comme ça…». Desde entonces, cuando aún creía que su destino no podía ser otro que el de un poeta errante (así, con esos términos, que hoy le resultan ridículos, debía decírselo), había aceptado la soledad como parte de ese sino particular; tal vez la misma soledad del niño perdido en un internado adonde fue él al morir su madre. Leía a Schopenhauer y con ayuda de sus reflexiones heroicas sobre la soledad y la manera como ella templaba el espíritu, no le importaría años más tarde cambiar de país como quien se cambia de ropa, descubrir ciudades, hacer amigos nuevos, a condición, claro está, de que las huellas de todas esas vivencias quedaran en sus poemas. En París, recuerda ahora, había empezado a escribirlos. Sólo que, como le decía su tío en aquella pensión bogotana donde iba a verlo los fines de semana y donde quedaron los pocos recuerdos de su madre, con la poesía no se come. Y era cierto; con la poesía no llegaba a comer. Sin duda, por eso había tenido que buscarse una manera de ganarse la vida, como se la había ganado Antonio Machado dando clases de francés. Después de todo —piensa ahora— él había tenido suerte de sobrevivir en París, nada menos que en París, dando sus primeros pasos de periodista en los servicios en español de la France Presse, en la Place de la Bourse. Al cabo de los años, el periodismo había ocultado al poeta —no devorado sino ocultado, piensa defensivamente—, de ahí que su mundo más visible era aquel que iba a encontrar en seguida, cuando el taxi lo dejase en la vía de la Fontanella Borghese: el mundo de los reporteros y corresponsales. Sólo que por conocido que fuese como periodista internacional, en medio de ellos también se sentía ajeno, extraño, tanto como en el mundo de Simonetta. ¿Qué lo diferenciaba? Tal vez el hecho de que a ellos su oficio les llenaba la vida y a él no. «A mi no», repite con algo que no sabe si es melancolía o secreta ira consigo mismo, mientras desde la Piaza del Popolo le llega un frenesí de gritos y de música.

El taxi ha cruzado el Ponte Cavour, pero no puede entrar por la via Tomaselli porque se lo impide una barrera de policía. Así que él decide quedarse allí. Mientras camina hacia el apartamento, donde lo esperan sus amigos, respira el aire frío de la noche. En la calzada y la acera hay vidrios rotos de botellas lanzadas desde alguna ventana en el desvarío de las celebraciones. La fiesta arde por todas partes. Al doblar por la via Fontanella Borghese, varios periodistas que están en el balcón del apartamento adonde se dirige lo reciben a los gritos de tradittore. Están borrachos, lanzándoles serpentinas a las muchachas que pasan por la calle. Él los saluda con la mano, antes de timbrar y subir al segundo piso. Le abre Antonella, la dueña de casa. Corresponsal de una cadena de televisión americana, está vestida de fiesta con un body plateado y unas medias del mismo color.
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—¿Dónde estabas? —le pregunta, mientras sus claros ojos de gata lo miran con picardía— ¿Secuestrado por tus condesas?

—No te pongas celosa —bromea él entrando en su vasto apartamento donde encuentra los rostros de siempre, sólo que ahora no atentos a la pantalla de su computador, sino convertidos en figuras de carnaval con gorros y narices de payaso, y todos ya muy bebidos; unos, sentados en los rincones y otros de pie en torno a una mesa donde arde una vela, al lado de botellas vacías de espumanti, platos, copas y racimos de uvas.

Acepta una copa de proseco, mientras cambia algunas palabras con los periodistas españoles que son sus más constantes contertulios en fiestas o reuniones de la prensa extranjera. Todos oyen con risa los cuentos de la corresponsal de El País que está refiriéndoles algún incidente cómico pescado por ella en la misa que aquella noche tuvo lugar en San Pedro. Los borrachos del balcón, entre tanto, están empeñados en invitar a unas turistas suecas que desde la calle les responden en inglés.

La fiesta, que debe de haber comenzado muy temprano, ahora languidece, de modo que muy pronto decide escapar con el pretexto de mirar lo que ocurre en las calles. Pero antes se queda un rato conversando con Antonella. A ella lo une una especie de complicidad desde cuando descubrió su secreto fervor por la literatura. Ha leído el manuscrito de una bonita novela escrita por ella y no publicada aún.
(Continua página 2 – link más abajo)

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