Filosofía Cronopio

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Occidente teatro de una teoría

OCCIDENTE, TEATRO DE UNA TEOFANÍA

Por Marta Lucía Fernández Espinosa*

¿Existe realmente una desilusión en Occidente que amenaza con la destrucción de toda ideología emancipadora? A propósito de una cierta ideología generalizada que bajo diversas apariencias toma el nombre de posmodernidad. La necesidad de dar nombre a una manera de interpretar la realidad bajo un sistema de conceptos sobre los diversos aspectos que contienen lo que en las épocas se ha considerado fundamental para su demarcación de límites asibles, es la intención misma de dar sentido a la tendencia desagregada y múltiple de la visión fragmentada que desmigaja en partículas la noción de realidad. Esta necesidad, por supuesto ha de leerse en el contexto de las crisis que generan desencantamientos frente a las expectativas o momentos que se insinuaron como explicaciones valederas u horizontes a arribar.

La intención de dominar la naturaleza y controlar el azar genera un sistema de ideas, un modelo teórico que permitiera la explicación de la totalidad de elementos diversos que habrían de tener una conexión valedera y una certeza constatable desde la racionalidad; podría leerse esta necesidad como una tendencia apolínea del lenguaje; el nombre da límite, geografía, existencia real y concreta a lo diverso que se derrama en el sentido. La nominación de «Modernidad» ha estado presente en todas las épocas, ningún pensador se ha ubicado en el tiempo de otra manera que como «Moderno», ya que el término alude a lo actual, lo nuevo, lo innovador, lo reciente, lo joven. Aún los antiguos y los medievales se llamaron a sí mismos modernos. Admitirse en movimiento en el tiempo conduce a reconocerse también pretérito, antiguo, decadente, añejo, viejo; y por lo tanto cercano a la finitud, perecedero. El resentimiento con la vejez no es una condición nueva en los seres, sino una de las que el capitalismo hoy obtiene grandes beneficios. Sin embargo, en la construcción de un pensamiento que podría llamarse moderno se da una nueva significación del concepto de «Modernidad». Éste insinúa un nuevo giro del pensamiento como efecto de dos momentos críticos, uno que le origina en el Renacimiento y otro que le afianza en la Ilustración.

Valdría decir que la ciencia inicialmente, y más tarde la política, son las dos voces de la realidad que sacuden a la filosofía y le procuran afán de regresar a su antigua morada. Un afán que no logra concentrarle en la solución de sus contradicciones primigenias, sino que envuelta ya en la piel de Occidente, amalgamada con el cristianismo, es incapaz de tornar audaz a sus primeras búsquedas. Algunas pesquisas nos llevarán a indagar en los momentos de crisis del pensamiento occidental, los posibles escollos que indujeron la situación actual, en los que en la casa de la filosofía se sintieron bienvenidas alocuciones de todo orden, que han pretendido hablar a nombre suyo, incluso en los momentos en que se la ha considerado fallecida.
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La teologización del pensamiento, la ceguedad del individuo, la feminización de la cultura occidental y la persistencia sofista como elementos hoy presentes que fracturan el envanecimiento de la racionalidad moderna, y que en modo alguno aparecen como elementos foráneos y críticos, sino más bien como una filigrana engendrada por la cultura occidental. Llamarse a sí mismo posmoderno pareciera anunciar el advenimiento de la temporalidad bienaventurada, al fin el paso de la juventud al fluir de las edades; sin embargo la expresión no denota la realidad.

A finales del siglo XI y hasta el siglo XV (cuando las crisis científicas tornan a una nueva búsqueda de error en la lectura del pasado, una renovación de la mirada ¡esta vez sobre lo humano! Y que genera el período conocido como Renacimiento) en una Europa dominada políticamente por el catolicismo y una jerarquía que nacía del papado, se funda una «escuela» de pensamiento. Eran momentos de cese de las oleadas de invasiones y se tendía a una estabilización de la estructura social posibilitadora del florecimiento y la vida espiritual propia de las ciudades de la alta Edad Media y con ella las universidades. La Escolástica nace en este período como el propósito de aplicar la filosofía clásica grecolatina (y aún las formas de pensamiento judaicas y árabes) para conciliar la Fe y la Razón y procurar el atributo de racional a la religión cristiana, por ello la Escolástica es una corriente de pensamiento con ostentaciones teológico-filosóficas.

Su búsqueda de grandes sistemas que dieran cuenta de todas las corrientes de pensamiento que le antecedieron para tratar de eliminar todas las contradicciones, en torno a unas pesquisas tan abstractas, como tratar de demostrar la existencia de dios [sic], condujo a la Edad Media hacia la valoración suprema de la argumentación especulativa y pretendió llevar en esta tarea a la filosofía alejando el pensamiento definitivamente de la realidad, y a la filosofía de las ambiciones primigenias que le dieran luz en Grecia, esto es la fundación de la racionalidad y el alejamiento definitivo del mito a partir de ella, ya que todo esfuerzo de la filosofía en sus inicios lo es para establecer un fundamento teórico racional de la naturaleza humana. Este intento occidental de fusionar razón y fe a través de la religión católica acarrea contradicciones en ambas partes; tan mal sale librada la filosofía como la religión romana que desde entonces abandonó su fundamento místico y enarboló a sus hábiles canónigos como filósofos, en lo que aún hoy cifra su mayor complacencia.

Un llamado socrático previene desde el origen a la filosofía del peligro de adentrarse en la explicación del mito, lo que requeriría un tiempo de holganza absoluto y una habilidad interpretativa que a lo sumo llegaría a circunscribirse en las disciplinas lingüísticas, pero que no contribuirían a las indagaciones realmente importantes para la filosofía resumidas en el «conócete a ti mismo» que implicaba desde entonces la racionalización de lo moral. Sin embargo Occidente parece tener desde siempre una vocación por la doble moral, y contraviniendo a Sócrates tampoco lo abandona; no presta por ejemplo sus oídos a Aristóteles sino hasta cuando ha desarrollado adecuadamente sus caninos para roer el duro hueso de la realidad y conducirla también al mundo de las ideas, como llegará a hacerlo la modernidad. Se adentra por tanto la mal llamada filosofía medieval en el terreno de la fe y por más que descubra que dios no es asunto filosófico, no desfallecerá en el intento de instaurarlo como eje de sus más ennoblecidas elucubraciones, allende la Escolástica. La imposible conciliación razón–fe y el tratamiento de dios desde la filosofía se ubica temporalmente y con desidia en el Medioevo, sin embargo, desde entonces no ha existido una época que hubiese arrojado lo teológico del ámbito de la racionalidad, por más que la modernidad lo aparente. Las líneas fuertes del pensamiento que se sucederán no podrán separase del tema teológico.
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La Modernidad iba a traer consigo una nueva manera de teología, el transcurrir especulativo de la Escolástica había dejado sin paraíso a la posibilidad de conciliar la razón y la fe para demostrar la existencia de dios; el proceso de desarrollo del pensamiento abandonó esa cuestión fundamental, a partir de entonces, los filósofos van a dedicarse a enfrentar nuevas crisis desde la racionalidad, allí donde partidarios unos más de la razón, otros más de la praxis, en los albores de la modernidad, en la cuna del Renacimiento (o aún antes, ya que podría afirmarse que en la Escolástica estas cuestiones fundamentales ya se iban perfilando con decisión); las crisis venideras iban a inscribir a la filosofía en torno ya bien a la epistemología, ya bien a la política y se iba abandonando el camino de la pregunta por los asuntos teológicos.

Fueron los filósofos y no la filosofía (valga aclarar que acá también acontece una pregunta que parece indicar que la intencionalidad de la mirada personal va siendo la disyunción entre lo particular y lo universal) los que rumoraron por lo bajo su postura personal frente a la creencia religiosa. Descartes por ejemplo va a tratar de demostrar la existencia del mundo, del alma y de dios, la va a suponer como intuición necesaria que dé garantía a la fe que podemos tener en que dios no ha puesto en nosotros el error, y que este no es propio de lo humano, es decir que no fuimos hechos por un engañador para soportar el error, dios ha hecho al hombre para la verdad. Francis Bacon tampoco va a resolver en esencia el asunto de la existencia de dios, pero definitivamente va a suponerlo como el iluminador de todo conocimiento, es dios el que ilumina a cada individuo su conocimiento religioso o profano, a esa iluminación llegamos a través de la experiencia personal. En el siglo XVII Baruch de Espinoza va a mostrarse muy preocupado por las afirmaciones cartesianas y su ejercicio tratará de demostrar que lo que era fundamental a Descartes es un falso problema, es decir que esa división de la res extensa (existencia física) y la res cogitans (pensamiento) que constituyen lo esencial del ser humano, realmente no existe; para Espinoza la naturaleza y dios se identifican, todo está determinado por la naturaleza divina, de tal modo que ni siquiera es posible el azar. Todo es causado por dios, lo que se aparece fragmentado es fruto de una mirada diversa, pero la realidad es una, la causa de la diversidad de las visiones es la finitud de la mente humana, solo dios es infinito y solo él comprende en sí mismo toda la realidad. De ese modo Espinosa, no solo es panteísta que ve a dios desperdigado por todo cuanto existe, sino que además fortalece la noción de lo universal y da a lo particular el carácter de incompleto debido a su finitud. Pone la sabiduría en dios y la ignorancia como condición del hombre. A pesar de todo esto no supera la Escolástica pero alumbra desde ya el agnosticismo moderno, Espinoza expresará que es imposible el conocimiento de dios.
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Hacia el silgo XVIII David Hume va a replantearse las inquietudes de Descartes en torno a la necesidad de demostrar la existencia del mundo, del alma y de dios, llegando a concluir que: ni un iletrado, ni un niño recurriría a la razón para intentar demostrar que los objetos existen, concluye igualmente que la pregunta por la inmortalidad del alma resulta superflua, porque no hay una impresión que pueda justificar la existencia de un yo autoconsciente, y finalmente concluye que es imposible demostrar racionalmente la existencia de dios, porque carecemos de una experiencia que nos permita ubicarlo como la causa del mundo, por lo tanto la existencia de dios no es más que una hipótesis incierta e inútil. Hume no concuerda con el concepto de Causalidad, afirma que lo que experimentamos no es que una cosa cause a otra sino la sucesión, es decir que un acontecimiento sigue a otro, pero aunque pudiéramos aceptar vínculos causales entre acontecimientos estos sólo se dan entre lo experimentable y no con cosas situadas más allá de los datos; es decir que puede aceptarse la noción de Causalidad en el mundo empírico pero no en el metafísico. El autor del Tratado de la Naturaleza Humana: un ensayo para introducir el método del razonamiento experimental en los asuntos morales, David Hume, hace desprender toda posibilidad de conocimiento de la experiencia, dios no puede ser conocido a priori porque no hay antecedente en la experiencia humana de una existencia tal y tampoco puede ser conocido a posteriori, porque no aparece luego de ninguna experimentación un conocimiento que nos aproxime a tal existencia. Y aunque el camino de la experimentación no es algo que acabe de nacer en el silgo XVIII con Hume, sí podemos advertir ya en estas intenciones suyas lo que luego va a ser el desarrollo del positivismo y por este camino la que entonces va a anunciarse como la muerte de la filosofía o la posmodernidad.

De otro lado La filosofía iba a descubrir su incapacidad de dar cuenta del mundo físico por esta vía; Albert Einstein iría a plantearse la existencia de un universo perfectamente construido y con una presencia abrumadora del diseño racional desde una postura causal y determinista. Einstein había concebido un posible dios en el mundo con una característica de autolimitación, sin embargo las tendencias de la física actuales, desarrolladas a partir de la física cuántica, se ubican en el indeterminismo y conciben el universo como abierto, con lo que se plantea la libertad tanto de la acción humana, como de la acción divina en el universo.
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Las épocas de desilusión para Occidente han tenido una marcada tendencia pesimista cada vez que la racionalidad deja sin fundamento a la fe, no es por tanto una primera manera de desencanto lo que parece querer agazaparse soterradamente bajo las ideologías posmodernas. Una tendencia al pesimismo, en cuanto a la posibilidad de la demostración y la importancia de explicar la existencia o la no existencia de dios, había sido formulada por Hume, con lo cual deja en evidencia que cualquier esfuerzo de la razón para demostrar lo uno o lo otro, la hace entrar en contradicción consigo misma. La modernidad va a fundarse en la ciencia y desde allí sólo podrá volver a la pregunta por dios desde un cierto escepticismo, al respecto encontramos el agnosticismo como una respuesta del siglo XIX al enfrentamiento de los poderes laicos y eclesiales; la paulatina formación del Estado liberal iba en contradicción con el poder que hasta entonces había podido sostener la iglesia católica, la pérdida de sus prebendas, la abolición de la enseñanza católica como obligatoria y las nuevas nociones emanadas de una concepción positivista de lo jurídico, que caracteriza al Estado liberal moderno, hacen aparecer nuevas formas de iusnaturalismo[1] como una teoría de la moral universal, venidas del derecho natural, y de las cuales la iglesia católica quiere asumirse curadora.

En la década de 1860 a 1870 Europa vive un acrecimiento del laicismo que va tornando a la iglesia católica en apenas una asociación religiosa, desposeyéndola de su antiguo señorío sobre la vida pública y privada, situándola al lado de otras múltiples organizaciones nacientes de libre pensamiento, que en suma se veían motivadas por los asuntos de la vida política, por el culto de la ciencia y del progreso. Este distanciamiento iba a durar muy poco, ya que finalizando el siglo XIX y a comienzos del XX los liberales y los católicos iban a estar unidos y enfrentándose a los movimientos socialistas, quienes se abanderan de la lucha por el laicismo de la vida estatal empezada a abandonar por los liberales, y vuelta para entonces consigna de lucha popular. Una vez consolidado el orden liberal se torna muy pronto a tratar de estabilizarlo con la ayuda de la religión.

Una pesquisa aguda bien podría establecer en Epicuro la raíz de la más antigua postura agnóstica, al establecer el miedo a los dioses como algo absurdo ya que ellos no intervienen en el mundo humano «¿Dios está dispuesto a prevenir la maldad pero no puede? Entonces no es omnipotente. ¿No está dispuesto a prevenir la maldad, aunque podría hacerlo? Entonces es perverso. ¿Está dispuesto a prevenirla y además puede hacerlo? Si es así, ¿por qué hay maldad en el mundo? ¿No será que no está dispuesto a prevenirla ni tampoco puede hacerlo? Entonces, ¿para qué lo llamamos Dios?»[2]; sin embargo es el biólogo inglés y defensor de la teoría evolucionista de Charles Darwin, Thomas Henry Huxley quien va a acuñar el término de agnosticismo hacia 1869 con la clara intención de señalar que tanto el ateísmo como el teísmo son dos posturas igualmente infructuosas, y que el agnóstico es quien entiende que no es posible hallar respuesta a la duda metafísica sobre la existencia o inexistencia de dios.

Para el agnosticismo se conjugan las sensaciones como una manera de relación con el mundo y la experimentación como única manera de acceder a la verdad, por lo tanto aquello que escape a la experimentación y la observación y sólo pueda determinarse a través de la experiencia subjetiva, es inaccesible; ni la intuición intelectual, ni el razonamiento pueden dar cuenta de la existencia de dios.
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Varias son las corrientes agnósticas entre las cuales van a oscilar tanto posturas más cercanas al teísmo como las más cercanas al ateísmo; algunas irían a concluir que a dios podría accederse por la intuición sensible, sin embargo esta manera del agnosticismo, se verá plenamente negada por un positivismo agnóstico como el que promulga Augusto Comte (1857) para quien la fe religiosa no se funda en una intuición sensible; todas las imágenes sensibles que conforman el mundo de las ideas, para el positivismo, provienen de la experiencia sensible; de ese modo la fe no puede ser una forma de conocimiento, ya que ella carece de todo requerimiento empírico en sus fundamentaciones, por lo tanto la fe no es una intuición sensible. Como seguidor del legado kantiano, Comte establecerá que la ciencia positiva ha de atenerse a la experiencia, única fuente de validez para las proposiciones científicas y en esa medida se enfrentará definitivamente a la metafísica a la que considera un conjunto de proposiciones carentes de sentido; Comte instituye la religión de la Humanidad, suplantando a dios por la Humanidad; no ha de olvidarse que para el positivismo un hecho social no pasa de ser un fenómeno biológico y este asunto tendrá esencial importancia para el desarrollo de algunas de las posturas posmodernas en las que entraremos en detalle. De ese modo la crisis que propone avecinarse con el agnosticismo para Occidente, resulta salvada por una nueva certidumbre, la fe en la humanidad en donde Occidente refugiará toda su contenida religiosidad y se verá autorizada a profesarse devota allí donde se manifiesta plenamente racional.

Cassirer nos narra cómo la obra platónica, que la Edad Media usó para fundamentar la revelación cristiana, es al mismo tiempo una cuyo argumento agnóstico en sentido teológico es evidente; y como él mismo lo cita en su obra El Mito del Estado, Platón no presentó en el Timeo un sistema teológico y en cambio advierte permanentemente contra esa opinión, ya que en cuestiones teológicas sólo pueden darse opiniones probables: «lo que ser es a devenir, dice Platón, lo mismo es la verdad respecto de la opinión. Así pues, no os sorprenda que, sobre tantas cuestiones relativas a los dioses y a la generación del universo, no seamos capaces de ofrecer unas nociones que sean de todo punto exactas y coherentes. Mucho será que podamos aducir algunas cuya probabilidad no sea inferior a la de otras; pues debemos recordar que yo, que soy quien habla, y vosotros que me escucháis, no somos más que hombres, y tenemos que aceptar sobre estas cosas el relato más probable, sin llevar más adelante la investigación» [3].

En modo alguno se ha tenido a Platón como un agnóstico, y más podría recordarse a Protágoras como el abanderado de tal postura al afirmar: «respecto a los dioses, no tengo medios de saber si existen o no, ni cuál es su forma. Me lo impiden muchas cosas: la oscuridad de la cuestión y la brevedad de la vida humana» [4]. Sin embargo, en ambas posturas podría advertirse que es precisamente este, el terreno de la religiosidad, el más proclive al fomento de opiniones probables y precisamente frente a esto que se escapa de las posibilidades de la razón, lo más prudente habría de ser no obrar como impostores obligando a la razón especular sobre aquello para lo cual no tiene condiciones.
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Una experiencia común, y no una particularidad individual, había generado un espacio eminentemente emocional para la creación del mito como expresión de la vida social, pero incluso éste no se concebía a sí mismo como un relato fantástico hecho de imágenes y símbolos, sino como la realidad misma ante la cual sólo se puede obrar con pasiva aceptación. Alimentado por el miedo que aúna a toda la humanidad, el mito, garantía universal de consuelo, se hace de este modo incontestable. El terror del hombre hacia la muerte, la necesidad de una promesa de vida después de ella, la desazón de la finitud que le ponen en contradicción con la existencia le han hecho de diversas maneras vivir una vida «en pos de», un aplazamiento que apacigua el afán por la vivencia, le hace querer intuir lo indestructible para enfrentar la caducidad de la existencia terrenal.

Para el pensamiento occidental, las primeras formas de racionalidad se fundieron en lo irracional, en un intento de arrojar simbolismos en el rito que posteriormente se organizarían de una manera más próxima a lo racional en el mito. El ser humano ha sospechado la existencia de un «todo primigenio» que da la noción inexplicable de unidad y que hay que actualizar en lo desbordado, en el ritual incontenido. El mito mantiene al hombre atado a la esperanza de inmortalidad, le impide enfrentar la vida con sus límites, es incapaz de dar una respuesta racional a la muerte; es por ello que el filósofo ha sido ya desde los tiempos de Platón el que ha aprendido cómo hay que morir, el que ha construido su libertad expulsando de su mente el temor a la muerte.

Sin embargo, hay que llegar hasta Sócrates para entender que la muerte no se acepta simplemente con pasividad desconsolada sino como el Sócrates que nos recuerda Pierre Hadot en su trabajo ¿Qué es la filosofía antigua?: «El contenido del saber socrático es, en lo esencial ‘el valor absoluto de la intención moral’ y la certeza que produce la elección de tal valor. Evidentemente la expresión es moderna. Pero puede ser útil para subrayar la inclinación del mensaje socrático. Se puede decir, en efecto, que un valor es absoluto para un hombre cuando está dispuesto a morir por ese valor». En lo que también podemos contrastar dos valientes posturas, la del mártir y la del héroe que en ambos casos se fundan en el valor absoluto; un héroe dirá «Por la vida hasta la vida misma»; un mártir dirá, como el Ghandi contemporáneo, «Estoy dispuesto a morir por mi causa pero no estoy dispuesto a matar por ninguna de ellas».

* * *

El presente texto hace parte del libro «Pentimento», publicado por la Universidad de Antioquia.

NOTAS

[1] No obstante varias formas del ius-naturalismo que inicialmente pueden encontrarse en Aristóteles, y de manera más radical en Epicuro, evolucionaron bajo diversas maneras e incluso llegaron hasta negar la tutela teológica al derecho natural, sin embargo, al ser este derecho, un derecho pre-estatal que el ser humano posee antes de la formación de cualquier comunidad política; y que por lo tanto tendrían que ser respetados por el estado, da a la iglesia católica un resquicio desde el cual luchar contra el estado liberal, defendiendo los derechos inalienables y precedentes de cada ser humano como fundadores del Estado mismo.

[2] EPICURO. Diógenes Laercio – Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres. Libro Décimo

[3] Platón, El Timeo. Citado por Ernst Cassirer en El Mito del Estado. Pág. 106.

[4] Citado por Diógenes Laercio en Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres.
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* Marta Lucía Fernández Espinosa. Licenciada en Historia y Filosofía (universidad Autónoma Latinoamericana). Especialista en planeamiento educativo (universidad Católica de Manizales) con diplomados en Gestión administrativa, adaptaciones curriculares y desarrollo de habilidades organizacionales en diversas universidades antioqueñas). Autora del libro Pentimento. Sus investigaciones han sido trabajos de campo con comunidades a través de las cuales se generaron desde proyectos educativos intitucionales y manuales de convivencia, hasta la construcción de aulas por gestión comunitaria y la creación de la educación de adultos como estrategia para minimizar el impacto de la violencia en un sector deprimido de Itagüí (Antioquia). En 1989 el consejo de facultad de la Universidad Autónoma le otorgó una beca en reconocimiento a la importancia de su libro Pentimento.

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